Hay lugares comunes que no se explica uno de dónde salen, como, por ejemplo, lo de las ostras. Más aún, la manía de asociarlas con el champán. Personalmente opino que la presencia de ostras en la misma habitación que el champán le quita a éste gran parte de su atractivo, si no todo. Es decir, me sitúo en el polo opuesto a la corriente del gusto dominante. Esto no pasa de ser una opinión personal como otras muchas, también absurdas, que sostengo; que el salmón ahumado te deja los dedos oliendo a coño de sirena o que el Lagavulin huele a sentina y sabe a naufragio. Al respecto de las ostras hay, no obstante, razones que me he callado con las que sustento y apuntalo esta opinión, que concedo parece extrema porque en realidad lo es. Durante años la he guardado para mí porque no encontraba ventaja alguna al hecho de hacerla pública. Al fin y al cabo, igualando la sabiduría popular las opiniones al trasero, ir expresándolas por ahí no es más que pasearse enseñando el culo.
Una es el aspecto de las ostras, que resulta desagradable, puesto que parecen piedras y no cualquier piedra. Es inevitable la comparación de su color ceniciento, grisáceo y ocasionalmente verduzco, con el de esos viejos sepulcros que pueblan esquinas sombrías en camposantos descuidados. Abrir ostras es una suerte de profanación de sepulturas. El convencimiento de que esa funeraria tristeza exterior no es casualidad lo confirmo al examinar su actitud ante los problemas. La ostra, una suerte de Roomba del mar, siempre filtrando porquerías, cuando no es capaz de expulsar una simple molestia reacciona como un poeta romántico de provincias, empeñándose en convertir un contratiempo en belleza. Ambos se obstinan en nacarar una tontería, sea ésta una un arenita o un secreto amor adolescente, y convertirla en perla o poemario. Esta tristeza evidente de las ostras, húmeda y llorona, hace que me resulte imposible entender a aquellos que se regocijan con la idea de comerlas.
Otra es el supuesto parecido a un coño, con todos los elementos anatómicos femeninos, que sería la causa de una extraña fascinación que recorre la literatura y se ha convertido ya en lugar común. Creo que quien en este lejano parecido percibe erotismo es un enfermo. Ver coños en las cosas, esa pareidolia genital, no es infrecuente ni patológico. De hecho el test de Rorschach, en mi humilde opinión, no es más que una suerte de colección Panini de coños. Ver en ellos otra cosa denotaría algún tipo de subterránea vesania. No obstante, verlos en según qué cosas, es insania. Verlos en las orquídeas, barrocas y coloridas, celebración de la vida, no es lo mismo, por mucho que me lo razonen, que hacerlo en las ostras. Podría uno encontrarse paseando por un invernadero y, cerrando los ojos, imaginar por un instante ser un sultán en su harem. Esto, en un embarrado estuario de agua estancada, mirando piedras tristes colgando de postes carcomidos, resulta cuasi imposible.
Algo que con el tiempo he advertido es que en el asco siempre interviene la temperatura, como bien sabrá quien se haya sentado en un wáter y, en lugar del esperado frío sepulcral de la blanca loza, lo haya encontrado templado por efecto las nalgas de un anterior usuario. Un escalofrío recorre el espinazo, se empotra en la base del cráneo para descender luego por el esófago hasta la boca estómago. La causa de tanta subida y bajada, de esa abrumadora sensación física, no es otra que la inadecuada temperatura. Es de buen tono traer en auxilio de opiniones rarunas alguna cita clásica, que exima de más explicaciones y permita, en su caso, hacerse pasar por simple mensajero. Así diré que de ese asco por lo térmicamente inadecuado habla ya el Apocalipsis (3, 15-16) diciendo, tonante y concluyente: “¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.“ Es de destacar que se trata del libro del Apocalipsis, y no otro, el que encierra esta cita, dejando las posibles derivaciones a la discreción del lector.
El asco, digo, es cosa muy de temperatura. Así, mutatis mutandis, lo mismo con las ostras, antonomasia de lo gélido que supuestamente han de recordar a lo caliente, empresa imposible. Si aquellas han de ser trasunto de éstos, lo son de muertas, cosa que habrá quien, con alma de necrófilo, sea capaz de gozar. Que tales gustos, en los que lo erótico forense se solapa con lo gastronómico, se hayan generalizado es prueba de ese vacío existencial que Cioran rellenaba rumiando el suicidio y la mayoría de los mortales colmamos con soplapolleces. Vale.