EL HIATO – Trece

Sacks, el inefable Oliver, cuenta en una de esas historias clínicas con las que llenaba libros que son como cordiales bestiarios medievales, llenas de monstruos maravillosos encerrados en territorios inaccesibles, la algarabía en la sala de los afásicos que se descojonaban con un discurso de Ronald Reagan. Los afásicos sobrecompensan, según recuerdo de aquella lejana lectura, y la incapacidad de entender las palabras la suplen con minuciosa atención a los detalles del discurso. La expresión facial, gestual, el tono, la entonación, los énfasis en la voz y el ademán. Es así que en muchas ocasiones casi, casi, entienden el mensaje sin entender el lenguaje. Supongo que la comprensión de los bebés y los perros va por ahí.


Los afásicos de Sacks se descojonaban de Reagan porque advertían la falsedad, la mentira en el discurso. Las palabras que no entendían más que parcialmente no se correspondían con las expresiones colaterales, las que a nosotros nos pasan desapercibidas pero ellos pillaban perfectamente. El presidente mentía como un perro.


Sánchez, el Sánchez Presidente, sale a la palestra, Aló, Presidente y yo, algo afásico quizá, veo a un tipo que pronuncia palabras con seguridades y acciones decididas pero poniendo cara dar pena. Pone la cara del gato de Shrek cuando lo han pillado en falta. Miro en internet y advierto que la historia de Sacks se ha convertido en un pequeño subgénero periodístico. Hay artículos sobre qué opinan los afásicos del discurso de Clinton en el asunto Lewinski, de los Bush y, si buscásemos a conciencia, seguramente de la opinión del colectivo respecto de alguna intervención del Gobernador de Nebraska. Los periodistas se abalanzan sobre la verdad como los poetas sobre las metáforas: sin pudor ni precaución.

Como no conozco ningún afásico a quien consultar me tengo que conformar con la porción que pueda yo llevar en mi interior que, advierto, en el caso de Sánchez es bastante. Sánchez es mal actor y pone cara de dar pena donde debería haber un gesto de decidida preocupación. Esto es, creo yo, algo que define mucho al perverso narcisista: hacerte sentir culpable del daño que te está haciendo. Hay gente, por ejemplo esa gente, que me da alergia y no sólo mental, no sólo me pican las circunvoluciones cerebrales, sino literalmente física. Una especie rara de sinestesia o aunque quizá sea más apropiado llamarle somatización, extremo sobre el cual consultaré a Sacks que seguramente ya habló del tema. El caso es que a Sánchez lo miro y no soy capaz de escucharlo, lo que sería una especie de afasia selectiva, creo yo, tan válida a los efectos de probar mis interesados postulados como el papel tornasol la acidez. Pitigrilli, en el exergo de Dolicocefala Bionda, dejó escrito “Comprendo que se bese a un leproso, pero no admito dar la mano a un imbécil.” Por ahí van los tiros.


Pitigrilli era un poco bastante snob y Eco, que le hace un traje en “El superhombre de masas”, lo llama anarco-conservador y lo acusa de presentar como un “ejercicio de sensatez lo que no es más que un ejercicio de destrucción.” A mi me parece que ni tan mal, oiga. Esto en realidad no es más que la tesis de Marina en su “Elogio y refutación del ingenio”. El ingenio, la agudeza, el esprit, el witz, no es más que la inteligencia destruyendo, porque jugueteando no se construye. Tampoco mintiendo y ya ves tú.


El caso es que Pitigrilli, quien preguntado sobre por qué ese seudónimo contestó que le gustaba poner los puntos sobre las íes, es lectura adecuada en este momento porque, convengámoslo, además de juguetear con ingenio, titulaba cojonudamente: Dolicocefala bionda, Il pollo non si mangia con le mani, Sacrosanto diritto di fregarsene, Dizionario antiballistico, Mammiferi di lusso. A la hora de titular sólo Jardiel lo supera.


Sánchez, entretanto, a lo suyo que es, entiéndase en los dos posibles sentidos, dar pena. Arriba los corazones.