En el hiato retumban, fuera, lejos, fogonazos de idiocia perfectamente esperables cuyo eco resuena sordo entre estas cuatro paredes. Hay, por ejemplo, gente que increpa duramente desde sus balcones a quienes, a ojo de pájaro, salen de casa sin una razón poderosa. Gente que celosa del cumplimiento de la ley, muy conscientes de la importancia del confinamiento y que se sienten íntimamente llamados a jugar su pequeño papel ciudadano en esta tragedia. Gente que llega al insulto y la descalificación personal. Yo creo que todos ellos son imbéciles malintencionados pero me gustaría saber la que tendría hoy WFF que en su libro “El hombre que compró un automóvil” a uno de los personajes más impresentables nos lo presenta asomado a un balcón.
—¿Quién es Revilla? —indagué.
—Aquél que está asomado a la ventana.
—¿Uno que hace señas a alguien?
—No; es que de cuando en cuando escupe a los transeúntes. Es un misántropo.
Está España, a lo que se ve, llena de misántropos si aceptamos el criterio de Wenceslao, que era un tipo cordial que aborrecía a los adjetivos gruesos. Me gustaría saber si hoy, espectador asomado al balcón de su casa en Alberto Aguilera, mantendría la misantropía como causa de esas efusiones o estaría conmigo en que en ellos hierve un caldo espeso de imbecilidad en el que flotan La Vieja del Visillo y el Gerd Wiesser de La vida de los otros.
He advertido un detalle menor en estos días caseros: la lavadora pita cuando acaba. Esto, claro, ya lo sabía. El pitido de la lavadora, en un tono agudo y con una cadencia precisas, es un sonido que alerta y exige un preciso actuar, como el llanto de un bebé. En la vida diríamos normal, antes y esperemos que también después de esta fermata, el pitido de la lavadora, en un automatismo aprendido me impulsa a levantarme del mullido sofá en el que mato las horas en casa para proceder a tenderla. Hoy, que era lunes en horario de trabajo y ando desorientado, ha pitado la lavadora y me he levantado, automatismo aprendido, a añadir folios a la impresora. A medio camino he sido consciente de que la lavadora en casa y la impresora en el trabajo hacen exactamente el mismo sonido, agudo, chillón, perentorio, exigiendo atención. Este enlace sencillo y preciso, por la identidad del sonido, de la cadencia y la causa, nunca se había producido en la parte consciente de mi cerebro. Ha tenido que ocurrir un desastre de proporciones bíblicas, de ámbito mundial, para que, encerrado todo mi yo en casa, saliera a la luz este detalle encerrado en la parte más reptiliana de mi cerebro, para que se mezclaran dos respuestas distintas al mismo estímulo. De esto algo debería hablar el Profesor Skinner. Explicarme si esto –el mismo estímulo, distintos contextos, distintas respuestas– es un éxito del condicionamiento operante o por el contrario demuestra un fracaso que echa por tierra años de investigaciones. Pensando en los pitidos, y haciendo memoria, los sonidos de alerta de la lavadora AEG y la impresora KonikaMinolta son el mismo, a menor volumen, que los de la retroexcavadora Caterpillar 428c. Ese pitido, como apasionante digresión lo menciono, viene regulado en el Real Decreto 1215/1997, de 18 de julio, BOE 188 de 7 de agosto, Anexo I, Sección 1ª-2- g): “Los equipos de trabajo que por su movilidad o por la de las cargas que desplacen puedan suponer un riesgo, en las condiciones de uso previstas, para la seguridad de los trabajadores situados en sus proximidades, deberán ir provistos de una señalización acústica de advertencia.” El horno, por su parte, también pita cuando ha terminado de hacer las lubinas, un suponer, pero su cadencia es otra y el sonido no es un pitido, sino más bien un tintineo que advirtiendo no alerta. Su campanilleo tiene una textura mucho más alegre, sin llegar, por supuesto, al desenfadado cascabeleo de un trineo navideño. No tiene tampoco la perentoria gravedad de las furiosas campanillas de la consagración eucarística, aunque anuncien ambas la proximidad de la ingestión del alimento. Las campanillas del horno son mansas, tilín, tilín, tilín. Las campanillas del horno, tilín, tilín, tilín, suenan ingenuas y si cierras los ojos puedes imaginar perfectamente a una cocinera gorda y sonrosada, vieja y sonriente, una de esas cocineras de toda la vida en casa, sacando un besugo o unas galletas de nata. El horno al contrario que las fotocopiadoras, las lavadoras y, por supuesto, las retroexcavadoras, no tiene un sonido industrial y sintético sino, tilín, tilín, tilín, un ruidito apacible, doméstico y levemente bucólico. Arriba los corazones.