Hay cosas que a uno se le hacen intolerables de joven y apenas soportables de viejo, así la democracia, que es el rebaño decidiendo sobre pastores, pastos y rediles. Cierto que las alternativas son catastróficas, pero eso no consuela de la estupidez rampante de la piara autogestionada. Resulta descorazonador que las decisiones dependan de una mayoría por lo general ignorante y manipulable, siempre dispuesta a aceptar rediles más angostos, a alimentar un número creciente de pastores y a agradecerles los cada vez más escasos pastos.
Pensábamos que con un pueblo menos analfabeto tendríamos mejor democracia y resulta evidente que no, que en cuanto dejaron de creer en Dios y su divina providencia y asumieron que los males son obra de los hombres aceptaron el miedo como principio rector de sus vidas. La facultad de entender un argumento los ha hecho más y más dependientes, tobogán por el que te deslizas a creciente velocidad si careces del freno de una mínima capacidad crítica. Identifica un temor, agítalo, promete seguridad y te seguirán, te empujarán, a un redil más angosto. Te entregarán vida y hacienda; y doncellas vírgenes si encuentras un miedo con el que justificar tu lujuria.
La confusión, cacareo y aparente movimiento caótico inherentes al rebaño contribuyen a la fachada de libertad que venden como logro pero también a la ilusión de desorden que alimenta los terrores con los que nos gobiernan.
La insoportable estupidez del ser humano, así elevada a regla de conducta, a un joven sano le resulta intolerable. Un anciano, por falta de fuerzas, la sobrelleva murmurando quejas y aprende a caminar renuente capeando sucesivos temporales.
Donde la democracia funciona con un mínimo de inteligencia ésta no es colectiva, si tal cosa puede existir, sino que se funda en una mentira: a los puestos de pastor acceden miembros de una elitista minoría que se esfuerzan por impedir que el pueblo tenga capacidad de decisión al tiempo que se preocupan por que obtenga un mínimo de bienestar. Obvian los sentimientos en sus decisiones y les garantizan derechos y, sobre todo, responsabilidades. Los tratan, aunque sabemos que no lo son, de acuerdo con un concepto elevado de adulto responsable, imponiéndoselo contra su voluntad.
Sabemos que los miembros de esas élites son igualmente estúpidos, movidos por las mismas pasiones rastreras y están ahormados con la misma pobreza de espíritu. Pero son cínicos, hipócritas y descreídos y algunos de ellos incluso lúcidos, lo que les otorga la innegable ventaja de saber que todo es un teatro en el que nadie está a la altura del personaje que ha de representar y, lo más importante, no deben encenderse nunca las luces de la sala o la magia de la función desaparece.
El día que esta farsa colapsa la democracia se convierte en una dictadura en la que el autócrata es un individuo sin rostro, mediocre, temeroso y sin criterio; vengativo, egoísta y vanidoso. El dictador es aquel tipo gris que sentaba casi al fondo de la clase, aprobaba por los pelos, le hacía la pelota a los profesores inseguros y se diluía en la clase de los exigentes, salía el primero al recreo, copiaba en los exámenes si no había mucho riesgo, no prestaba los apuntes, nunca salió voluntario al encerado y jamás levantó la mano para hacer una pregunta inteligente. Aquel tipo de cara borrosa del cual no recuerdas el nombre.