Analita Portocarrero y Sebastián Ansede casaron con pompa y boato en la Catedral de Compostela y celebraron banquete en el recién abierto Parador Nacional de Los Reyes Católicos, asunto que se recogió en extenso en los ecos de sociedad de la prensa local. Estas cosas, cuando se hacen bien, son a las doce de la mañana y se cuida uno que no alarguen en demasía. Más de un cierto tiempo de celebración convierte cualquier acto, por solemne que sea, en una boda gitana. Así a las cinco de la tarde, empacado todo en un taxi apalabrado con semanas de antelación, la feliz pareja partió de viaje de bodas hacia San Sebastián, primera parada en Oviedo. Llegados al hotel, antiguo y señorial, de esos en los que los consomés tienen solera, los manteles son de lino y las ollas guisaron oso, cenaron ligero y subieron a la habitación, prestos a consumar el matrimonio. Cuando ella salió del baño, enfundada en un camisón amplio y transparente y subida a unas zapatillas de raso con pompones de plumas, él la esperaba en la amplia cama de matrimonio, posiblemente tan nervioso o más pero aparentando como un campeón. La mili, en estas cosas, daba muchas tablas, experiencia que hay que aplicar con cuidado porque qué tendrán que ver los sargentos y las putas con las recién casadas. A Analita le salió el nerviosismo por el aquel de ama de casa, papel que se suponía que habría de cumplir por siempre de allí en adelante. Al ver la ropa sucia de Sebastián al lado de la cómoda, formando una pirámide coronada por los calzoncillos y los calcetines hechos un gurruño le dijo:
LOS CALCETINES
–¡Sebas, recoge inmediatamente esa ropa y déjala doblada en la silla!
Que te digan eso, en tono de reproche, mirada reprobadora y señalando con el dedo, a cualquiera le sienta mal.
–¡Recógela tú, que eres la mujer!
Esa noche durmieron en habitaciones distintas y al día siguiente, ella llorando en el taxi, él taciturno en el coche de línea, volvieron a Compostela. El matrimonio rato no consumado necesita para su disolución dispensa papal, que tardó años en llegar pese al ejército de abogados y las resmas de papel que se iban acumulando. Mientras, ella se lamentaba en reuniones con amigas y pasaba temporadas en balnearios en los que ninguno de los hombres que conocía era tan apuesto, galante, cariñoso y divertido como su Sebas. Me lo merezco, por ser una soberbia, por no saber estar en mi sitio, decía. Él se esforzaba en ahogar sus penas en los bares, aún sabiendo de antemano que las penas flotan, en compañía de amigos cada vez más juerguistas, contando cada vez con más amargura cómo, por gilipollas, por no recoger unos calcetines del suelo, su vida era una mierda. A uno le cuentan esta historia y siente pena, sobre todo porque Analita y Sebastián, con sus defectos y, ahora, con sus arrugas de ancianos, tienen pinta de que podían haberse llevado bien pero que ni en su día entendieron qué es estar casado ni de su desencuentro aprendieron nada.
¡ Pobrecillos !
Cuando observabas la vida de tus padres o la de los padres de tus padres, veías tantas cosas así.
Luego decides que tu no lo harás así.
Lo haces de otra forma.
No se deben mezclar las cosas. Se pierde siempre, y todos.
Ya lo decía Sun Tzu.
En ocasiones llegas al convencimiento que lo mejor es ‘no’ tener nada que perder. No hay nada como andar descalzo.
Aunque dicen… dicen, que la mayoría tiene la razón y esa mayoría prefiere la comodidad, a pesar del exceso de peaje que conlleva.
Sigamos pensando con el EGO, no tenemos remedio.
Grande!