Yo estuve en Valladolid para un entierro y me pareció una ciudad muy alegre, quizá por el contraste. Al llegar ya habían incinerado al pobre Manrique, que se paseó por Galicia con nombre de mesnadero del Cid, la sonrisa franca, ese brillo pillo en los ojos que tienen algunas buenas personas y el cuerpo moreno, canijo y enjuto de un banderillero. Un tipo de secano, se mire por donde se mire. No es que llegáramos tarde, que nos plantamos en el sitio y a la hora señalada, es que el plan, y así tenían hecho, era enterrar las cenizas en la que había sido su casa, un chalet igual que otros muchos en una urbanización bajo un pinar a medio camino entre lo que viene siendo el mismo Valladolid y las afueras de Tordesillas, que no sé yo si es villa o ciudad. Una urbanización que es remedo de pueblo de repoblación franquista de cuyo nombre no puedo acordarme. Uno de sus hijos, arquitecto y por ello perito en estas cosas, buscó el lugar adecuado en la finca. Un punto soleado, visible desde el salón y fuera del alcance de posibles ampliaciones urbanísticas. Allí enterró las cenizas del mesnadero enjuto; poca cosa, apenas un tupperware para un almuerzo. Justo encima plantó una magnolia que perfumaba el aire, olor de santidad, pensé. Todas estas operaciones estaban hechas y la cita era para una pequeña ceremonia, que se suponía sencilla. En el comedor de la casa, oscuro y amplio, nos sentaron a la mesa y un tipo que pululaba por allí con pinta de fontanero pero resultó ser sacerdote y moderno comenzó una misa que en realidad fue una última cena en toda regla. En horario anglosajón, eso sí. Bendijo una botella de cigales sin etiqueta, de cosechero, fruto de las vides de allí al lado y el trabajo del hombre aborigen y una barra de pan gramado y sin sal, del que comen en castilla. Un pan horrible, de esos que al día siguiente te caen al suelo y se hacen pan rallado sólo del golpe. Los gallegos, con lo del pan, siempre parece que nos hizo la boca un fraile, pero es que pasando Pedrafita el pan ya no es pan. Lo cierto es que la escena fue llamativamente delirante. Bebimos cigales de un cuenco, ya convertido en sangre de cristo, y comimos trocitos de pan desaborido que fuimos tomando de una fuente de barro. A los funerales y la religión en general, fue mi conclusión, el boato, el dorado, la música barroca y las imágenes de los santos los visten mucho, les dan un aquel que los saca de esa miseria que resulta de hablar de cosas de importancia en los escenarios de la cotidianidad. Quizá haya quien vea a dios entre los pucheros pero más luce en las catedrales, lo mismo que los discursos prestan más en el parlamento que en los mercados de abastos, se pongan como se pongan. Andaba desazonado por todo esto cuando de pronto, en el salón, descubrí una placa grande de plata grabada con una dedicatoria para Manrique. Estaba fechada como unos cuarenta años antes y en ella cinco amigos lo despedían, le reconocían su trabajo y le deseaban suerte en su siguiente destino. Y allí estaba, la primera, la firma de mi abuelo Amador. Cosas extrañas, esos hilos que atraviesan el tiempo. Estoy seguro de que caminamos inadvertidos y estas casualidades, estas conexiones invisibles, las vamos atravesando y rompiendo como telarañas en un desván. A Manrique se lo comió un cáncer en unos meses y yo me fumé un cigarro en la misma ventana en la que él se asomaba a hacerlo a escondidas de su mujer mientras pensaba de qué coño hablarían él y mi abuelo. La ceniza se la llevaba el viento en dirección contraria a la magnolia. Mi abuelo, que también fumaba sus tres paquetes diarios de Ideales a los cuales cambiaba el papel con parsimonia, murió de felicidad. Se lo trajeron a vivir a la ciudad y en seis meses andaba callado, taciturno, malhumorado y despistado. Una tarde se escapó, con su terno y la gabardina al brazo, a coger el coche de línea para irse a su casa. Esperó hasta medianoche fumando en la acera frente a donde, hace muchos años, paraba la Empresa Pereira. Le dieron de cenar en una tasca ya a la hora de cerrar y el patrón le buscó una pensión. La policía nos lo encontró al día siguiente y mi padre decidió llevarlo a casa, como él quería. A mitad del viaje recuperó el ánimo y empezó a hablar y a explicar dónde empezaba cada parroquia, qué nombre tenía cada lugar, cada curva, quién vivía en dónde y qué tierras habían sido de cada uno de los pazos de la zona. Esa tarde y gran parte de la noche estuvo fumando y leyendo con avidez los pliegos del Aranzadi, jurisprudencia y legislación, atrasados de seis meses que se le habían acumulado en montones desordenados y que, venían sin cortar, abría con una plegadera de ébano. Del sueño que vino después ya no despertó. Yo a veces pienso en esa placa que hay en el salón de una casa que no sabría distinguir de otras casas bajo unos pinos entre Valladolid y Tordesillas y en las amistades, las casualidades y el olvido.
Con su permiso lo comparto.
Por favor, adelante. Y muchas gracias.
D.E.P.