UN BUEN PLAN

Un buen plan ha de incluir siempre una previsión de contingencias catastróficas. Los planes, bien pensado, no son más una adecuada previsión de desgracias imprevisibles, un boceto de las mil caras del fracaso. De ahí que los buenos planes sean, siempre, los que surgen de la enfebrecida imaginación de los pesimistas, esa gente que olfatea la desgracia que acecha tras cada esquina. Ese alabado hombre precavido que vale por dos no es más que un pesimista con una sonrisa. Y hablamos de pesimistas por ponerles un nombre porque estos, en puridad, no existen. En realidad, pesimista es el baldón que los optimistas han impuesto para designar a la gente normal y corriente. Esa gente que ahorra, usa condón y sale por la noche con una rebequita. Los optimistas, por el contrario, planean mal porque ansían el triunfo. No hay nada peor que un optimista porque esa gente suele, además de hacerse una representación inadecuada de la realidad, tener ciertas características deletéreas.

Así, esos tipos suelen ser expansivos y comunicativos, algo que en muchas ocasiones transmite al observador poco avisado la falsa sensación de que tienen capacidad de control. Hablar mucho de las cosas, a los humanos, que estamos quizá demasiado encefalizados, nos produce sensación de dominarlas. Les ponemos nombres, a las cosas, y creemos que las cambiamos con adjetivos y complementos y damos por hecho que se van a mover en la dirección y a la velocidad del verbo. Nada más lejos de la realidad. Hablar es como el agua, imprescindible para la vida, pero si hay mucha en el ambiente condensa en una niebla que impide la visión.

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