Llegadas las doce y diez, pasado el Ángelus (el Ángel del Señor anunció a María y concibió etc.), me pareció momento adecuado para salir a tomar un café y en cincuenta metros me he encontrado con dos finlandesas en una terraza tomando gintonics, el Torero del Moroso en pleno trabajo y un hipster pasando la fregona a la acera.
Los finlandeses son gente curiosa que habla un idioma endiablado que me pone muy nervioso. Se asemeja demasiado al balbuceo de alguien a quien le ha dado un ictus. O un cuajo en el celebro, como me dijo un día Goyanes, explicándome su larga ausencia. Me dio un cuajo y allí quedé en el sofá, mi señora dormida al lado y viendo el programa ese de los que se van. Se refería, claro, al Quién sabe dónde de Lobatón. Goyanes se quedó paralizado y se fue escurriendo del sofá hasta acabar tirado en el suelo, donde esperó impaciente a que su esposa despertara de ese agradable primer sueño delante del televisor. Goyanes, a resultas de aquello, quedó hablando como un finlandés pero en gallego. Algo que se asemeja demasiado al parloteo de un borracho hiperactivo.
El Torero del Moroso, habrá otros mejores, seguro, con mejor planta y garbo, era un tipo triste, canijo y regordete al que por debajo de la chaquetilla se le marcaban los michelines como una enorme, gigantesca, taleguilla. En donde uno espera la taleguilla propiamente dicha el traje le hacía arrugas. Llevaba unas gafas gordas, de culo de vaso, y me dio pena porque esos son los signos externos de los adiposos genitales, síndrome más bien jodido. Portaba un maletín Samsonite rígido en el que en letras grandes constaba el empleo -TORERO DEL MOROSO- como el que le dan, por ejemplo, al ministro de igualdad -MINISTRO DE IGUALDAD-. Como al ministro, nadie le hacía caso.
El hipster vestía un pantalón de peto color que yo definiría como caquita de bebé aunque en el mundo de la moda podrían perfectamente decirle mandarina tostada. Llevaba las perneras remangadas, unos Nike rojos nuevecitos, calcetines blancos y hablaba por el móvil con los auriculares inalámbricos del iPhone. La estampa de la modernidad, todo esto es ya viejo, la aportaban los complementos, la fregona con mango naranja y mocho de color azul eléctrico y el man bun, ese moñito como de luchador de sumo o hare krishna. Si definimos la elegancia como vestirse adecuadamente para cada caso y poner atención al detalle no se le puede negar lo segundo, fallando estrepitosamente en lo primero.
A punto estaba de volverme donde las finlandesas y pedirme un gintónic -despues del Ángelus ya se pueden beber destilados, antes no, de ningún modo- cuando me encontré con un compañero que me pasó las novedades del foro. Fulano y dos más, abogado uno, procuradores los otros, se sacaron juntos el título de patrón de embarcaciones de recreo y, ya puestos, siguieron estudiando juntos y se han hecho maquinistas de tren. Cincuenta días de vacaciones, no sé cuántas pagas, días libres a pasto, cotización doble y yo que sé más. 2500 de entrada más pluses, peligrosidades, nocturnidades y la Virgen. Quizá todo esto son exageraciones de un envidioso pero lo cierto es que, me aseguran, navegan más que nunca.
España empieza a ser un país entretenido también por provincias, que antes se lo llevaba todo Madrid. Tengo que acordarme de salir más a la calle.
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LA ADMIRACIÓN
Una almendra central museística o museológica o museográfica –allá cada cual– va siendo cada vez más necesaria. Sería factible una solución como la de Altamira, que hicieron una réplica, o el Museo de Cera, que hicieron muchas, montones. Sabemos desde hace ya tiempo que las personas del público estropean no sólo la experiencia del copúblico sino también las mismas obras de arte y las personas admiradas que no son arte pero tienen público. Ver a la Gioconda rodeado de gentes ilusionadas y motivadas, llegadas a París expresamente para ir al Moulin Rouge, y si no hay entradas al Crazy Horse, te da el mismo subidón artístico que participar en un escrache a la concejala desconocida. Es decir, que uno se hermana con el público nervioso, sudoroso y ansioso más que con lo que emana de la obra o del santuario que la alberga. El subidón, como mucho y sólo cuando acontece, consiste en reconocerse como miembro de una marabunta internacional de admiradores u odiadores abstractos y genéricos del recuerdo de las clases de arte de BUP. Otra solución, alternativa a la réplica, sería poner unas reglas claras como por ejemplo las que tienen de siempre en Almonte con la Blanca Paloma. Horario restrictivo y estricto y acercarse mucho sólo los del pueblo, y si alguien se las salta un severo correctivo, inmediato y contundente, aplicado por el mismo pueblo. En defintiva, mantener el fervor de los extraños a una distancia apropiada, la necesaria para que la admiración no arruine lo admirado, algo a lo que los admiradores son muy dados. Quizá incluso esa es la esencia de la admiración y el pasmo, eso que de ordinario le asociamos, una rareza que ha de ser, a su vez, objeto de admiración. El pasmo es individual y solitario, como ciertas experiencias sensuales unipersonales, mientras que la admiración es expansiva y se presta a lo colectivo, si no nace precisamente de un dejarse llevar por lo que sienten los demás. Rascar las piedras de la esfinge con la llave del trastero y dejar, con nombre y fecha, perpetua memoria de la visita, es asociarse a lo admirado destruyéndolo un poco, con cariño y respeto, eso sí, y es a lo que estamos acostumbrados. Tanto que descubren, de vez en cuando, pollas y coños que rascaron los romanos con la punta del pilum en templos y termas por todo el mare nostrum y más allá. En fin, que es, y así lo vemos, hasta normal. Legionarios galos y metalúrgicos del Ruhr hermanados por el ansia de trascender, sabiendo el uno del otro, unidos en la admiración por un fino hilo que trasciende fronteras, culturas y siglos. Y es que en ocasiones va uno a los sitios y parece aquello el Corte Inglés en rebajas y entre tanta gente siempre se cuelan indeseables. Yo, por confesarme, reconozco que suelo verme asaltado por irrefrenables impulsos de tocar las estatuas, al punto de rozar la condena. Las estatuas son para tocar porque se hacen para las manos, para qué si no. Cierto que puede uno verlas y sentir la impresión de la totalidad de una sola vez, como los cuadros, pero también puede pasar por ellas las manos, las yemas o la palma. Puede uno sentirlas linealmente, empezando aquí siguiendo hasta allí, lo cual es un modo diferente y mucho más erótico de descubrir las cosas, dónde va a parar, y por ello más satisfactorio. Por eso me tengo que contener cuando una me impresiona y por la misma razón las del tal Calder me horrorizan. Lo mínimo que se le puede pedir a una estatua, creo yo, es que se esté quieta y se deje tocar. Esas cosas, siguiendo este sensato razonamiento, no son estatuas. Luego ya, si eso, uno se aguanta las ganas por educación, respeto y saber estar. Por no ser marabunta en un escrache o el gilipollas que viaja con las llaves el coche en el bolsillo, por si aparece la oportunidad de rascar algo. En definitiva, que es conveniente una Almonte Central, un perímetro y una ordenación rígida de la admiración, porque destruye lo que toca.