Moncho se acoda en la barra mientras el camión de las bombonas queda en doble fila con los intermitentes haciendo guiños a las mozas que pasan. Impide que pase el bus pero él relajado, que tiene un cuñado que es guardia o algo así. El Agente Naranja le dicen, y así de peligroso quiere ser. Sabe de futbol, de baloncesto, de lo que sea y lo que le eches. Incluso de política y asuntos del corazón. Cuando habla de su mujer siempre dice “mi actual pareja”, como los periodistas del rosa, poniendo una mueca que pretende dar a entender que, como el capitán inglés, tiene un amor en cada puerta. Lleva desde los dieciocho casado con una compañera del colegio y no se le sabe desliz, pero le encanta darse esos aires de macho, y a su santa que lo haga. Lo cierto es que se le reduce inexorablemente la clientela con lo del gas ciudad y para la bombona sólo van quedando viejas con gato en pisos altos sin ascensor. Viejas que, a su vez, se le van muriendo porque es ley de vida. La crisis, eso sí, disparó la venta de catalíticas, lo que le ha dado un respiro al negocio; pero esas parejas jóvenes con niño que mueven la estufa de la sala al dormitorio suelen estar tristes. Ya sabéis lo que cuentan de la pobreza, el amor y las ventanas, interroga retóricamente a la parroquia. La tristeza, aclara Moncho para despistados y emigrantes mientras pide otro solisombra, quita mucho las ganas de follar y no te digo las de dar propina. Esto último lo dice mientras mira fijo y sonríe pícaro a la camarera y lo remacha dando una palmada con el euro sesenta en la barra, haciendo que suene fuerte y dejando allí plantada su mano grande y tosca de butanero, creando un momento molesto que él cree cargado de tensión sexual. ¿Hay debajo la cantidad exacta o le deja propina a la camarera, esa enésima muchacha anónima con contrato temporal? Suena el claxon del 17 y Moncho sale rápido pero no apresurado, despidiéndose con un gesto y dos euros en la barra.