El año empieza en septiembre, como cuando en el colegio. Uno se va y a la vuelta hay novedades lo cual, claro, piensa uno que empieza algo nuevo. Cambia la clase, cambian los profesores si eres joven, cambian los camareros o el cartero o el cajero del banco si eres viejo. A mí este septiembre me han cambiado muchas cosas. La estanquera, una señora de pelo color nubecilla que caminaba con dos bastones y sonrisa encantadoramente gagá se ha jubilado. Con ella han desaparecido sus dos empleadas; la fanática religiosa que leía constantemente la biblia, una biblia de tapas de piel negra y papel biblia, y la cotilla que leía Los pilares de la tierra y La sombra del viento. Sin fundamento alguno quiero creer que en su larga vida tras el mostrador ha leído algo del agua y del fuego, porque sería un bonito e impremeditado homenaje a Empedocles y los presocráticos en general. Quizá lo está leyendo ahora mismo mientras trabaja para otro camello de mi droga. Ahora regenta el estanco una hippy auxiliada por su madre. Antes el estanco era un lugar moderno y pulcro pero elegantemente sobrio. Con su pequeña cava de puros, vitrinas con algún grabado original alusivo a la mercancía, cortapuros con fundas de cuero trabajado, pipas de varios modelos y ceniceros con pretensiones de lujo. Ahora parece un poco una farmacia de esas en las que también venden chicles. Un look falsamente aséptico y abigarrado. Todo cambia. Los estancos parecen farmacias, las farmacias naves espaciales y ya ni me imagino qué parecerán las naves espaciales, quizá estancos o administraciones de lotería. Esto se nota más en los aeropuertos. Antes uno cogía el avión en un aeropuerto y había tiendas. Ahora tiene uno la sensación que aprovechan para hacer pistas de aterrizaje los centros comerciales que quedan lejos del centro. La hippy lleva el pelo largo recogido en una coleta, tatuajes en los brazos y una de esas camisetas de sisa muy baja que deja ver el sujetador, que sorprende. Mucha puntilla. No sé qué se estila ahora en el ambiente hippy pero me imaginaba yo algo más liso, deportivo y funcional. Algo en consonancia con la camiseta falsamente andrajosa. A la hippy le ayuda su madre porque le pido Ducados rubio blando, cuatro treinta y cinco, y si le doy un billete de cinco y dos monedas de veinte, por sacarme la calderilla, duda al dar las vueltas. No usa los dedos pero va echando la cuenta dando leves cabezaditas, treinta y cinco, cuarenta. Quizá cuando aprenda las cuatro reglas, aire, agua, tierra y fuego, su madre le deje atender sola el negocio.
En el bar de siempre ahora se sientan en la terraza dos señoras muy arregladas, aunque quizá no tanto para la edad que tienen. Más de setenta y quizá más de ochenta. Pelo cardado de peluquería con mucha laca y labios muy rojos, rojísimos, y perfilados. Una lo lleva blanco blanquísimo, como si Papá Noel llevara el peinado de Barry Gibb, o más aún. La otra del color que cogen los zapatos marrones si los embetunas y brillas mucho, con los mismos brillos. Parecen dos judías ricas de Manhattan en una película de Woody Allen, con sus chaquetas blancas de punto sobre los hombros, fumando rubio y hablando de la operación de próstata de un tal Ricardo. Uno es muy fan de esas señoras coquetas hasta el último día, de esas señoras que son pura fuerza de voluntad opuesta a los estragos de tiempo, de la vida. Hace falta un optimismo rayano en el fanatismo para no dejarse caer en la nostalgia que como una sombra acompaña a toda decadencia. Es lo suyo tan inofensivo e ingenuo, tan estético y social que esa tozudez resulta enternecedora. Nunca nos han aclarado con qué cuerpo resucitaremos, el del instante de la muerte, el de los veinte años, el de la madurez. Ellas, por si acaso, caminan erguidas, se dejan ver maquilladas y elegantemente vestidas. Hablan las dos a la vez y se entienden, supongo. Quizá no queden para hablar la una con la otra sino para hablarse a sí mismas con la otra como testigo. Quizá son capaces de hacer ambas cosas a la vez, hablar y atender a lo que dice la otra, menyener dos hilos comunicativos al tiempo, como esas conversaciones de guasap que se bifurcan. Quizá son hermanas porque se dan un aire y llevan así toda la vida, desde niñas, hablando a la vez, compitiendo por la atención de papá o de mamá.
Dos portales más allá ha aparecido una placa, Elena tal y tal, psicoanalista. Esto a mi me parece una extraña novedad del pasado. Yo no sabía que había psicoanalistas nuevos. Lo del psicoanálisis me parece tan del siglo XX que esta novedad rancia me dejó un poco descolocado. Los psicoanalistas, para mí, son un poco como las cofradías de penitentes de semana santa. Hay las que hay, vestigios de un tiempo pretérito con fe, pero no aparecen otras nuevas. Conservamos como curiosidad a las hermandades del Cristo de la Buena Muerte, o de la Verónica, pero no se nos ocurre fundar ahora una cofradía de disciplinantes para que caminen descalzos flagelándose con zurriagos recién comprados en Amazon. Los psicoanalistas son un poco así, como esos coches de caballos que te pasean por la ciudad, un empeño en mantener el pasado, curiosidades a extinguir. Esto lo cuento aquí porque cualquiera de las caras nuevas que conmigo y las judías neoyorquinas toman café en la terraza podría ser la discípula de Freud y no es plan.
Septiembre, la vuelta al cole, es tiempo de novedades aunque a veces algunas suenan a rancio, un rancio tierno y cordial porque estos días tibios y luminosos en los que se va disolviendo el verano, camino de vuelta al fresco y la lluvia, no permiten otra cosa.