Yo quería ser pirata malayo. Quería ser Yáñez el Portugués, secuaz de las correrías del Tigre de Mompracem, acodado en la proa con botas altas, traje blanco de lino y sombrero panamá. Dirigir en combate a fieros y aguerridos guerreros armados con kampilongs y sedientos de sangre inglesa. Navegar en un phrao el Mar de la Sonda, el Selat Sunda, viendo el amanecer, con poco trapo y viento de través, sorbiendo té y fumando el último cigarro. En la mar no hay encrucijadas. En la mar no hay caminos por los que dejarte ir. La mar exige saber quién eres y a dónde vas. También exige mear a sotavento, cagar en un balde, comer lo que hay y dormir en un coy. Andar húmedo de mar y sudor, hablar a gritos y quemarte de sol. Yo quería ser pirata malayo, pero se me cruzó una morena bella y cambiante y exigente como la mar. Una mujer de las de verdad, de las que te exigen saber quién eres y a dónde vas, y se me olvidaron de golpe todas esas tonterías. Ayer se cumplieron 25 años de nuestro juramento pirata y llevo medio siglo viviendo de las ganancias de esa mano.
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CORAZÓN DE CIMITARRA
Mil quilómetros más allá, a la ri-be-ra del Darro, existe una ciudad. Es Granada, claro, que sestea sin mirar a lo alto, donde los guiris hacemos cola esperando para entrar a esa Alhambra que ya pasmó los cristianos que no lavaban las camisas y más tarde a los románticos decimonónicos, esos hípsters del pasado. Los moros van a la Meca una vez en la vida y los descreídos, como las chicas malas, vamos a todas partes menos allí, que no nos dejan pasar, y es por eso que nos dejamos caer por Granada a ver qué tal. Es mi opinión que, como a San Andres de Teixido, vale la pena acercarse en vida y echarle un ojo. Yendo no vas a perder nada y, aunque no hay admonición ni ultimátum, te ahorras volver de muerto y sudar la mortaja en la cuesta, esa que le dicen de Los Tristes. El guía local, un tal Luis, hizo lo que pudo mezclando con ritmo, y dejando en casa el gracejo que se les supone a los del sur, historia y anécdota en la justa proporción que correspondía. Esto es algo que sólo da la experiencia y se ve también en los que hacen cócteles, que te ven la jeta y te lo cargan más o menos, acertando con el estado de ánimo sin usar vasitos medidores ni ayudas de aprendiz. Luis, piel olivácea, nariz semita, gesticulación napolitana, confundía sistemáticamente izquierda y derecha. Aquí a mi derecha decía extendiendo el brazo izquierdo. En un esfuerzo de empatía infrecuente en mí hice por ponerme mentalmente en el lugar de Luis, más que nada por si él, que nos miraba, se refería a nuestra derecha, pero no. Luis extendía siempre el brazo que no era. Luis no confundía interior con exterior, quizá porque eso –dentro/fuera– lo explicaban Epi y Blas en Barrio Sésamo. Tampoco cóncavo con convexo, esto que quede claro. No encontramos momento adecuado para repasar las tablas de multiplicar y sobre el particular no me pronuncio.
La Alhambra, pasmo de propios y extraños, es un estilo de arquitectura que se me escapa. A nada que me pregunte a cualquiera le suelto que en mi modesta opinión la arquitectura es volumen y perspectiva por un lado y encuentros y detalles por el otro. Encuentros de materiales, aclaro. Cómo se soluciona la junta entre la madera y la piedra, o el contacto de dos piedras. Los constructores del asunto éste exceden en lo segundo y obvian olímpicamente lo primero, parece que de modo consciente aunque a uno le entran dudas. La construcción musulmana es la apoteósis del callejón, de lo angosto y hosco, del pasadizo tortuoso y el muro sin vanos. Urbanismo de cuchitril y esquina mal iluminada. En algún sitio ha de venir, que lo busquen bien que ha de aparecer, que la perspectiva es contraria a los preceptos del Islam, como representar a cualquier cosa que tenga alma. Que el paisaje es cosa de Alá que hace las dunas y el cielo y el sol y meterse a enmendarle la plana con edificios que no parecen piedras toscas es reprensible quién sabe con qué horrible castigo.
Dentro, amigo, la cosa cambia. Luis, extendiendo el brazo que no es, señala los patios y los limoneros y explica como los nazaríes vivían en el lugar común del deleite de los sentidos. Llegando a los jardines retuve el aliento esperando la caída en el marco incomparable de belleza sin igual, que afortunadamente no se produjo. Todo, al parecer, eran olores, colores y sabores mientras el suave rumor de las fuentes y el trino de los pájaros ahogaba los estertores de los sultanes apuñalados por la espalda. Este detalle al estilo ni le quita ni le pone, pero lo situa en contexto. Si mueres joven a manos de tu hijo o de un hermano dejas un bonito cadáver, ventaja de la que disfrutaron los sultanes, como Abel y tantos otros después.
Las salas completamente cubiertas de arabescos impresionan. No es de extrañar que Irving flipara con el asunto. Imagínenselo no con estos restos de policromía desvaída, imagínenselo pintado con colores vivos del suelo al techo, repetía Luis agitando el brazo napolitanamente. A este señuelo no acudí porque la imágen que aventuro podría formarme es la propia de un viaje lisérgico. El horror vacui, ese impulso infantil de llenar todo el espacio disponible, ese «ahí en la esquina me cabe un gato si lo hago pequeño” tan propio de Brueghel, del Bosco y de los libros de Buscando a Wally, se eleva aquí a la máxima potencia. En mi juventud, qué lejana ya, iba a pubs y en los de clientela más destroyer las puertas de los baños estaban llenas, hasta el último milímetro, de dibujos y pintadas que se superponían. Quitando que aquellos garabatos no alababan a Alá y que adolecían de simetría alguna, posiblemente fruto del alcohol, quizá por eso los musulmanes lo prohiben, la impresión es semejante.
Granada, alma de temple bizarro, corazón de cimitarra, flor la más bella del Darro y orgullo de la Alpujarra, está llena de guiris que, como nosotros, arrastran sus ansias de recorrer sus calles, callejones y cuestas. De ver las callejas del Albayzin, que escriben ahora, de fisgar los cármenes, contar los cipreses, hacer como que nos conmueve lo de las cuevas del Sacromonte y comer con fundamento las especialidades locales. Paseando por la ribera del Darro chinos a contramano tropiezan con franceses vestidos de Bear Gryll e italianos arreglados como para salir en la tele en «Cita a ciegas». Por Granada, ya se dijo, pasa el Darro hasta que deja de pasar, hasta que desaparece y ya no lo ves más, que lo meten por un túnel o algo. Alcantarillar el río, con lo bonito que es, seguramente es pecado si no delito. En el hotel, uno de esos de todo lujo en los 70, encontramos a Ramón, nombre ficticio que le pongo aquí para preservar su intimidad ya que en realidad se llama Elías. Hubo una época hotelera en la que el lujo era una corrala. Habitaciones dando a pasillos que son largos balcones a un patio interior triangular. Todo mármol y dorados y ascensores a la vista con paredes de cristal. Uno veía Dallas y salían hoteles así en los cuales Sue Ellen y JR tenían citas y amoríos. Quizá no era en Dallas y era en Dinastía, pero la idea debería de haber quedado clara. Ramón, alias de Elías, se ha hecho un nombre en las cosas del derecho; catedrático, abogado, árbitro internacional en pleitos entre Estados y todo a base de que un propio, un tipo al que conozco, le diera las clases, escribiera las ponencias de los congresos, los artículos y los libros. La gente importante suele estar tan ocupada que no le queda tiempo para hacer las cosas que lo hacen imprtante, esto ya deberíamos de saberlo a cuenta de Sánchez y Turnitin. Sale Elías del ascensor chulito pero subrepticio, como todos los bajitos, con el jersey sobre los hombros, y se dirige rápido a una habitación. Algo turbio, para lo cual seguro que tiene una explicación perfectamente plausible, está ocurriendo y mientras allá arriba, en la Alhambra, siguen pasmando guiris anónimos mirando los graffitis ziríes y nazaríes según se entra a la derecha, que en realidad es la izquierda. Es mi consejo que, como las chicas malas, vengan a Granada y se formen su propia opinión.
DISFRAZARSE
Cuando uno llega a ciertas cosas el ojo empieza a seleccionar y, de pronto, el universo está poblado de casos idénticos. El acontecimiento es indiferente, lo mismo vale que tu mujer se quede embarazada, estrenes coche, rompas un brazo o te caiga el pelo. Acaecido el hecho desencadenante, cualquiera que éste sea, de pronto adviertes que las calles están abarrotadas de guapísimas embarazadas, veloces automóviles de la misma marca y modelo y color, individuos taciturnos con el brazo en cabestrillo o atractivos calvos de mediana edad. Consciente de tal mecanismo, de esa especie de Google Alerts que llevamos en la parte más reptiliana del cerebro, cuando me compré una moto esperaba algo parecido. Ver moteros por todas partes que dispararan esas alertas. Eso no ha sucedido, lo cual me ha sumido en profundas reflexiones.
Al contrario que para bucear o esquiar, y para la mayoría de los deportes, actividades para las que existe un atuendo especial y canónico, no hay un disfraz de motero; hay muchos. Como en casi todas las cosas de la vida, de mi vida, la falta de planificación me ha llevó a una situación de impasse, a una encrucijada en la cual el ímpetu inicial de actuar sin mucho pensarlo se vio frenado en el primer contratiempo. El caso es que debería haber decidido con antelación qué clase de tipo con moto soy, o quería ser ser. Para algunos eso, seguramente, será fácil. Gente con tendencias sólidas, vivencias asentadas y opiniones fundadas. También estoy seguro que un elevado grado de empatía ayuda a la hora de identificarse con uno de los muchos grupos y grupúsculos en los que se divide el ambiente. Yo, que en ambas cosas tiendo a lo contrario, sigo perdido a la espera de encontrar mi sitio y proceder a disfrazarme en consecuencia.
EL CLIENTE UN MILLÓN Y PICO
Ayer estuve en los Madriles, a defender un pleito, claro. El martes de carnaval de toda la vida de dios no se trabaja pero los madracas son así, van a destajo. Estajanovistas que elijen a alcaldesas comunistas y abren las tiendas 24 horas, full time, economía de guerra. El juicio bien, uno hace lo que tiene que hacer, quiere creer que con solvencia, y a otra cosa mariposa. Luego mi hija me llevó a comer a un chigre de esos típicamente madrileños. Menú de nueve pavos, gallinejas, oreja cocida, callos, sesos rebozados y, como concesión a los transeúntes, cazón en adobo, milanesa y otras porquerías. La otra obsesión de los madracas es la casquería, yo creo que cosa del hambre de la guerra. No pasarán, puente de los franceses que bien te guardan y aprendieron a comérselo todo y se conoce que le pillaron el gusto. El caso es que hace unos días entró en el antro con las amigas y el personal de servicio le cantó e hizo muchas fiestas. La clienta un millón, le dijeron. Les dieron de comer y beber gratis y eso, claro, fideliza. Creo yo que se quedaron con ellas. No quise preguntar si lo que les cantaron fue lo de El Turista 1.999.999 de Cristina y los Stop o si les dijeron moooo-nuuuu-men-toooos con voz de López Vázquez alterado por una sueca. Es que el jefe es un tipo eficaz y feo al que le falta una paleta, cosa que disimula porque los otros piños los lleva tan desordenados que tapan algo el hueco. Como cuando te expulsan a un central y los de las bandas se cierran para evitar la coladera. Hay que decir que no todo en él es un desastre. Tiene, por ejemplo, unos ojos azules como los de Redford. Todo lo demás ya sí y doy fe, e imaginármelo en tesitura tal, metiendo todas esas sílabas en dos compases, me producía una sensación próxima al desagrado. Quedé luego con Josénez a tomar unas tónicas. En el Florida Park, me dijo, y a mí eso me sonó a coña. A que ahora se iban a quedar conmigo. El Florida Park es un hilo del que si tiro me salen Susana Estrada, Nadiuska, Amestoy, Pajares y Esteso, José María Íñigo y cosas así. 500 Millones, Esta noche Fiesta y tal. El destape, la transición, chaquetas de caballero entalladas con doble bolsillo y pelos cardados. Todo una vuelta al pasado de TV en BN, himno y carta de ajuste. En visitando sitios es conveniente fiar del guía nativo, así que venciendo escrúpulos, otra vez, sin dudarlo mucho allá me dirigí. En el metro. En el metro de Madrid. Viajar en el metro de Madrid es viajar al extranjero, cosa que para los que no tenemos posibles es muy de agradecer. Es como lo de la montaña que va a Mahoma. Parece imposible, pero pasa, y si no bastara mi palabra por dos euros pueden cualquiera comprobarlo personalmente. Todas las extranjeras van con leggins, y túneles y vagones parecen los subterráneos de una ciudad malla, túneles en los que el tiempo pasa con otra velocidad y calidad. Como en el Corte Inglés o en la cárcel. Uno se despista de dónde está, cuánto tiempo lleva allí, si es día o noche, llueve o luce el sol. La gente, los extranjeros y los nativos que visitan el extranjero, se distraen mirando el móvil. Vi a una señora de mediana edad que no miraba una pantalla y pensé en la pobreza, quizá no le alcanza y posiblemente se siente excluída, sin redes sociales, sin amistades que alcancen estas profundidades y este espacio-tiempo absurdo y traqueteante de estación en estación. Saqué el mío de inmediato por ver si evitaba que, además de nativo, me confundieran con un desposeído. A mi lado una chiquilla que viajaba con su novio, sentado al otro lado del pasillo, ambos con auriculares, ambos mirando la pantalla, flirteaba. Le mandaba a su crush selfies que modificaba con frases sobreimpresas y orejas de conejo o cerdito. Snippets de vídeo en los que ponía morritos y lanzaba un beso al móvil y éste, aleccionado de alguna manera que se me escapa, le ponía labios de starlette de los que, como burbujas de hombre rana, con el muac salían estrellitas que explotaban en corazoncitos. El muchacho, sentado enfrente, ya digo, miraba arrebolado la pantalla de su móvil en lugar de mirarle las piernas de mooo-nuu-men-toooo. Alguien debería escribir sobre el metro. Alguien que combine el Viaje en Autobús con Los Autonautas de la Cosmopista. Me dice Josénez, tomando unas tónicas que en el metro todos son feos y desagradables, todos son como los comunistas de las manifestaciones de Foxá, cosa a la que, con levísimos matices, asiento. La investigación debería centrarse en desentrañar si esa fealdad, esa falta de gusto, es un efecto propiamente del ambiente subterráneo que afecta a todos los que entran o es que sólo se animan a entrar quienes ya las padecen. Se me ocurre que podría buscarse un banco a la entrada de una de esas madrigueras al subsuelo y, un día soleado de una de esas maravillosas primaveras que tienen allí, observar a los que entran, si ya entran feos y desaliñados, con ojeras y el pelo revuelto y sucio. Y luego contarlo para que lo sepamos. Me dijo Josénez que iba a acercarse Emecé pero finalmente no pudo ser. Cita con el dentista de uno de los churumbeles, cosa que me parece justifica cualquier ausencia. Con lo que sonríe la mamá, dando por cierto que ese carisma es hereditario, y el aumento de la esperanza de vida es conveniente que los dientes no le salgan como al casquero, que no quede condenado a cien años de gallinejas y oreja con los piños en desorden, arrastrando de por vida la carga de viajar en el metro con pinta de madraca rojo foxaniano, o foxalitano, o como se diga. Me cuenta, con la segunda tónica, sus proyectos de escrituras, el Josénez, y tienen muy buena pinta, coño. Le cuento la ausencia de los míos y me conmisero un poco, un rato, mientras un gorrión del Retiro revolotea, también sin planes, alrededor de nuestra mesa. Luego la conversación, como siempre, fluye como si nos conociéramos de toda la vida y pienso que quizá es así.