Amanece nublado, amenaza lluvia y amaga tristeza. Quizá, pienso, ya es hora de empezar a llamarle hostias al pan de la gestión y zumo de uva astutamente elaborado al vino de la comunicación. Amanece y con estos pensamientos me levanto un domingo más.
Temo a esos domingos que incluso a De Quincey le costaba soportar, sentado en su sillón, en su casa aislada, con un litro de láudano rojo en un decantador al alcance de la mano. Lo imagino de levita cayendo en el cliché. Puedo hacer el esfuerzo de zapatillas y un batín pero se me van las imágenes al retrato del Holmes de Sherlock. Mi abuela usaba dos redomas de cristal tallado y ya muy desportilladas para guardar la lejía. Manías, sin duda. Venían las botellas amarillas del colmado, les quitaba su pequeño tapón azul y las decantaba a aquellos frascos enormes, pesadísimos para un niño. Frascos que parecían más antiguos que mi abuela, que la propia casa. El láudano rojo rubí de De Quincey lo imagino así, llenando una redoma muy usada, como la que sacaba mi abuela de una alacena grande al fondo de la cocina. Un frasco pesado y transparente, de culo gordo y boca estrecha, realza lo que le metas, ya sea veneno o poción.
Echo una mirada a retratos del mancuniano de joven y de pronto su rostro se me da un aire a Alvaro Quinn; mirada inteligente, impostadamente despistado, hedonista en sus justos términos. Ambos, creo yo, diletantes, bienhumorados y de mirada compasiva; ambos con un poso de tristeza. Alvaro tiene, además, su porrón, que no es más que una redoma con picha.
Llueve ya y no habrá paseo giratorio, no habrá salida de casa con la disculpa de la salud. Cuenta el comedor de opio que un día llamó a la puerta de su aislada casa un malayo. Un malayo auténtico y verdadero, con turbante, calzones anchos, correajes y espada. Ojalá llamase, en este domingo que se viene largo y triste, un malayo a la puerta de mi casa. El tipo no hablaba inglés y el escritor no hablaba malayo pero para no quedar de ignorante frente a la servidumbre, que miraba a ambos con sorpresa y atención, le dijo en alto y con aplomo de drogadicto las cuatro palabras que conocía de árabe, pese a ser consciente de que entre Arabia y Malasia media medio mundo. El malayo soltó a su vez una parrafada en lo que supone el autor y nosotros con él que era un perfecto malayo y ambos, el señor de la casa y el visitante hicieron gestos de respeto y reconocimiento. De Quincey le dio una piedra gorda de opio y lo acompañó a la puerta, donde se la zampó de un bocado y contento y agradecido siguió su marcha.
La hospitalidad es así: se agradecen las visitas, el visitante agradece el recibimiento pero pronto empiezan a oler, como el pescado. Ojalá llamase a la puerta un malayo y me pillase ya duchado y arreglado, vestido de traje blanco como Yáñez el Portugués, como se merecen los malayos ser recibidos. Le diría phrao, kampilong, kriss, Tremal-Naik. Y quizá Kammamuri. Que son las palabras que de leer a Salgari recuerdo del malayo. Le ofrecería una copa de oporto, eso también, que le pega al personaje que me adjudico.
Hay que ser hospitalario, incluso con los malayos, o sobre todo con ellos. Dice la biblia que algunos, por ser hospitalarios, y sin ser conscientes de ello, acogieron en su casa a ángeles.