Estos días ha aparecido en casa, en la cocina, un cacharro maravilloso. En realidad es un bote de Fairy con pistón dosificador, una de esas banalidades que me maravillan. En su época cuando aparecieron esos mecanismos los bauticé como eyaculator, pronunciado eyaculeitor, mayormente porque la novedad podía encontrarse en la relativa intimidad de los baños y el jabón que entrecortadamente proveía a chorretones era blancuzco. Tener hijos, claro, le cambia a uno la vida la vida y han de abandonarse ciertas malas costumbres y vicios y consecuentemente el palabro cayó en el olvido. Hasta ahora. Sustituían a la típica pastilla de jabón de toda la vida, peligrosamente escurridiza. También el Pedramol, limpiador pulidor del pasado cayó en el mismo olvido. Pedramol es el único producto, hasta hoy, que elimina radicalmente el hollín de las cocinas, ollas, cacerolas, sartenes, etc. Sobre un paño o estropajo seco o humedecido, según convenga, agréguese Pedramol, con o sin jabón. Las instrucciones obviavan el molesto detalle de frotar hasta que brille. Mi abuela rascaba la cocina bilbaína con eso y partiendo del oscuro color de una sentina acababa refulgiendo como el escudo de un caballero cruzado, Pedramol de Esplandián, un suponer. Una maravilla. Luego llegó aquello que llamaban Vim Clorex, un bote de plástico con agujeros a través de los cuales se espolvoreaba un producto granulado blanco con pintas azul bebé que se avivaba con la humedad. Aquello era solo arenas con jabón, lo que venía siendo el mentado Pedramol con detergente añadido y presentado en un conveniente envase similar a un salero con atractiva etiqueta de colorines. Más adelante la moda fue algo que promocionaban como polvo líquido, evidente contradictio in terminis, figura retórica que sabemos propia de la poesía mística. ¿Cómo expresar lo inefable si no es por medio de imágenes imposibles? Cleanliness is next to godliness, dijo John Wesley y quizá por ahí van los tiros. Así como con certeza el Pedramol era Pedramol de este último producto dudo sobre el nombre con el que lo vendían, pero apostaría que era Cif Amoniacal. Con la edad lo reciente se fija con menor intensidad y se olvida antes. Ahora el Fairy, líquido espeso de brillante color verde, por algún misterioso efecto químico-físico que se manifiesta al pasar el producto por la astutamente diseñada boquilla del eyaculeitor, se convierte en una espuma blanca y espesa, consistente, como la de afeitar en aerosol que en su día usé y ya no uso. Por todo ello no he podido dejar de advertir, quizá mejor intuir, que en el asunto de la limpieza y el consecuente o asociado acercamiento a dios se ha producido una gracilización que corre pareja a la de la moral imperante. Contra lo robusto de fregar rascando hierros con poco más que arenas de río acabamos en lo grácil, eliminando la suciedad de las sartenes de teflón con una espuma hace nada sólo apropiada para pieles delicadas. La transubstanciación del Fairy, que se opera ante nuestros propios ojos, es una evidente moralización y gracilización del producto que unos dirán es el último paso antes del derrumbe de occidente y otros, como yo, que nada tiene que ver. Nada que ver con el derrumbe, aclaremos. Que todo sea paulatinamente más flojo, más suave, menos violento y que requiera menos esfuerzo no es indicativo de nada, sólo una puta casualidad, pura estocástica sin valor predictivo. No es un avance, no es un retroceso, es aleatorio. Por muy gráciles que nos estemos volviendo acabaremos otra vez a majarnos a palos, a buscarle sentido a cosas que no lo tienen, a fregar hierros con arenas y a buscar a dios entre los pucheros pero no por la espuma del Fairy, sino porque somos así. Amen.
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PENITENCIAGITE
Greta, la niña Greta, me da algo de pena. La sueca niña Greta de pelo trenzado y cara de pan con mucha miga vive contra sus congéneres que ensucian y contaminan. Antes los niños obedecían a sus papás, escuchaban a los mayores y esperaban su turno. Ahora los niños, la sueca niña Greta y otros, dan instrucciones y los mayores que son como niños, volubles e irresponsables, escuchan embelesados. La niña Greta lleva el pelo trenzado y tabardos gruesos, perfectos para los fríos inviernos suecos, y nos advierte, abrigada y arrebozada, sobre el calentamiento global. Greta, la niña sueca con cara de pan de bolla, pone gesto de sufrimiento, de penitente nórdica, quizá porque de verdad sufre. La niña Greta saca pinta de cofrade procesionante penitencial, esos que se manifiestan así llueva, truene o caiga pedrisco como pelotas de golf. En plan Hermandad Penitencial de Nuestro Señor Jesús Padre de Luz y Vida y así. La niña sueca Greta tiene mirada torva y desconfíada, la mirada de quien se teme que mucho blablabla y luego nada. La mirada de esos a los que ya dieron carrete y luego ni les cogen el teléfono, de los que al que hay de lo mío ya les contestaron muchas veces vuelva usted mañana. A la gente le gusta hacerse fotos con la dulce niña Greta con cara de pan sueco porque la gente es así y le gustan las cosas enormes e inalcanzables, pedir lo imposible, por ejemplo, y también las vírgenes vestales, puras, rubias y exigentes. Las sacerdotisas con un mensaje son una moda que va y viene pero siempre han estado ahí, para ayudarnos a discernir lo que es virtuoso del vicio. Las nórdicas, como la niña Greta, sacan gesto malhumorado, como de llevar los pies fríos. Las cosas enormes mueven peña porque te sacan de tus cosas pequeñas y cutres. Nos vamos a morir todos, dice la la dulce niña Greta, adalid de la nueva vanguardia malthusiana, y a vosotros ya no os queda nada pero y yo qué. Las cosas globales, universales, son objetivos con mucho fundamento, como la destrucción mutua asegurada, invierno nuclear y el mismísimo apocalipsis. La niña Greta, santurrona que exuda mojigatería como exudaban antes las beatas de pueblo con rosario y mantilla, llama a una cruzada en la que el enemigo somos nosotros mismos. El enemigo interior es siempre el peor, porque supone que porta uno en su propia mismidad el pecado original, baldón del que sólo cabe huir renaciendo. La niña Greta llevó al Papa, como antes los pastorcillos de Fátima, ese mensaje ya viejuno del Agente Smith: Los humanos somos una enfermedad, un cáncer para este planeta, una plaga. Los humanos somos un virus.