Encarnación llegaba a las diez y pedía un croissant y un café. En realidad no lo hacía, simplemente entraba, más estirada que alta, arreglada, repeinada y repintada, dejaba el abrigo y el paraguas en el perchero de la entrada y se sentaba en la mesa de la ventana. Miraba la vida y la gente pasar y hojeaba el periódico y sus dominicales. A Encarnación se le echaban ochenta, como poco, y era de esas viejas que no se rinden, que pelean contra el tiempo, el del reloj y el atmosférico. Esas que llevan peleando toda la vida porque quizá la vida es eso y saben que se nos va la vida en ello. El peinado, el lazo, los pendientes y pulseras, los cubiertos perfectamente cruzados cuando acaba su croissant, son su forma de estar y resistir, posiblemente de ser. Encarnación, un día triste y frío, uno de esos días de lluvia fina que parece será eterna, lloró en silencio. Bajó la cabeza y su espalda se curvó un poco. Las lágrimas le corrieron el rimmel y, como una marea negra, mojaron los cristales de las gafas de leer, esas que lleva colgadas de una cadenita dorada mientras repasa la prensa. Digna, la dueña, le preguntó que qué le pasaba y resultó que Encarnación, aquel día triste, lloraba porque su mamá no venía a recogerla. Dio avisos, pero muy sutiles, apenas perceptibles, de que el tiempo la estaba venciendo. Por fuera lo mantenía a raya pero él, insidioso y ruin, se la estaba comiendo por dentro. Pensando, uno puede recordar que eso estaba pasando, ahí, delante de nuestras narices. Un día Carmen, acalorada, se abanicó con fuerza y ella le dijo, con esa desinhibición e inoportunidad que sólo puede ser aura de senilidad o de idiocia, Ay! Hija! También yo, cuando me quedé menopáusica sudé como una puerca, tanto como la época en que tuve que dejar el opio. Le reímos la gracia, por extemporánea y absurda, pero esos días ella ya llevaba una cara impasible que no era la contención de una señora, sino la inexpresividad de una enferma. Haciendo memoria poco a poco la vimos caer en un descuido leve en el vestir, con manchas en sus camisas blancas o pendientes desparejados. Ya no cruzaba perfectamente tenedor y cuchillo y dejaba la mesa blanca plagada de migas y churretes del café que Digna limpiaba con su bayeta húmeda. Encarnación, viuda joven, completó su pensión dando clases de piano y a veces de ballet en el salón de su casa. Antes, mucho antes, fue bailarina sicalíptica de cabaré, de renombre súbito pero breve en la capital, hasta que enamoró a un apuesto militar que la llevó al altar de blanco para morir meses después en el frente sin hacerle un hijo ni dejarle capital. Los arquitectos del local de enfrente, con sus barbas, sus pantalones chinos y sus pisamierdas beige, le tenían admiración y cariño, ya ves, y sólo dos semanas después de que una sobrina se la llevara a una residencia trajeron un retrato a plumilla. Ahora, desnuda y enjoyada, tumbada en una chaise longue en un escenario chinoise, sonríe para siempre, anciana y enigmática, encima de la máquina tragaperras.
DELICIOSO.