CLAVETEAR O LLORAR

Carmela nació Carmen, que a todas las bautizan así. A ella en la misma maternidad, aunque llegó a casa, a dos manzanas, ya como Carmiña. Luisito no, fue Luis hasta la mili, donde le pusieron con mala leche el diminutivo. Los hipocorísticos es lo que tienen, que lo mismo llegan con gracia y alegran una biografía como todo lo contrario. El bar La Centella pone los mejores callos y está donde antes la maternidad. En su época hubo muchas, que la gente follaba con aplicación y acierto, pero las han ido cerrando. Cualquiera diría que en este país no se folla. Aníbal, El Cubano, acodado en la barra del Leopoldo, con una parrochita tiesa entre los dedos, te mira y a la mínima te lo explica. Mira chico, antes los pitcher eran pitcher y los catcher eran catcher, y yo con eso estoy un poco de acuerdo. Él vino de La Habana cuando lo de Fidel y habló mucho de mujeres hasta que un día empezó a hablar mucho de hombres, así que hay quien dice que Aníbal prefiere atrapar que lanzar. Luisito no mantiene conversaciones banales, sólo habla de quebrados e integrales. También habla de fútbol y tiene un método estadístico para las quinielas que no ha dado grandes resultados pero va refinando. Ginés, que regenta La Centella y hace los mejores callos, fue legionario y luego futbolista, que llegó a estar fichado por el Atlético, pero eso finalmente no pudo ser. Carmela y Luisito, sentados desde siempre en la mesa del fondo, fueron novios y seguramente aún lo son. Hay cosas que no caducan, aunque tengan fecha de consumo preferente. Ella quería ser monja hasta que las monjas la llevaron a ver a unos pobres. Salieron en fila del colegio con el pichi azul y capa de enfermera caminando hasta la casa de los pobres donde esperaban la madre y los dos hijos y, en fila, como llegaron, entraron con recogimiento a curiosear aquella humilde morada de una pieza, retrete aparte. A la salida se fueron santiguando por orden ante un crucifijo que colgaba del mismo clavo que el almanaque. Todas las niñas, debidamente aleccionadas, miraron las cosas de los pobres pero no a ellos, para que no se sintieran de menos. Carmiña, desobediente, los miró mucho de reojo, sobre todo al mozalbete moreno de enormes ojos verdes. En la barra de El Leopoldo te ponen una parrochita frita con cualquier cosa que pidas y, como tienen truco, que añaden a la harina del rebozado algo de pan rallado, salen estupendas, doradas y tiesitas. Santiago, el tapicero, siempre está en la barra, bebe despacio y no toca las parrochas, que se le acumulan. Como cuando llegas lo encuentras y cuando marchas permanece, uno podría pensar que los sillones orejeros y los tresillos Chester se tapizan solos. Es un tipo alegre, servicial y hasta premioso, que de tan amigo de todo el mundo hunde el negocio a descuentos. La razón de no comer sólo la sabe Carmela, que es Farmacéutica porque, puesta a elegir entre una mercería o una farmacia eligió irse a Santiago unos años. Luisito apareció cuando estudiaba y era apuesto y callado y llevaba Caminos con un expediente brillante. Al acabar le ayudó, con planos y una rueda al extremo de un bastón, a medir los doscientos cincuenta metros mínimo que ha de haber entre oficinas. Con eso y algo de suerte el punto perfecto cayó entre La Centella y El Leopoldo, exactamente equidistante, por lo que reparten su tiempo, equitativamente, entre ambos. Al Centella va mucho Higinio, que fue Coronel de algo aerotransportado y traía de Canarias televisores en color y tocadiscos. Llegó a traer un Peugeot 505 nuevecito para una hermana, sin impuestos de matriculación. Higinio nunca trabajó la línea blanca, mariconadas de cocinillas. Antes pasaban estas cosas. El Coronel cojea de una pierna y de carácter. La pierna la rompió cuando los tiraron en paracaídas en Sidi Ifni, total para nada, y lo del carácter viene de familia. Higinio no putea a Luisito porque es ingeniero de caminos, que si no de qué. Hay carreras que infunden un respeto, aunque luego uno se gane la vida dando clases particulares. Un día Luisito acertó una de trece, ciento setenta y cinco mil pesetas, pero no dijo nada. Eso sí, compró un anillo que llevó en el bolsillo más de un mes. Ginés hace los callos con mucho fundamento y los corta en trozos bien pequeños, del tamaño de los garbanzos, que no es lo mismo el callo de plato que el de tapa. Cuando El Cubano se va  Higinio busca algo que decir usando la palabra bujarrón y Ginés dice Sí, mi Cocoronel. Estuvo en el Tercio y aunque por tartaja llevó mas de una somanta es un caballero legionario. Hay cosas que causan estado, como el matrimonio o el sacerdocio. Carmela sabe lo de Santiago porque le vende las pastillas, pero es la única y jamás diría nada. Desde que se le suicidó la mujer no entra en casa y vive en el taller y pasa las noches claveteando o llorando, según un patrón que podría tener algo que ver con algo, pero es caótico. Veinte años y un mes tarde Luisito juntó el valor y le dijo a Carmela, con voz zalamera de profesor particular, no será hora de que vayamos pensando en casarnos. Hay quien no tiene el don de la oportunidad y eso Salamanca no presta. Carmela le dijo, míranos, Luis, a nuestra edad quién nos iba a querer. Él no supo que contestar y bajó la mirada. Esa noche Carmela se la pasó masturbándose, más de dos y de tres veces, y entre medias llorando desconsolada, todo el tiempo pensando en los ojos verdes de un muchacho pobre.

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