Un hombre con zapatos nuevos no va elegante. Un hombre con zapatos nuevos es un niño, un adolescente a lo sumo. No ha estado en ninguna parte, no ha visto ni vivido, no tiene pasado. O lo que es peor, lo tiene y lo oculta. Un hombre con zapatos nuevos ni viene ni va. Apenas consigue estar.
Porque la elegancia es cumplir las normas sin dejar de ser tú mismo un hombre sin pasado, adecuadamente vestido, no es más que un maniquí disfrazado. Un advenedizo a la realidad, un Gatsby, quizá sorprendente pero, a fin de cuentas, transparente por esforzado, por excesivamente apropiado. Quizá Daisy habría dormido para siempre con él, mirando la luz verde desde el otro lado de la bahía, si hubiera llevado unos zapatos viejos y una chaqueta de tweed gastada; si fuera elegante, si tuviera pasado.
Los zapatos son el contacto con la tierra y nos unen al mundo y su historia es la nuestra, transitándolo, manteniendo el equilibrio y sorteando obstáculos. Pateando culos, pisando charcos o a mujeres bailando un tango. Los zapatos dicen de dónde vienes, cómo caminas y el sitio que ocupas. El tiempo que llevan contigo, cómo envejecen, cuánto brillan, hablan de ti. Quién eres con zapatos nuevos? De dónde vienes?
Es distinto en las mujeres. Ellas, sin pasado a la vista, pueden brillar como promesas de un secreto a desvelar. Pasan, elevándose, subidas en tacones, de puntillas sobre la mediocridad del mundo. No sortean; saltan, sobrevuelan. El suelo apenas las toca y se materializan llegando de un lugar inconcreto, que es siempre un rincón de la imaginación. Se contonean, levemente salaces, apenas reales, con equilibrios de bailarina. Quién eres? De dónde vienes, flotando en esos zapatos nuevos?