Amanece en el mar de la Sonda, hierve el té y, con poco trapo y proa al viento, reflexionamos sobre cosas que nos la traen al pairo. Saludamos por última vez desde la cubierta a esa Isla del Tesoro, encopetada de nieblas, territorio de mil aventuras, que se hundirá en la mar. A mi lado se despereza una morena, reina de un paraíso en decadencia, y sus gestos que traen aroma de flores se reflejan en la cubierta recién baldeada. La teca vieja tiene pisar suave y olor a sal y oporto y ginebra de caneca, y cruje como maúllan los gatos tristes. Pronto, en bares sucios de puertos lejanos, contaremos aventuras borrosas y exageradas, relataremos cómo un día el farero dejó de encender su luz y nunca jamás nadie volvió a encontrar aquella isla perdida en la mar. Partimos espiados por las sirenas, ángeles mendicantes a la puerta del paraíso; sabemos a dónde ir porque en la mar no hay encrucijadas.
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SEPTIEMBRE
El año empieza en septiembre, como cuando en el colegio. Uno se va y a la vuelta hay novedades lo cual, claro, piensa uno que empieza algo nuevo. Cambia la clase, cambian los profesores si eres joven, cambian los camareros o el cartero o el cajero del banco si eres viejo. A mí este septiembre me han cambiado muchas cosas. La estanquera, una señora de pelo color nubecilla que caminaba con dos bastones y sonrisa encantadoramente gagá se ha jubilado. Con ella han desaparecido sus dos empleadas; la fanática religiosa que leía constantemente la biblia, una biblia de tapas de piel negra y papel biblia, y la cotilla que leía Los pilares de la tierra y La sombra del viento. Sin fundamento alguno quiero creer que en su larga vida tras el mostrador ha leído algo del agua y del fuego, porque sería un bonito e impremeditado homenaje a Empedocles y los presocráticos en general. Quizá lo está leyendo ahora mismo mientras trabaja para otro camello de mi droga. Ahora regenta el estanco una hippy auxiliada por su madre. Antes el estanco era un lugar moderno y pulcro pero elegantemente sobrio. Con su pequeña cava de puros, vitrinas con algún grabado original alusivo a la mercancía, cortapuros con fundas de cuero trabajado, pipas de varios modelos y ceniceros con pretensiones de lujo. Ahora parece un poco una farmacia de esas en las que también venden chicles. Un look falsamente aséptico y abigarrado. Todo cambia. Los estancos parecen farmacias, las farmacias naves espaciales y ya ni me imagino qué parecerán las naves espaciales, quizá estancos o administraciones de lotería. Esto se nota más en los aeropuertos. Antes uno cogía el avión en un aeropuerto y había tiendas. Ahora tiene uno la sensación que aprovechan para hacer pistas de aterrizaje los centros comerciales que quedan lejos del centro. La hippy lleva el pelo largo recogido en una coleta, tatuajes en los brazos y una de esas camisetas de sisa muy baja que deja ver el sujetador, que sorprende. Mucha puntilla. No sé qué se estila ahora en el ambiente hippy pero me imaginaba yo algo más liso, deportivo y funcional. Algo en consonancia con la camiseta falsamente andrajosa. A la hippy le ayuda su madre porque le pido Ducados rubio blando, cuatro treinta y cinco, y si le doy un billete de cinco y dos monedas de veinte, por sacarme la calderilla, duda al dar las vueltas. No usa los dedos pero va echando la cuenta dando leves cabezaditas, treinta y cinco, cuarenta. Quizá cuando aprenda las cuatro reglas, aire, agua, tierra y fuego, su madre le deje atender sola el negocio.
En el bar de siempre ahora se sientan en la terraza dos señoras muy arregladas, aunque quizá no tanto para la edad que tienen. Más de setenta y quizá más de ochenta. Pelo cardado de peluquería con mucha laca y labios muy rojos, rojísimos, y perfilados. Una lo lleva blanco blanquísimo, como si Papá Noel llevara el peinado de Barry Gibb, o más aún. La otra del color que cogen los zapatos marrones si los embetunas y brillas mucho, con los mismos brillos. Parecen dos judías ricas de Manhattan en una película de Woody Allen, con sus chaquetas blancas de punto sobre los hombros, fumando rubio y hablando de la operación de próstata de un tal Ricardo. Uno es muy fan de esas señoras coquetas hasta el último día, de esas señoras que son pura fuerza de voluntad opuesta a los estragos de tiempo, de la vida. Hace falta un optimismo rayano en el fanatismo para no dejarse caer en la nostalgia que como una sombra acompaña a toda decadencia. Es lo suyo tan inofensivo e ingenuo, tan estético y social que esa tozudez resulta enternecedora. Nunca nos han aclarado con qué cuerpo resucitaremos, el del instante de la muerte, el de los veinte años, el de la madurez. Ellas, por si acaso, caminan erguidas, se dejan ver maquilladas y elegantemente vestidas. Hablan las dos a la vez y se entienden, supongo. Quizá no queden para hablar la una con la otra sino para hablarse a sí mismas con la otra como testigo. Quizá son capaces de hacer ambas cosas a la vez, hablar y atender a lo que dice la otra, menyener dos hilos comunicativos al tiempo, como esas conversaciones de guasap que se bifurcan. Quizá son hermanas porque se dan un aire y llevan así toda la vida, desde niñas, hablando a la vez, compitiendo por la atención de papá o de mamá.
Dos portales más allá ha aparecido una placa, Elena tal y tal, psicoanalista. Esto a mi me parece una extraña novedad del pasado. Yo no sabía que había psicoanalistas nuevos. Lo del psicoanálisis me parece tan del siglo XX que esta novedad rancia me dejó un poco descolocado. Los psicoanalistas, para mí, son un poco como las cofradías de penitentes de semana santa. Hay las que hay, vestigios de un tiempo pretérito con fe, pero no aparecen otras nuevas. Conservamos como curiosidad a las hermandades del Cristo de la Buena Muerte, o de la Verónica, pero no se nos ocurre fundar ahora una cofradía de disciplinantes para que caminen descalzos flagelándose con zurriagos recién comprados en Amazon. Los psicoanalistas son un poco así, como esos coches de caballos que te pasean por la ciudad, un empeño en mantener el pasado, curiosidades a extinguir. Esto lo cuento aquí porque cualquiera de las caras nuevas que conmigo y las judías neoyorquinas toman café en la terraza podría ser la discípula de Freud y no es plan.
Septiembre, la vuelta al cole, es tiempo de novedades aunque a veces algunas suenan a rancio, un rancio tierno y cordial porque estos días tibios y luminosos en los que se va disolviendo el verano, camino de vuelta al fresco y la lluvia, no permiten otra cosa.
LA INVASIÓN
Dicen en ChopSuey que faltan historias y yo con eso no estoy de acuerdo porque casi nunca estoy de acuerdo con nada, que soy muy de llevar la contraria. Yo creo que no faltan historias, que lo que falta es quien las cuente, o ganas de contarlas. La de Venancio Regulfe Cestay no la supe yo hasta que me la hizo saber Benito Bougas, el legionario de Dozón, que en Gloria esté. Estas historias, sabidas de oídas, presta menos contarlas no sé yo bien por qué, pero ahí va, que en estos días de zozobra independentista se me viene mucho a la cabeza. A Venancio Regulfe no lo conocí, eso ya se entiende, y sólo le vi una foto vestido de militar. Tenía, o de joven tuvo, una de esas caras que parecen hechas a golpes, como estudios de escultor sin terminar, un poco como la de Karl Malden, por poner un ejemplo. Lo imagino alto porque Benito, su amigo, era alto, pero es este un dato que aventuro sin fundamento. Venancio era de Hérmora, ayuntamiento de Palas de Rei, provincia de Lugo. Por Palas pasa el Camino de Santiago y es sitio de muchos castros, muchos pazos, muchas torres y allí Witiza mató a Favila, que no fue un oso como dicen, dato que sin añadir nada a la historia me parece de interés. Venancio Regulfe Cestay, aún con ochenta, era quien de cazar conejos a pedradas, trasegar una botella de aguardiente en una tarde, acechar al lobo toda una noche y silbar y que un potro le viniera a comer a la mano. Venancio Regulfe y su hermano quedaron huérfanos y los recogieron donde los Padres Pasionistas, esos que llevan un corazón rojo cosido al hábito, como un alfiletero gigante. JESU XPI PASSIO. En el orfanato Venancio aprendió lo poco que se enseñaba en esos sitios, además de la misa en latín con sus cánticos y los rudimentos de una vida cuartelera. Igual por eso acabó en los Regulares haciendo campaña en África y luego en la Guardia Civil. La guerra le pilló en Cataluña, muy a traspié de sus ideas, que él en Melilla había jurado fidelidad al Rey, pero combatió por la República hasta el final y, quién sabe cómo, acabó en Inglaterra. Venancio y Benito se veían todos los años a finales de junio en O Corpiño, en Losón, no por atender a la Virgen ni por los miles de fieles empecatados, sino por tener un día fijo en el que coincidir y tomar el pulpo en compañía. Venancio, viejo y enfermo, le rezaba a una estampa de su hermano que es santo o casi, porque lo mataron los rojos en Valencia nada más salir sacerdote, muy al principio de la guerra, y el Papa lo hizo beato. Quién lo iba a decir, que llegaría a viejo el soldado y moriría joven el hombre de Dios. Yo esto de rezarle a un hermano pidiendo su intercesión ante Nuestro Señor para la salvación del alma lo veo como una ventaja que no se debe dejar pasar, aunque seas un descreído. Venancio Regulfe, no me digas cómo que no lo conocí y todo esto lo sé de oídas, acabó en Gales como maestre de la caza del zorro y Benito me enseñaba una chapa de bronce del distrito de Llanwrthwl y una corneta grabada con sus iniciales, VRC, como prueba irrefutable. Seguramente guiaba a los perros con silbidos, al caballo con susurros y gritaba tally-ho con acento gallego al ver al raposo. Quien tiene mano para los bichos siempre encuentra qué hacer. Con ser extraordinario todo esto la parte más divertida es la aventura del verano del 34 mientras cumplía de Civil en Solsona. Ese año un aventurero ruso con pasaporte inglés, un tal Boris Skosyrev, se las arregló para convencer a los paletos de Andorra que contaba con la anuencia del heredero del trono de Francia para que aprobaran una constitución en la que lo reconocieran a él como su Rey. Su Majestad Boris I de Andorra. Sorprendentemente todos los miembros del Consejo General cayeron en el engaño menos uno, que envió un memorándum dando el chivatazo al Obispo de Urgell, que desde siempre es copríncipe con el Presidente de la República vecina. Francia contestó que no se oponía a las decisiones del parlamento andorrano; se ve que aquellos montes le importaban una mierda. Pero Su Excelencia Reverendísima no era tan flojo como los gabachos y mandó recado a Madrid y de allí dieron orden de parar aquello. El día 21 de julio de 1934 el sargento Venancio Regulfe Cestay y cuatro números de la Guardia Civil cruzaron la frontera del principado caminando y en el mismo día invadieron Andorra, derrocaron el gobierno de Boris I, abolieron la Constitución y restauraron los fueros. La policía y ejército andorrano, compuesto por siete miembros al mando de un oficial, nada más verlos llegar se largaron a las montañas y el Sargento Regulfe y sus hombres asaltaron la residencia del Rey y lo prendieron. De una hostia le sacaron los mocos y de un culatazo la tontería, me contaba Benito, y se lo llevaron esposado a Urgell y de allí a Barcelona donde la República le aplicó la Ley de Vagos y Maleantes. A mi me encanta imaginar al Sargento Regulfe y sus cuatro valientes entrando en Andorra para invadirla, envueltos en sus capotes y tocados con sus tricornios de charol, una tarde soleada de junio al paso lento, chulesco y torero de los regulares. Venancio y su tropilla, así sin darle mucha importancia, fueron los últimos españoles en invadir un país, en una aventura loca que recuerda algo al cuento de Kipling. A Regulfe le pesaba, según contaba Bougas, el haber colocado en el mástil del Parlamento andorrano la bandera de la República porque si órdenes son órdenes un juramento es un juramento y él se lo había prestado al Rey. Es de esperar que, con la intercesión de su hermano, ese asunto se le haya perdonado por quien todo lo puede perdonar.
EL PISAPAPELES
Miro mi mesa y pienso que necesito un pisapapeles. Es, confieso, una de esas necesidades que son capricho, uno de esos deseos rayanos con el vicio. En realidad, si bien lo pienso yo no necesito para nada un pisapapeles para pisar papeles. Todos mis papeles, que son muchos, están en carpetas; desordenados pero en carpetas. Podría, quizás, necesitar un pisacarpetas o algún aparato que cumpliera similar función. Pienso, a pesar de ello, que lo que me convendría tener en la mesa, además de las carpetas llenas de papeles, desordenados y ya leídos, es un pisapapeles y que me solucionaría muchos problemas. Hay aparatos que, más allá de su función, le dan a uno una prestancia que es difícil de explicar pero que se advierte a simple vista. No es lo mismo, habrán de reconocerme, sentarse ante la mesa de un profesional si en esta hay un pisapapeles que si no lo hay. No me refiero a uno cualquiera, claro está, sino a uno excelso. Mira tú, dirán algunos, un pisapapeles excelso, pues no pide nada. En los caprichos no se manda, son así, vienen así y suelen irse por donde vinieron, sin previo aviso y, muchas veces, dejándote con cara de gilipollas y un adminículo cualquiera en la mano, uno que hasta hace nada pensabas que te iba a dar mucha prestancia.
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EL LITIGIO
Hace ya años en la Real Audiencia de Valladolid hubo pleito entre los Mariño y los Fonseca en el que, con latinajos y citas de las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, se disputaron el continente hundido de la Atlántida, sus tesoros, ciudades, condados, castillos, riquezas y todos los diezmos a recaudar del comercio de sus puertos inundados. Los Mariño alegaban descendencia de los reyes Celtas, dueños de todas las tierras, sumergidas o que afloran, en los mares hasta los hielos del norte y hasta las américas al oeste. Los Fonseca, con documentos antiguos, demostraban que eran señores del ducado de Meira, que linda al norte con las costas de Inglaterra, la mar en medio. Eso comprendería, lógicamente, todo lo que de la mar aflora o no, uséase, que incluiría en el título de propiedad los señoríos sumergidos e incluso los flotantes que pudieran atravesar las lindes, como en la tierra ocurre con las aves que migran y las aguas de los ríos que discurren.
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ANA MARÍA IZA POL
Doña Ana María Iza Pol nació prematura, un gurruño peludo más parecido a una ardilla que a la descendencia de un notario vasco y una gallega de buena familia. Pese al adelanto la criatura vino bien formada y se crió con salud y, siempre inquieta, fue precoz en andar, hablar y en general en todo en la vida. Ana Iza Pol todo lo hacía rápidamente, con un ansia impropia de una señorita, asunto que en ciertos lugares y tiempos era de preocupar. Ana Iza nació con los seis rasgos canónicos de la raza vasca según los dejó enumerados el médico y antropólogo Don Antonio Zelaya Urtubei (1860-1923), como luego hizo Cela con las nueve señales del hijoputa. Estas son, a saber, cráneo dolicocéfalo, barbilla triangular, nariz larga y fina, orejas grandes, pelos en la segunda falange de las manos y rh negativo.
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MAMADOU BENGUELA DUDU
Mamadou Benguela Dudu es negro chamizo de los que llevan sayón de colorines, un ros sin visera por chapeu y portan en la diestra un palitroque que remata en penacho de pelo de cojón de cebra con el que espanta las moscas imaginarias que le rondan. Todos sabemos que esto es un símbolo de estatus que a las claras muestra, a quien quiera entender, que la mano derecha no la usa para trabajar, sino para apartar las molestias del mundo terrenal. Mamadou Benguela, negro chamizo, brilla como los zapatos nuevos en los escaparates de El Corte Inglés si le da el sol y, de contrario, se nos pone ceniciento y como sobado con las penas de la vida y la tristura de los meses de invierno, esos en los que la radiación decrece con la tumbada que se mete el eje terrestre.
A LAS ONCE Y QUINCE
Doña María del Pilar Federica Antonia Victoria de Sánchez-Alonso y Corrochano, señora de Santos-Vicente, condesa de Villalongoria y Cacharequille, es mujer de mundo aunque no esté muy viajada. Doña María del Pilar Federica Antonia etcétera lleva su casa con mano de hierro, atendiendo incansable a lo imprescindible, lo necesario y lo conveniente con la ayuda, eso sí, de un cada vez más mermado ejército de subalternos que comanda con suavidad pero firmeza. Sostiene y argumenta, si por un casual surge el tema, que ni los generales vencen batallas sin soldados ni las casas cumplen sus funciones sin el personal adecuado, por supuesto siempre apropiadamente dirigido, en su caso en busca del objetivo de la felicidad. Doña María del Pilar Federica etcétera ciertos asuntos los supervisa personalmente y muy de cerca. Los jueves, por ejemplo, baja puntualmente a revisar con Doña Arminda, propietaria de los “Ultramarinos Finos Viuda de Leandro Fraga”, las listas de la compra. En primer lugar la de su casa, determinando qué se comerá y qué no la semana próxima y dejando acordados los envíos de cada día. Luego se revisan y puntean los encargos de la Señorita Luisa, la amante de su esposo, Don Manuel de Santos-Vicente Meléndrez, a la que ha abierto cuenta que se carga a la de ella.
UN TARRO DE MERMELADA
A Doña Soledad, quien siempre padeció del hígado, lo que viene siendo piedras en la vesícula, aquellos cólicos recurrentes le consumían la vida, la mantenían en un estado de nerviosismo que no aliviaban pócimas, dietas, responsos y novenas y que las romerías conseguían disminuir sólo durante el viaje de ida y vuelta. Algo mejor funcionaba lo de ir a tomar las aguas, la homeopatía de los abuelos, se conoce que por el benéfico efecto de la distracción. Más que el dolor, que también, la consumía la certeza de su proximidad, la seguridad de su vuelta, la sensación de recurrencia infinita en una suerte de intuido patrón matemático. Esas cosas, el infinito, el para siempre, el dolor, el sufrimiento sin causa, desde viejo vienen encomendadas a Dios Nuestro Señor y por algo será, digo yo. De Él vienen y para Él van, si es que a algún sitio van los sufrimientos que la feligresía entiende insensatos, es decir, esos a los que no encontramos sentido.
INSTRUCCIONES PARA COCER UN HUEVO
Cocer un huevo es aburrido. Para cocer un huevo, además de estar en posesión material de un huevo, basta un cazo con agua, una fuente de calor y esperar. Esperar es aburrido y cuando uno se aburre fuma o fabula. Yo, si las circunstancias son propicias, hago ambas cosas al tiempo.
Dice la tradición oral que para cocer bien un huevo hay que rezarle un Credo Niceno Constantinopolitano empezando justo cuando el agua rompe a hervir; no antes, no después. Hago la expresa advertencia de que no vale para este menester un Credo de trámite, rapidito y a pasar, como hacemos en la Santa Misa, que el huevo de algún modo lo percibe y no cuaja. Son los huevos, en estas cosas, mucho más exigentes que los sacerdotes modernos, ya ve usted. Los huevos son preconciliares, por decir algo suave.
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