Licorice Pizza sin duda es la mejor película del año que acaba de empezar y es posible que de la década que está empezando. Paul Thomas-Anderson nos cuenta una historia preciosa sobre el sentido de la vida tomando como personaje a un adolescente, igual que antes lo hizo Sorrentino con La Grande Bellezza usando a un anciano. Alana Kane y Gary Valentine (Alana Haim y Cooper Hoffman, hijo de Phillip Seymour Hoffman) son los protagonistas de una historia que en apariencia no consiste más que en dos horas y pico de anécdotas un tanto disparatadas e inconexas en la ciudad de Los Ángeles en el ’73. El amor de un chaval de 14 por una moza de 25. Un amor adolescente, dicen las críticas, que alaban a los actores, la fotografía, el vestuario, la ambientación y demás detalles técnicos. Todo el elenco está muy bien y todo lo anterior es cierto, con el añadido de que los Kane, Alana, sus dos hermanas, su padre y su madre, lo son en la realidad y que los niños de la pandilla que acompaña a Gary son los hijos del director y además su esposa tiene un papel secundario.
Si hay que ver Licorice Pizza hay que hacerlo como el exacto reverso de Peter Pan. Barrie, en el inicio de la novela, escribe que un día, con dos años, jugando en el jardín la madre de Wendy le dijo: “–¡Oh, por qué no podrás quedarte así para siempre!” Desde ese día, dice el escocés, Wendy supo que tenía que crecer, que los dos años son el principio del fin. Wendy crece y se junta con Peter que se niega a hacerlo y viaja libre con unos niños perdidos y con Campanilla que es la suerte que lo salva, esa estrella que tienen los niños. En Licorice Pizza Anderson lo invierte todo y Peter/Gary es un chaval de 14, prematura estrella de cine, gordo, sudoroso cuando no grasiento, plagado de granos, de caderas y culo ancho y cuasi femenino, sonriente siempre, positivo y proactivo. Gary Valentine es el antihéroe sonriente de nuestra época triste plagada de ofendidos; un chaval de 14 que trabaja, cuida a su hermano pequeño, tiene empleada como su representante a su madre, se cuela en los bares de adultos en los que se reúne la industria, da propinas a los camareros y bebe cocacolas. Gary lo tiene todo para ser visto como el auténtico antihéroe, el adolescente repelente en un mundo poblado de Peter Panes querulantes, que en la película son todos y cada uno de los adultos que le van dado la réplica. Una anciana hace en escena de madre de niños de seis años y se comporta caprichosamente; el dueño de un restaurante oriental habla inglés con un absurdo acento japonés; un viejo actor en decadencia intentga ligar repitiendo diálogos de películas de serie B de los años 40; un director de cine igualmente obsoleto vestido de uniforme de colegio inglés, como un Angus Young californiano; un productor de cine sexualmente hiperactivo y completamente ridículo; un político gay que no se asume como tal y mantiene su relación en secreto. En definitiva, los adultos son sólo ejemplos de lo que es ser un inmaduro, adolescentes que deberían abandonar manierismos, hedonismos, imitaciones y asumir su edad y sus circunstancias.
Gary, gordo, ridículo, físicamente deforme en esa terrible fase que pasa el cuerpo en la dura transición de niño a adulto, no sólo asume con dignidad y sin lamentaciones el fin de su carrera como estrella infantil sino que se lanza al mundo de los negocios asumiendo todo lo moderno que viene: vende camas de agua primero y explota locales de máquinas de pinball. Mientras, arrastra tras de si a su hermano menor y los amigos de éste, cuidándolos e involucrándolos en toda esa actividad un poco frenética, en todos sus negocios. Al tiempo corteja de cerca y de lejos a Alana a la cual, además, da empleo. Ella se acerca y se aleja porque está en el límite de edad en el que ya podría ser considerada una adulta y por tanto enferma de inmadurez irrecuperable, condenada a ser ya para siempre un ser disfuncional, viviendo en un estadío infantil de hedonismo a corto plazo, falta de compromiso con los demás y en el fondo consigo misma.
La película, creo yo que al contrario de lo que todos dicen, no va de un amor adolescente sino de cómo Alana va descubriendo el amor adulto, cómo aprende a ser adulta. Alana hace el camino contrario al de Wendy, demasiado responsable para su edad, que aprendía a ser una niña. Gary por el contrario es capaz de amar y comprometerse sin perder la capacidad de emocionarse, de sorprenderse o de reír. Cyril Connolly dejó escrito en su ensayo El sepulcro sin sosiego que “El objeto del Amar es librarse del Amor. Y ello se consigue a través de una serie de amores infortunados o, sin un estertor, a través de un amor feliz.” Alana se perdía por el camino de los muchos amores desgraciados, que lo son siempre por falta de compromiso, mientras Gary sabe desde siempre, quizá desde los dos años, que hay que amar conscientemente, que hay que querer y ocuparse de los demás: de su hermano, de los amigos de su hermano, de su madre, de Alana.
Aunque toda la película es una delicia hay varias escenas que son puntos de inflexión, además de la inicial en la que Gary se ve en un espejo en un baño e inmediatamente se vuelve a ver en un espejo que sostiene Alana. En un maravilloso plano secuencia Gary se ve primero a sí mismo y de inmediato se ve en el otro, en los ojos una Alana que camina por el patio del instituto mientras a su paso se van encendiendo los aspersores. Si cómo nos vemos es importante lo es más el reflejo que nos devuelven los que nos aman. En su primera cita Alana le dice a Gary que él en unos años será rico y ella seguirá sin haber cambiado de trabajo, en una exposición inicial del poco control que siente que tiene sobre su vida. En otra escena Alana, seducida por Sean Penn, se cae de la moto en la que él se aleja en la noche, rugiendo con las luces encendidas, sin ser siquiera consciente de que ella se ha caído y se cruza con Gary que corre a auxiliarla. Más adelante, tras una noche absurda en la que arruinan la casa de Bárbara Streisand, Alana es acosada por un productor erotómano al que destrozan su Ferrari tras lo cual se quedan tirados sin gasolina. Alana, al amanecer, decide que su vida es un desastre y en un ejercicio de autodistracción muy de actualidad se involucra en la política para mejorar el mundo en lugar de intentar tomar las riendas de su vida. La escena de la epifanía es aquella en la que advierte la importancia del amor y del compromiso y de cuidar a quien amas al verse envuelta en la hipocresía de su jefe, el gay candidato a la alcaldía que hace infeliz a su novio negándolo en público.
Paul Thomas Anderson está en peligro de ser cancelado por el chiste racista del dueño del restaurante que habla con ridículo acento japonés, algo que ya está ocurriendo con Desayuno en Tiffany’s por idéntica razón. El personaje oriental de Mickey Rooney va a ser borrado de la cinta. Y con certeza será cancelado, y para siempre, si se advierte por la crítica que con Licorice Pizza ha puesto imágenes al libro de Jordan Peterson, esos doce mandamientos de la post-post-modernidad para los hombres jóvenes del siglo XXI. Que la vida es dura pero vale la pena y sólo cobra pleno sentido si asumimos las responsabilidades que nos tocan, buscamos a quien amar, nos comprometemos con esa persona y la cuidamos; que el sacrificio de amar compensa porque orienta y da sentido a la vida.
Que nadie les engañe, Licorice Pizza no es una película sobre un amor adolescente, es una película sobre el amor adulto, sobre el verdadero sentido de la vida.