Hay tres clases de bares en los que se puede desayunar y se distinguen por la bollería. En los primeros te dan, si lo pides, mayormente señalando con el dedo, corisanes. El corisán es industrial y esponjoso, como el pan de molde pero en dulce. Viene en tenaces envoltorios monodosis de plástico transparente que se comportan como el celofán de las cajetillas. Hay cosas cuya resiliencia, su tendencia a volver una y otra vez a un estado de original perfección, debería estudiarse en las escuelas de psicología, de negocios y de padres. Nadie puede vencer al envoltorio de un corisán, al plástico de una cajetilla o al envoltorio de un condón. A la que te descuidas han vuelto al prístino estado que el creador para ellos quiso. Es el triunfo de la voluntad, el «Triumph des Willens» del objeto inanimado. Los corisanes son un poco así, como la gomaespuma de un colchón, e igual de secos, insípidos y de una color semejante. La ventaja es que, al no estar hechos de materia orgánica, son inodoros e insípidos y además duran para siempre.
Los curasanes, por contra, intentan imitar el original pero, como los bolsos de Loewe del negro atlético de la calle peatonal, son fácilmente distinguibles. Es mérito a reconocerles a quienes los perpetran que no intentan engañar con la seriedad que pone en el empeño quien, por ejemplo, falsifica billetes. Son, más bien, una parodia pringosa, una metadona de la grasa animal. Y es que, me malicio, si bien se hacen con harina y no con yeso, como los anteriores, la grasa empleada para hacerlos jugosos es aceite de automoción reciclado o el petróleo que antes ensuciaba los mares al limpiar las sentinas. Esto a simple vista no se advierte, sino que es impresión que asalta los sentidos al primer mordisco. La sinestesia, esa percepción que entrando por un canal misteriosamente activa otro, es asunto muy ligado a la ingesta de curasanes. Hay quien los muerde y le saben a negro, o les viene a la nariz el olor que desprenden, lejanas, las fábricas de sulfato para el escarabajo de la patata. Los ejemplos son múltiples y, por conocidos, no nos extenderemos, bastando decir que, para que la gente se vea obligada a comerse los que empieza, los untan de un algo brillante y pegajoso que impide desprenderlos de los dedos. Yo creo que ese producto es el mismo que venden para atrapar ratones, una pasta transparente que untas en un cartón y metes debajo del fregadero.
Los croissants, el original, están hechos de harina y manteca de vaca, que viene siendo mantequilla cocida lentamente para quitarle el agua y que decante otras porquerías. Son suaves, de un hojaldre esponjoso, levemente crujientes en el exterior, del color dorado de las mozas al final del verano y grasientos de una grasa leve, sabrosa, nutricia, puro condensado de vaca. Una persona normal podría comerse media docena, uno detrás de otro, lo cual que tampoco es sano. Ese es el motivo por el que los cobran caros y, además, rarean: política sanitaria. Hay sitios en los cuales, el mesonero truhán es un clásico, intentan hacernos pasar el curasán por croissant poniéndolo a la plancha muy untado de margarina. Cuidado con esto.
Cuando encuentro un bar en el que ponen croissants, sonrío. Luego saco mi libreta de ciudad, trasunto de las de campo de los naturalistas, y en ella, como un Attemborough emocionado, anoto día, hora y coordenadas UTM del feliz avistamiento.
En Francia no te engañan con el croissant que allí es religión.