Es una alegría que haya fuego en vez de tiendas y cafeterías abiertas. Algunas modernidades, como la lavadora o el agua caliente hacen la vida más llevadera. La calefacción central, eliminando el fuego en casa, acabando con las chimeneas, ha arrasado con el arcaico encanto del hogar. Hogar que, no por nada, es el domicilio del fuego y la morada de quienes lo cuidan y a su alrededor se juntan. El fuego es santidad y rusticidad y antigüedad. Eliminar el fuego de las casas, que ahora gozosamente ha vuelto a las calles, acabó, quizá inadvertidamente, con la poesía de la vida casera y de rebote con la poesía en general. La televisión aunque lo intentemos no es el fuego, no es el olor de la leña, ni el humo ni el calor en las rodillas que va subiendo lentamente hasta ruborizar el rostro. En una lumbre arden cartas tristes, poemas malos, facturas impagadas, manifiestos de toda laya y con ello se purifica nuestro espacio y el alma misma. En el fuego hierve el agua con una alegría que no le da el butano y menos la vitrocerámica y borbotean gozosos los guisos como géiseres nutricios. El fuego, de volver a las casas, nos enseñaría cosas ya olvidadas. Nos enseñaría, por ejemplo, que no se puede uno descuidar de alimentarlo, atento y solícito, so pena de dormir tiritando, de que las conversaciones languidezcan y se nos pueblen los dedos de sabañones. Volveríamos a aprender la importancia de la atención y que cualquier negligencia tiene inmediato castigo. El fuego, de volver, nos distraería de banalidades como las cafeterías y restaurantes y, en general, de los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa, siempre brillantes y siempre triviales. Qué alegría que vuelva el fuego y cierren los bares.