Barakaldo despierta un poco tarde pero animoso. O animosa, eso ya según quién piense que es pueblo o ciudad. Aunque también habrá quien considere que el conjunto de espacios, edificios y habitantes de un área urbana tiene género y procede deconstruir bla bla. Barakaldo no parece preocuparse del asunto. Tampoco del cielo gris y su velada amenaza de lluvia, ni del vientecillo fresco que acecha tras algunas esquinas que parecen elegidas al azar pero seguramente obedecen a meditadas razones climáticas. Después de varias vueltas sin rumbo ya no sé dónde el mar y dónde la montaña ni, de consecuencia, por donde sopla el viento. La gente de Barakaldo sale a sus cosas primero poco a poco y luego ya de repente. Llena las calles y los bares con un cierto apresuramiento, con una diligencia que parece impostada. Gente mayor y con pinta de jubilada. Gente de mediana edad con pinta de prejubilada, gente joven con pinta de parada o pensionada. Barakaldo tiene un aire de burguesía ociosa diligentemente, responsablemente ocupada en sus cosas de burguesía ociosa. Pasan muchos coches que, evidentemente, van a otro sitio y de las bocas del metro ni entra ni sale nadie. En Barakaldo me he cruzado en un ratito con al menos con seis mujeres en silla de ruedas diligentemente empujadas por sus esposos o, en su caso, sus análoga relación de afectividad. Me parece un porcentaje sorprendente. Quizá en Barakaldo, pienso, la mujeres fallan por las piernas. O quizá no y en ese esforzado empujar a tu dama trasluce la caballerosidad del vasco, aunque también podría ser una manifestación sutil del famoso matriarcado. Escruto las caras de los esforzados estibadores y no llego a conclusión alguna. En el centro exacto de la plazoleta de Bide-Onera se cruzan dos señoras en sus respectivas sillas empujadas por sus respectivos caballeros, canosos y añosos, y al paso y sin detenerse se saludan apenas y se alejan. Quizá el Bombay imperial era así, señoras que iban a sus cosas en rickshaw y que se saludaban educadas pero displicentes. Las unas con las otras y con los chóferes de sus cabify. Barakaldo para el flaneur no tiene mucho interés más allá de la gente. Pasan con muchas bolsas de plástico casi vacías, dos o tres en cada mano, y ocioso y curioso me pregunto qué llevarán en ellas. Un breve recuento arroja el resultado de tres a uno a favor de las bolsas de plástico contra los omnipresentes móviles. Es un porcentaje, creo yo, tan sorprendente como el de sillas de ruedas. En la China comunista todos vestían igual para igualarse pero los chinos son tan iguales a todos los demás pobladores de la tierra que en medio de su igualdad indumentaria encontraron el modo de distinguirse. El chino que mandaba llevaba en el bolsillo de la guerrera un bolígrafo. Si mandaba más, dos; y hasta tres llevaba algún chino que mandaba muchísimo. Esto se ve aún en los hospitales. Quién en el bolsillo de la bata lleva muchos bolis manda mucho y es médico, no como los curritos empujadores de sillas y camillas que no llevan nada. Pienso si lo de las bolsas irá por ahí. Si en Barakaldo, ciudad antes trabajadora y activa, hoy ociosa y burguesa, la bolsa de plástico funcionará de modo parecido. Las bolsas de plástico como alamares, caireles, insignias y condecoraciones. A más diligencia, a más laboriosidad, más bolsas de plástico. Pasa el tiempo y llega la hora de trabajar, aunque sea poco, y dejo a los barakaldeses haciendo sus cosas inespecíficas con sus bolsas.
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COSAS QUE JAMÁS HARÍA
A mi los entierros no terminan de gustarme, más que nada por la gente que va, y no se entienda de esto que albergo rencores o mantengo rencillas con los muertos. En absoluto. Descansen en paz. De los entierros me desagradan la muerte como concepto y los cursis, que suelen acudir en manada. A los entierros, creo yo, sólo van los muertos, cada uno al suyo, sus deudos a llorar y los cursis a lucirse exponiendo su dominio de los lugares comunes. Y en ocasiones algunos despistados que mantenemos costumbres del siglo pasado, de un tiempo que fue y ya no es. En los entierros los cursis son los que te dicen: Es ley de vida. No somos nadie. A todos nos llega la hora. Pero los más cursis, los cursis fetén, los pata negra son los que se permiten decir: La muerte nos iguala a todos, ricos y pobres. Y a uno, que la muerte cercana lo desazona y descoloca y anima a decir tonterías, una y otra vez le asaltan las ganas de contestar con las estrofas de aquella romanza escatológica que aprendió de niño. Caga el rico, caga el pobre, cagan el Rey y el Papa, caga hasta la mujer más guapa y de cagar nadie se escapa. Uno, en estos casos, se aguanta las ganas porque advierte la improcedencia de lanzarse a declamar, y más esos versos, en un entierro. Uno, mal que le pese, acepta sumiso la esclavitud de una esmerada educación que no solicitó sino que le fue impuesta. Siendo completamente cierto que cagar, como la muerte, a todos iguala no siempre la verdad es bien recibida. En el fondo todos sabemos que, al final, todos morimos y que en este tiempo de espera entretenemos las horas asistiendo a funerales y cagando. Pero en ocasiones es apropiado callar ciertas cosas porque, intuyo, la mayoría de nosotros lo de la igualdad de boquilla sí pero llegado el caso pecamos de soberbia y nos sabemos más. En vida seguro y de muertos ya se verá. La cursilería no está igual de extendida pero comparte con las actividades ya mencionadas que ataca con homogénea fiereza a ricos, pobres, nobles, clérigos, mujeres y, en casos graves, incluso a niños. La cursilería, como las enfermedades infectocontagiosas, la gripe, un suponer, no tiene respeto por nadie e iguala en el lugar común. Cualquiera, gente que parece normal, incluso normalísima, puede revelarse un cursi. Yo creo que no puedes decir que conoces de verdad a alguien hasta que no has estado con él en un entierro y ves cómo reacciona sometido a la tentación de dar un pésame profundo y filosófico. A otros ya se les ve venir. Otros, los cursis desvergonzados, se permiten ir por la vida como si estuvieran siempre en un entierro. Esos son los cursis que han salido del armario, habitan felices todos los días del año en el lugar común y no hace falta un radar o un entierro para detectarlos. Yo vivo con el temor de que un día no podré aguantarme porque ni todos los días son iguales ni todos los días tiene uno el mismo ánimo y en ocasiones le flaquea la voluntad. Ese día, a un cursi, en un entierro, caeré en dar respuesta a la sesuda a la par que manida consideración sobre lo igualadora que es la muerte; no podré resistirme. Un día, quizá harto, quizá desengañado, quizá yo mismo desahuciado y sintiendo próximo mi óbito, me daré el gustazo de recitarle a la cara, rimbombante, campanudo, la romanza de la caca, que iguala a los vivos como a los muertos la parca. Viene el perro la husmea, viene el gato la entierra, en este mundo de caca, de cagar nadie se escapa. Temo que llegue ese día porque uno, sin necesidad de anotarlo en ningún sitio, mantiene una lista inconsciente de cosas que jamás haría. Uno, en realidad, es el tipo de persona que jamás haría un montón de cosas que no ha explicitado pero están ahí, catalogadas en alguno de los recovecos freudianos de la mente. E intuyo que verse haciendo algo que uno lleva toda la vida prohibiéndose sería una alteración de grandes proporciones. Y estoy seguro de que una vez uno ha caído en la tentación de pronto descubre no sólo que ahora es otra persona, sino que siempre ha sido esa otra persona, precisamente la que pensaba que no era. Que llevaba todos esos años haciendo una vida normal, comportándose como quien creía ser, cagando, yendo a entierros, pero en realidad todo era falso, y lo cierto es que ha vivido engañado, engañándose. Que en realidad uno es otro, que es esa clase de persona que, por ejemplo, a la mínima provocación de un cursi se lanza a declamar, rimbombante y campanudo, el romance de la caca en un entierro. Con ese temor vivo y por esa razón los entierros no acaban de gustarme, porque le enfrentan a uno a la posibilidad cierta de tener que reconocerse quién es en realidad, cosa que, junto con la muerte, es una de las más incómodas verdades.
LA CEREMONIA
Mi amigo Luis Ventoso, al que llamábamos Marzo por putear, fue de invitado a una boda en Santa María de Ois, en Aranga. Un compromiso de esos en los que conoces al padre de la chiquilla por trabajo y a nadie más. Sólo la ceremonia y me largo rapidito era su plan. Llegó a Ois y buscó la iglesia y descubrió que ya había numeroso grupo de asistentes esperando a los protagonistas, charlando animados, arreglados de domingo. Ya no había dónde aparcar y tuvo que dejar el coche casi a un kilómetro. Se acercó con calma, paseando, al grupo de asistentes y bajo unos robles estuvo hablando de nada casi media hora con un tipo que le pidió fuego y pegó la hebra. La gente, aquella tarde soleada, contaba chistes, anécdotas, alababa el tiempo primaveral. Con despreocupación festiva. De pronto todos se pusieron algo serios y tiesos, como si algo malo fuera a pasar, y se santiguaron. Por la cuestecilla, despacio y con cuidado de no tropezar con los retrovisores de los aparcados en las cunetas, se acercaba un coche fúnebre cargado de coronas. Tu familia y amigos no te olvidan, Autolavados Sánchez, Peña Automovilista Espenuca. Mensajes escuetos como tuits despedían a un tal Fulgencio con respeto. Preguntó a su único amigo en aquel acto, el compadre fumador, si aquella era la iglesia de Ois. Esta es Santiago de Ois, Santa María de Ois está a tres minutos. Marzo compuso cara de velorio, se persignó torpe y ostentosamente, dio el pésame a los que le quedaban más cercanos, le ruego que presente mis respetos a la familia, un tipo estupendo, se van los mejores, y salió a paso vivo corrido y temeroso de llegar tarde al enlace. Por supuesto llegó a tiempo. Las novias te hacen esperar a la puerta de las iglesias más que los muertos, que suelen ser puntuales, precisos. Empresariales. La pena es lo que tiene, horarios germanos. A las puertas de Santa María de Ois se encontró a un numeroso grupo de asistentes arreglados de domingo, esperando por los protagonistas, charlando animados. Se acercó con calma, paseando y en un campo recién segado estuvo hablando de nada casi media hora con un tipo al que pidió fuego y con el que pegó la hebra. El ambiente y los asistentes eran indistinguibles. Juraría incluso que a algunos acababa de darles el pésame. Llegó el novio con traje oscuro y una azucena en el ojal de la solapa, el mismo atuendo que el chófer de la funeraria, y se repartieron abrazos y se hicieron chistes y contaron anécdotas. Al cabo llegó un Mercedes color azul diplomático idéntico al del último viaje de Fulgencio, ex empleado de los Autolavados Sánchez y aficionado al deporte del motor, si obviamos el detalle de que este no era el modelo familiar. De él bajó la novia, armada con un ramo de flores que bien podrían venir directas de la iglesia de Santiago, acompañada de su amigo ejerciendo de padrino. Hay sitios, en Ois, por ejemplo, en los que se celebra la vida del mismo modo en que se celebra la muerte, sin grandes alharacas ni teatrillos. Hay sitios en los que una y otra están hechas de la misma materia, indistinguibles desde una cierta distancia si no pones atención.