La parentela, como todas las grandes obras de la humanidad, para ser apreciada necesita perspectiva y ello sólo se logra con algo de distancia. La parentela insiste en la cercanía en momentos como los navideños y hay años en los que siente uno que la perspectiva de la reunión con cuñados y cuñadas, con sobrinos y sobrinas, le espesa la sangre. La sangre, como todos sabemos, se enfría y espesa en los órganos del cuerpo, como el cerebro, y se calienta en el corazón. Al menos eso era lo que decían los médicos griegos. Una retirada a tiempo puede ser, de hecho suele serlo, un movimiento inteligente si la idea es reagruparse para contraatacar. Con una idea poco clara pero parecida rondando en la cabeza eso que los antropólogos han dado en llamar la familia nuclear cogimos un vuelo y nos largamos a Grecia a contratiempo, cuando no hay turistas y se suponía que los nativos estarían en sus casas con sus respectivas familias amplias. Conscientes de que era un movimiento arriesgado confiábamos en que siempre hay quien dobla la contra en el jaleo de un mundo de palmas encontrás. Hace años vi una entrevista a un individuo que, afirmaba, compraba de inmediato billetes a todos los destinos en los cuales acababa de producirse un atentado terrorista grave: precios baratos, completa disponibilidad de servicios, más seguridad que nunca, atención exquisita. Además leí en el blog que Holmess estaba haciendo lo mismo en Israel. Otro offbeat pero en la banda contraria del Mediterráneo, en la zona peligrosa.
CANTO PRIMERO – El Viaje
Los viajes en este siglo suelen comenzar con un anticlímax, arando al dilúculo en bustrofedon el enlosado yermo de una terminal a la mortecina luz de unos fluorescentes. Le hacen caminar a uno arrastrando un carrito como el buey manso de Odiseo cuando éste se hacía el loco para no ir a la guerra, en nuestro caso huyendo de una posible guerra. Caminas a izquierda y derecha en los surcos que con cintas ha establecido el servicio de seguridad, de derecha a izquierda después y luego otra vez de izquierda a derecha. Supone esto dar doscientos pasos para lo que podrían ser diez, a lo que se suma de inmediato la respetuosa vejación del registro y cacheo, como las novias tristes que al amanecer acuden al visavis mensual en esas prisiones grises que, como los aeropuertos, siempre construyen en un descampado. En estos casos siempre tengo la sensación de que por una tontería, una pasta de dientes sospechosa, un cortaúñas olvidado en un bolsillo lateral, acabaré atrapado en un aeropuerto como Sofía Loren en el de La Guardia abrazada a una mortadela. Ante lo inevitable sólo queda acudir a la cristiana resignación y, en su caso, ofrecer el sufrimiento al señor como expiación de los pecados. Empezar tan mal tiene la contrapartida de que lo que venga siempre será mejor. Amén.
CANTO SEGUNDO- Las sirenas
Durante el vuelo repaso los caracteres griegos y las posibles transliteraciones, porque uno siempre ha sido de preparar los exámenes el día antes cuando no en el cambio de clase. Las letras raras que usan los griegos producen intensa desazón porque luego los sonidos son idénticos a los que usamos en el castellano, como que las unas no se corresponden con los otros. Al oír el griego siente uno que debería entender lo que le dicen porque reconoce perfectamente las sílabas, claras, castellanas, vallisoletanas incluso, pero en realidad hablan como Ozores cuando hacía la gracieta. Se siente uno afásico, convaleciente de un ictus cultural. Hace muchos años, cuando viajé de Interrail en el siglo pasado, amanecí con una leve resaca en un albergue cutre en Roma. Me despertaron las voces entre el ocupante de la litera de arriba y el de la colindante de la que me separaban escasos treinta centímetros. Dos tipos charlaban animadamente en lo que parecía un perfecto castellano pero mientras salía lentamente de la modorra puse atención para ver qué decían fui incapaz de entender nada en absoluto. Al levantarme inquieto y mirarlos con susto vi que uno tenía a los pies de la cama una toalla con la bandera de Grecia, que podría haber confundido perfectamente con la del Depor, pero que de tan alerta que estaba reconocí de inmediato. Quizá eso es lo que le pasó a Ulises con las sirenas, que le hablaban con dulces voces humanas en una lengua de sonidos próximos pero incomprensibles, sirenas castellanas. El intenso repaso, debidamente atado al asiento, me permite transliterar rápidamente el primer cartelito en la terminal y leer “exodos”, así que todo en orden. Unas horas después repite uno la operación con el que cuelga de la puerta de una tienda en Kolonaki y lee “orarios litúrgicos” y sabe que pese a todo está en casa y que las sirenas, por esta vez, aunque intentaran enloquecernos, no lo iban a conseguir.
CANTO TERCERO – La polis
Atenas produce la sensación de que aún es de los atenienses y no del Ayuntamiento. La civilización, nos dicen e insisten, consiste en rayas en el suelo, movimientos ordenados, aparcamientos regulados, horarios preestablecidos y la sensación constante de ser guiado por la mano invisible del poder municipal. Lo público es del estado que graciosamente lo presta para lo que le parece correcto y no más. Las calles están cada vez más llenas de regulaciones que no son más que cintas invisibles como las del aeropuerto que te hacen vagar manso de izquierda a derecha, parar aquí y seguir allá. En Atenas la calle, lo público, es aún del ciudadano y por ello levemente desordenada, ocupada y vivida por ávidos mercaderes, bulliciosos ciudadanos y transeúntes desorientados. Las terrazas de los restaurantes invaden, los coches van en dirección contraria si conviene y los comercios tienen a su frente, en la acera, cajas atornilladas al pavimento como aquí los limpiabotas hasta no hace tanto. Los tenderos adornan las calles estrechas con luces y guirnaldas amarradas a fachadas propias y ajenas, a postes de la luz y a las escasas señales de tráfico. Los vecinos instalan en rincones al tuntún cientos de comederos para los miles de gatos que pululan por solares vacíos y callejuelas abigarradas. Sin duda Atenas es, todavía, de los atenienses y no del ayuntamiento. Los atenienses caminan despacio, charlando, y comen con calma pero bulliciosos en locales hacinados donde las mesas están a diez centímetros unas de otras, como la que le ponen a Ray Liotta en el club en “Uno de los nuestros”. La interacción viene casi obligada y la carta la puedes sustituir por una mirada a la mesa de los vecinos. Alargan la comida y la cena y suenan cítaras y cantan mocitas vestales y abuelos abrazan a nietos. Es Navidad.
CANTO CUARTO – Ciudadanos y metecos
La disminución de turistas en esos días hace que uno tropiece más con ellos, con los atenienses. Familias de tres hijos, camareros relajados, monumentos solitarios y restaurantes llenos. Se agolpan en mercadillos callejeros de parafernalia navideña, de libros de lance, de muebles usados y ropa vieja que ocupan aceras y plazas. Estos mercados son al comercio lo que la casquería a la alimentación, restos despreciados en los que quien entiende encuentra el ingrediente sabroso. Se me antojó una Odisea, a ser posible vieja y en griego porque qué otra cosa comprar en una librería de lance en Grecia, pero fue imposible. De eso los cabrones no se deshacen. Me fui con un ejemplar de “El Extranjero”, ΣΗΜΕΡΑ ΠΕΘΑΝΕ Η ΜΑΜΑ. ΜΠΟΡΕΙ ΚΑΙ ΧΘΕΣ, ΔΕΝ ΞΕΡΩ, mamá murió hoy, tal vez ayer, no sé, porque me pareció apropiado. El tipo, un amabilísimo librero de viejo en la mediana edad, visto mi interés no satisfecho revolvió en la trastienda y salió con un ejemplar de regalo que agradecí como procede en oriente, con gran alharaca, moviendo las manos y la cabeza y con un absurdo mix de griego urgente de turista, torpe ingles comercial y castellano como opción a la que caer por defecto. Más tarde, no sin esfuerzo, llegué a traducir el título, dos ensayos de un tal Volanaki llamados “El arte como fenómeno social” y “El socialismo democrático como ‹‹tesis››”. Tiene ciento treinta y cinco páginas y las últimas cuarenta y cinco son citas de críticas laudatorias recibidas por el autor por sus anteriores trabajos. No es como que te estafen en un restaurante o que el taxi te dé un paseo de cincuenta euros para ir a la calle de al lado, pero es un poco cachondearse del extranjero, o xenos, deporte mediterráneo desde los fenicios. Timeo danaos et dona ferentes. Para desengrasar de tanta intersección político cultural, en el aeropuerto, el día de la vuelta, me compré una novelita de vaqueros, “O ΑΝΘΡΩΠΟΣ ΠΟΥ ΔΕΝ ΠΕΘΑΙΝΕ”, quizá “El Hombre que no murió”.
CANTO QUINTO – Los dioses
Una mañana de Navidad en Glasgow, en otra huida anterior, salí a comprar pan fresco y vino a la convenience de un sij, única tienda abierta en tan señalada data, y mientras volvía por la acera desierta escuché un repique de campanas. Acabé a la puerta de una iglesia en Great Western Road que resultó ser la catedral de la iglesia episcopaliana escocesa charlando con Gregory, obispo de Glasgow. Gregory iba vestido de tuno, con zapato de hebilla grande, calcetín blanco, bombacho de terciopelo, chaleco y capa amplia hasta el tobillo. Gregory se había maquillado y llevaba un micrófono finito de esos de color carne que se sujetan a la oreja, como el de la Pedroche dando las campanadas. Gregory, un tipo abierto y encantador, esperaba y saludaba a los fieles a la puerta de su iglesia en una luminosa mañana según los parámetros escoceses y me invitó a entrar a la misa de Navidad y compartir con ellos la ceremonia. Llegaban familias muy arregladas con niños y niñas vestidas de domingo y yo, que me veía muy escocés al salir de casa con un encerado Belstaff y una gorra de Peaky Blinder, de pronto me encontré un poco de trapillo, con mi bolsa de plástico llena de pan bimbo y vino australiano. Nada más entrar me ofrecieron té y galletas y una hoja parroquial que planteaba en letras grandes la pregunta ¿Se puede dar de mamar en la iglesia? Respondía un rotundo sí ofreciendo un argumento demoledor: tenemos la iglesia llena de óleos de la Virgen María dando de mamar, seríamos hipócritas si lo prohibiéramos. Siguiendo el antecedente la mañana de Navidad nos plantamos a las seis y media la hija mayor y yo a la puerta de la “Ieros Naos Koimiseos Panagia Cryssopolitissa”, lo que vendría a ser la Santa Iglesia de la Asunción de la Virgen de la Cueva Dorada. O algo así. Más o menos. Nadie lo tome por correcto sin ulterior investigación. Los griegos en sus templos ortodoxos manifiestan el típico horror vacui oriental y donde no hay un santo pintado, porque ya no cabe, pintan estrellas doradas. A esas horas intempestivas antes del alba estaba ya todo lleno y la amplia nave se iluminaba sólo con unas velitas estrechas, largas y amarillas como los grisines que los fieles pinchan en unos grandes cubos de latón llenos de lo que en la oscuridad parecía arena de gato. A izquierda y derecha del retablo, tres a cada lado, unos tipos barbudos que pensamos eran los sacerdotes salmodiaban incansables pasándose de uno a otro la voz cantante en un ambiente cargado de incienso pero extrañamente relajado. Los fieles entran y salen, se sientan y se levantan, se persignan, se acercan a un icono y lo besan, cada uno va a su aire; no daba en absoluto la impresión de que hubiese unas instrucciones que seguir, a lo sumo alguna prohibición. A la media hora o así se encendieron unas luces eléctricas y nos vimos un poco más las caras y de resultas un sacristán se acercó a decirle a mi hija que estaba en zona de hombres, que tenía que cambiar de banco. Efectivamente, y con las luces lo comprobamos, mantienen la segregación por sexos y a la izquierda las mujeres y los niños y a la derecha los hombres. Con la llegada de la luz advertí también con sorpresa que mi compañero de banco era sosías de Trooper. Su altura, su nariz, sus ojos claros, su mentón, su pelo entrecano y su relajada elegancia enjuta. Llevaba zapatos de charol, levita negra hasta la rodilla con cuello mao perfectamente abotonada y le sobresalía un cuello blanquísimo y almidonado de pajarita. Me faltó nada para darle un abrazo. Al rato apareció el sacerdote, un hombre canijo que recordaba a Jordi Pujol revestido con todas las dignidades del cargo: sotana, estola y gorro profusamente bordados en oro. Oficiaba detrás del retablo y sólo se podía entrever el altar por los huecos de unas puertecitas. Como James Stewart en “La Ventana Indiscreta” sólo alcanzábamos a ver fragmentos de la actividad incesante, aunque algo enlentecida quizá por la edad, de aquel siervo de Dios. Como el horror vacui se extendía a aquel su recinto privado por momentos daba la impresión de estar fisgando a un afectado del síndrome de Diógenes trastear con sus cositas. Mientras, seguían constantes las letanías de los diáconos, hipodiáconos y lectores, vaya usted a saber el cargo exacto, pero ya con otra cadencia más solemne. Trooper, a quien yo miraba de reojo cada poco porque no terminaba de creer que no fuera él, no apartó la mirada ni un solo instante de aquel tráfago y se levantaba y persignaba cada diez minutos o así en salvas de tres, como nos manda Dios los estornudos. Por dos veces salió el sacerdote por la puertecita de la izquierda precedido por un séquito de dos monaguillos llevando velas y cruces de oro y seguido por cuatro acólitos con alba y estola portadores de otros símbolos que ya no recuerdo, para darse una vuelta por los pasillos de la iglesia. El sacerdote la primera vez mostraba un libro, se supone que la Biblia, con cubiertas metálicas de oro y pedrería. La segunda un cáliz y una patena cubiertos ambos con paños de terciopelo profusamente bordados. Llevábamos así en este ambiente relajado, canturreante y meditabundo casi dos horas cuando mi hija desde el gineceo me hizo una seña y me explicó por lo bajinis que había mirado en la Wikipedia que la liturgia original duraba seis horas y que, incluso en estos tiempos modernos, la reducida para fiestas quizá se alargase hasta tres. De consuno y de inmediato decidimos que como muestra iban ya varios botones y, despidiéndonos del acomodador que la había echado de mi lado y ahora guardaba la puerta, nos fuimos a desayunar.
CANTO SEXTO.- Los Templos
La Acrópolis es parada obligada y verla sin gente luce mucho. Puede uno ser curioso y demorarse sin que le molesten demasiado, exactamente lo que se espera de una visita a esos sitios. Están reconstruyéndola pero se ve que con calma y quizá incluso con cuidado. El blanco de los mármoles le da un falso aspecto minimalista a lo que imagina uno que debió ser colorido y abigarrado como un pueblo mejicano. Un poco como las casas de Álvaro Siza, que dan la impresión de que acabado el trabajo de los escayolistas el promotor quedó sin presupuesto para que entraran los pintores y amueblarla. Yo creo que las ruinas tienen un poder evocador mucho mayor que los edificios bien conservados. Y es por esto más fácil imaginar allí a a púberes canéforas ofrendado acanto o al mismísimo Aristóteles sentado en una piedra, viejo y agotado por la pronunciada subida, que a Luis XIV paseando con María Antonieta por los pasillos de Versalles. El pasado y la imaginación de su recuerdo están más vivas en la descomposición y en los restos que en aquello que conservamos en formol, intacto pero inerte. Bajando de la Acrópolis en la calle Tripodón está la Linterna de Lisícrates. Los ricos atenienses estaban obligados a actuar como coregos, se supone que por turno, lo que vendría a ser un concejal de fiestas pero pagando ellos todos los gastos de los festejos, los juegos y el teatro. A los ganadores les levantaban monumentos por esa calle y la linterna la erigió el tal Lisícrates, dicen, en honor a un coro de hombres vencedor en un año que leí pero no recuerdo. Esta costumbre un poco antigua y un poco bárbara sigue extrañamente vigente, al menos en Lugo. Paseando el Tripodón me acordé de Jaime Veiga natural de Lampazas, al lado de Samos, en pleno camino de Santiago. Veiga hizo dinero en Barcelona con bares y restaurantes y ahora paga las fiestas del pueblo todos los años, como Lisícrates hizo en su día. Lampazas tiene tres casas y diez vecinos y en las fiestas actuaron todos los artistas que le gustan a su madre: Norma Duval, Juan Pardo, Los del Río, David Civera y la lista sigue. Los trailers de las orquestas apenas consiguen llegar. Por ahora el corego Veiga de Lampazas no ha construido monumento alguno pero, de mediar provocación, podría llevarles el agua corriente en cualquier momento. A quien ha hecho el Camino le ha ocurrido que por una casualidad limitada se cruza con las mismas personas en las paradas y desvíos que va haciendo, hasta que tan misteriosamente como aparecían dejan de hacerlo y, por un instante, se las echa en falta. Así con una pareja de japoneses, igualmente turistas de temporadabaja, que se nos cruzaron en la Acrópolis, donde el monumento del corego, viendo a los evzones en el cambio de la guardia y paseando a la deriva por el museo. En el templo de Zeus, por algún motivo inexplicable, resultaban encantadores cogidos de la mano. Me parecieron misteriosos quizá porque uno a los orientales no les adivina la intención. Recordaban a la pareja de “Mistery Train”, la película de Jarmusch. Aquellos japoneses acarreaban una maleta por Memphis buscando los lugares de Elvis, aquí compró la guitarra, allí grabó el primer single, como primera parada en su peregrinación a Graceland. Estos vestían igualmente disfrazados y recorrían Atenas quizá buscando lo que todos los turistas pero con intenciones que me gusta imaginar distintas. Ella iba con trenzas, falda corta de colegiala, plumífero amarillo, un gorrito de lana con orejas de gato y llevaba a la espalda una mochila de Pikachu o un muñeco similar pero distinto. No me agobio por este mi desconocimiento porque con seguridad ellos, a la recíproca, tampoco distinguirían una Inmaculada de una Verónica. Él a su vez llevaba un abrigo de cuero muy rígido color topo que le llegaba hasta los pies y con los cuellos muy altos. Se adornaba además con un tupé extraordinario, fascinante. Caminaban de la mano, mirando curiosos y pese a recorrer varios templos sólo los vi hacerse una foto ante el cartel de una hamburguesería. Me pregunto si habrán encontrado su Graceland.
CANTO SÉPTIMO.- La Isla
Desde el avión se advierte perfectamente lo que mirando el mapa se intuye, que Grecia tiene la geografía de un embalse, el hermoso resultado de una inundación hidroeléctrica franquista. Escarpaduras serpenteantes y quebradas hasta el agua mansa, casi empantanada, del Egeo. Por rematar el asunto nos fuimos a una isla, que yo prefería hubiese sido Lafkada, porque siempre me ha fascinado Lafcadio Hearns, nacido allí. El tipo, hijo de una griega con problemas psiquiátricos y un oficial británico, fue despachado a Irlanda a casa de una abuela sólo para ser enviado por ésta a los USA con billete de ida, sin dinero y sólo una carta de presentación a un pariente lejano. Allí empezó a escribir con estilo y éxito y luego de escandalizar casando con una negra la dejó y se fue a Japón, donde se casó con una japonesa y murió perfectamente integrado traduciendo poesía vestido con un kimono. No pudo ser y nos fuimos a Corfú, para los griegos Kerkyra, que es una isla preciosa. Corfú fue posesión del Dux que la perdió a manos de los franceses cuando, agotada y muelle, la Serenísima se rindió al emperador por temor a que bombardeara y destruyera Venecia. Entregarse así, sin manifestar el mínimo ánimo de luchar por existir, es sinónimo de desaparición. Los corfiotas debieron de asumir bien el cambio porque la isla sigue llena de escudos con leones y nombres de calles y plazas que recuerdan el pasado veneciano y, al tiempo, el nombre más común para un hombre sigue siendo Napoleón. Estar lejos matiza mucho los acontecimientos y les quita hierro. Más tarde, cuando Wellington y lo de Waterloo, pasó a ser posesión inglesa, lo que se advierte también en muchos detalles, no sólo en la colonización de la familia Durrell, que la hicieron escenario de, casi, todas sus novelas. Finalmente fue entregada a Grecia en el 1864. Antes, mucho antes de eso, allí recaló buscando refugio Ulises, cuando la isla se llamaba Esqueria y la habitaban los feacios. Dicen que recaló en la playa de Paleokastritsa, que en realidad son tres separadas por un promontorio en cuya cúspide alguien construyó un monasterio. Por allí estuvo también Don Miguel de Cervantes, embarcado en la flota española, amarrada en puerto varios meses porque andaba siempre a la busca de las galeras del moro este les daba esquinazo de isla en isla rehuyendo cobardemente el combate. Corfú es muy montañosa en el norte y conduciendo tiene uno la sensación de estar todo el tiempo entrando o saliendo de un garaje, con pendientes que no cumplen las normas ISO y curvas de 350 grados. Pese a todo o quizá por eso es una gozada recorrer sus carreteras estrechas bien acompañado, un poco sin rumbo, con la ventanilla bajada, el codo fuera y haciendo sonar bien alto el “Ruby, my love” de Cat Stevens, ahora conocido como Yusuf. Ruby, my love. You’ll be my love. You’ll be my sky above. Who’ll be my light? You’ll be my light. Los viajeros ingleses del XVIII, pese a dárselas de descubridores, sabían perfectamente que los sitios sólo se conocen bien si uno tiene un guía local y si puede ser también un sherpa porteador. Eso nosotros ya lo sabíamos porque tal cosa fue lo que hicieron antes Cortés y Pizarro nada más llegar a las Indias, confraternizar con los locales. A falta de personal voluntario y sin presupuesto para un profesional, en una isla sin visitantes salvo nosotros pero poblada de feacios acogedores, vas preguntando y te dirigen a los lugares adecuados, que al final siempre son dónde comer bien lo que da la tierra. Puede afirmarse que si en Grecia se come bien a cualquier hora del día o de la noche en Kerkyra, esa isla del extrarradio helénico que mira a Albania, se come aún mejor.
CANTO OCTAVO.- Vuelta a casa
La única razón para viajar, para irse, es volver a casa, y lo hicimos con la sangre caliente, bien pasada por el corazón y convenientemente reagrupados.