Lo primero que siente el turista al llegar a Palermo es la satisfactoria reafirmación su prejuicio de que los sitios chulos para poner ciudades en el Mediterráneo ya los pillaron todos los griegos. De ahí tanta batalla, tanta conquista y cambio de manos de ciudades como Cádiz, Nápoles, Palermo o Constantinopla. Palermo es una planicie semicircular rodeada de peñones, por algo la llaman la Conca d’Oro, de la cual es difícil salir o entrar si no es por el mar calmo que parece su continuación natural. Por esas montañas verdes y azuladas corrían los autos locos de los nobles europeos en la famosa Targa-Florio al principio de los 900, anticipando los roaring twenties. 1000 kilómetros sin paradas por caminos de cabras que hacían vencedores a todos los que conseguían acabar. La ciudad, abajo en la conca, está llena de palacios viejos, iglesias viejas, callejones viejos y plazas inesperadas. De los más de 450 palacios sólo unas docenas resisten habitables y el resto parece que fue ayer que los bombardearon los chicos de Patton. Languidecen en la ruina, con las ventanas tapiadas y los muros arriostrados. Las Iglesias, casi tantas como palacios, aguantan mejor y vale la pena entrar en cualquiera porque el interior siempre sorprende, visto el color y estado del exterior. En realidad en Palermo hay que meter la cabeza en cada puerta abierta, sin vergüenza ni respeto. Una aparente ruina en un viccolo miserable puede esconder un enorme zaguán con frescos neoclásicos que da paso a un patio renacentista bellísimo poblado de naranjos y plataneras. La manía de construir los palacios en callejones hace pensar en la influencia musulmana en el mediterráneo y en Palermo en particular. Lo griego era perspectiva, lo romano la dignidad de la obra pública y lo musulmán la antítesis de ambas, el desprecio del exterior y la riqueza decorativa de los interiores. En Palermo, en el viejo Palermo, la mierda se extiende por las calles angostas en ocasiones ocupándola por completo. La recogida de basuras o no existe o se halla atrozmente infrafinanciada y parece que los palermitanos tienen un infinito suministro de sofás viejos y raídos que esperan en la calle algún suceso improbable junto con las bolsas de desperdicios.
Con la intuición de un flaneur de barriada el primer paseo sin mirar el plano nos llevó a los mercados más típicos y los barrios más cutres; ejemplos cimeros de chabolismo urbano. En el mercato del Capo, el de Vucciría y el famoso Ballaro diríase que viven los palermitanos de venderse unos a otros naranjas y pulpitos a la brasa. La ciudad, entre ruinas de un tiempo glorioso y el tráfago de miles de scooters es un barullo constante y sorprendente. De una bocacalle aparece un adolescente sin camisa montando sin silla una yegua blanca mientras por la acera nos adelantan dos niñas negras con rastas hasta el culo, una en verde otra en rosa, compartiendo patinete eléctrico. De las fachadas cuelgan en racimos antenas parabólicas sucias que contrastan con la ropa limpia tendida en los balcones y casi en cada portal un peto de ánimas adornado con guirnaldas de lucecitas de navidad ofrece 100 días de indulgencia a quien se pare y rece un avemaría por Santa Rosalía. Perderse sin rumbo, tomar cafés en terrazas en medio de la calzada o sorber despacio Aperoles en veladores de mármol en una plaza imprevisible y con calma ver al paisanaje afanarse es un espectáculo a disfrutar sin entrada.
El cocinero. En el mercato Ballaro se junta lo cutre con lo sabroso. La calle se convierte en restaurante y pasa uno rozando las raciones de pulpo a la brasa, de los prohibidos chanquetes, de las arancine y la caponata de pez espada. Un tipo pincha música tecno entre una barca de pesca (¿qué hace en un callejón a dos kilómetros del mar?) y una parrilla humeante mientras pasan motocarros cargados de escombro de una obra. Unas turistas bailan animadas bajo una imagen de San Cataldo adornada con flores de plástico y velas eléctricas que en su intermitencia no siguen la música. En una mesa de plástico en medio del adoquinado esperamos que nos atiendan. La camarera con cara de oriental nos obvia por razones desconocidas hasta que de la trastienda sale a fumar un cigarrillo Ruggiero, el dueño y cocinero. Ruggiero no nos deja escoger; spaghetti vongole, dictamina. Y dos Moretti. Ruggiero es grande, tiene pelazo negro y barba de dos días, y viste pantalón y chaquetilla negra de cocinero con bordados dorados, casi una guerrera de oficial. A Ruggiero le encanta España donde estuvo una vez, haciendo puerto como cocinero de la Armada. En realidad no sabe dónde estuvo, en un puerto, eso seguro. ¿Cartagena? No le suena. ¿El Puerto de Santa María? Sí, definitivamente sí. Vuelve Ruggiero apresurado y pregunta si al dente o más hechos. Nos miramos sorprendidos y al dente, definitivamente. ¿No nos deja elegir el plato y sí el detalle de la cocción? Vuelve de inmediato con los mejores spaghetti vongole del hemisferio norte. Luego se sienta con unos amigos y habla a gritos con motoristas que pasan y se detienen, todos sin casco, muchos sin matrícula. Piensa uno mientras saborea la pasta al dente que en Palermo las normativas europeas, esas normas neuróticas sobre el ancho mínimo vital de la jaula de la gallina o la temperatura de conservación de la leche fresca y mil detalles más, ni se cumplen ni se las espera. En Palermo parecen vivir a su puta bola, comiendo spaghetti al dente, un partigiano come presidente, con l’autoradio sempre nella mano destra, un canarino sopra la finestra.
El arquitecto. La Vía Butera corre paralela a la muralla española, frente al mar. En su día la nobleza construyó palacios adosados a la muralla con maravillosas terrazas mirando al mar. sobre los barracones de los tercios. El primero el Palacio Butera que hoy ha recuperado con gusto el millonario Valsecchi para llenarlo con sus colecciones de arte antiguo y moderno. Valsecchi se pasea por los patios y recoge las hojas de palmera caídas durante la noche, las flores secas y los restos de hojarasca y las recoloca en cuencos de piedra, en los vasos de las fuentes secas, con la intención artística con la que colocaría flores en un arreglo de mesa. Allí nos aborda el arquitecto Belvisi, un tipo menudo de barba cana perfectamente arreglada que viste un improcedente chaleco de plumas de La Martina. Belvisi está jubilado, nos explica, y acercarse al palacio y hacer de guía es su razón para levantarse de la cama. Belvisi es algo asperger y no pilla bien, mejor nada, las insinuaciones y los chistes. Tampoco habla nada que no sea italiano. Durante dos horas nos muestra y cuenta todas las estancias del palacio, incluso alguna de las prohibidas en las cuales hay detalles arquitectónicos dignos de admirar o juegos de iluminación sorprendentes. Belvisi nos mete en el baño de señoras del restaurante para explicarnos la colocacion de unos espejos que, junto con una pintura roja en el techo, hacen que sea un espacio maravillosamente solucionado, acogedor y con una sensación de amplitud mucho mayor que el espacio disponible. La verdad es que se agradece esa pasión y la multitud de datos y explicaciones y el acceso a las zonas reservadas. Valsecchi quizá nos sigue porque aparece en la maravillosa terraza que mira al mar, en alguna de las enormes salas, y finalmente otra vez en el patio. Quizá también es su razón para levantarse de la cama cada día. En el palacio se mezclan el arte moderno con el barroco. Y como el dueño se ha limitado a colgar sus cuadros, exhibir sus porcelanas y cristales y colocar los muebles como si fuera su casa las explicaciones de Belvisi se hacen imprescindibles. Valsecchi considera que poner cartelitos a las cosas es una ordinariez y al lado del oleo de un paisaje romano del XVII puede uno encontrar una fotografía de Gilbert&George y un aparador Liberty palermitano con cráteras griegas. El caso es que lo que podría parecer un bazar, puestos en la elección y colocación el mismo interés que en ordenar las hojas de los patios, es un conjunto admirable de piezas de arte que vale la pena visitar. Belvisi se despide agradeciendo el favor de permitirle guiarnos y queda charlando con el dueño en el enorme zaguán por el que el Marqués entraba en su palacio.
El erudito. Tras el edificio de Correos, una mole ideada como ejemplo del futurismo que te deja pensando si estás ante un acabado ejemplo de arquitectura fascista o por contra un ministerio soviético, está la Plaza de Olivella y en ella la iglesia de San Ignazio de Olivella ejemplo de la decoración con piedras duras, esa sofisticación del mosaico. Ejemplo que se queda en una curiosidad si uno visita, a unos cientos de metros, la del Gesú di Casa Professa, base siciliana de la Compañía de Jesús. Si fuera uno prono al síndrome de Stendhal posiblemente sería el sitio de sufrirlo. Suelos, paredes y techos están obsesivamente cubiertos de escenas en bajo y altorrelieve en todos los colores posibles del mármol y lapislázuli. Arabescos, adornos florales, ángeles, santos, textos. La obsesión barroca por llenar el espacio vacío se lleva al límite y cada centímetro está decorado con detalle. En realidad no sabe uno dónde mirar porque la vista no descansa. Este ejemplo de poderío de la Compañía hasta el punto de la soberbia se racionaliza, lo racionalizan, explicando que el exterior del templo al igual que el exterior del cuerpo es vulgar y corriente pero el interior, con la ayuda de Dios es perfectible hasta el infinito. Suena bien pero al ver todo aquello, un exceso que sin embargo no se hace cargante, no hay racionalización que valga. Allí el guía Salvatore, con pinta de friki informático pero novicio de la IHS, en todo caso incel obsesivo y gafotas, nos explica a dos parejas de españoles los méritos artísticos y simbología espiritual de todo aquel exceso. Salvatore habla bien el castellano, rápido y rico, pero con un marcado acento italiano. Salvatore, quizá porque le prestamos todos nuestra mejor atención atenta, se va embalando y habla cada vez más rápido y empieza a gesticular. Los otros le hacen alguna pregunta atinada y Salvatore se embala y empieza a hablar como Salvatore. De pronto empieza a mezclar el castellano con el italiano y el francés y acaba la visita en una sorprendente jerga perfectamente comprensible, fascinante sincretismo idiomático en el quizá falta un poco más de portugués. En ese momento estoy a punto de sufrir el síndrome de Umberto Eco y contengo las ganas de gritar ¡Penitenciágite! ¡Veciños, roubaron o Corpo Santo! ¡Bonum monasterium, et qui si magna et si ruega dominum nostum! El Salvatore de Eco mezclaba por ignorancia y el Salvatore de San Ignazio mezcla, creo yo, porque cargado de entusiasmo se le va de las manos esa cosa siempre estudiosa y ecuménica de la Compañía.
El escritor. El escritor ya no anda por allí y apenas se le recuerda. Giuseppe Tomasi di Lampedusa consiguió algo difícil, ser escritor después de muerto y con un solo libro. El Gattopardo, final de una época, la historia de su abuelo. El palacio de los Tomasi, hoy Lanza-Tomasi, está también en la Via Butera, separado del que enseña el arquitecto Belvisi por otro similar. Hoy guarda sus manuscritos y su biblioteca pero reconvertido, supuestamente, en un hotel con encanto regentado por su sobrino, hijo adoptivo y heredero. Pero como no contestan a los mails para las prenotaziones y no se ven luces ni movimiento más parece uno de esos negocios para blanquear dinero o ahorrarlo en impuestos. Tomasi fue el último de una estirpe que los más entusiastas hacen llegar al emperador Juliano. No sorprende así el peso de la responsabilidad, hasta aquí llegaron y se acaba conmigo. Tomasi estaba visitando a su tío en Londres y conoció a su hijastra, Alessandra Wolf- Stomersee, princesa y psicoanalista letona, ahí es nada. Se casó contra el criterio de su madre, la también princesa Beatrice Mastrogiovanni Tasca di Cutò y por la enemistad de ambas princesas pasaban largas temporadas separados. Él en su palacio de la Via Butera y ella en el suyo en Stomersee, Letonia. Alessandra, Licy, se casó con otro príncipe letón que resultó ser gay y del cual se divorció. Guisseppe, por su parte estaba terriblemente influido por su madre sino completamente dominado. Licy, como se ve, acabó en el psicoanálisis un poco porque estaba llamada a los problemas que esa pseudociencia promete explicar. Desde que murió la suegra castrante se vieron más y acabó muriendo en Palermo donde están enterrados ambos. Los escritos psiconalíticos de Licy («L’aggressività nelle perversioni» y «Le componenti preedipiche dell’isteria d’angoscia») parecen disparar con bala contra su suegra. Giuseppe salía de casa todos los días y se iba caminando a un café en la Via Ruggiero VII, media horita andando. Giuseppe siempre salía de casa cargando con una bolsa de libros, en ella siempre Shakespeare, por tenerlos a mano para el caso de que le entrase la angustia. Luego de leer los periódicos escribía su novela. Sabiéndose próximo a la muerte por un cáncer de pulmón adoptó a un sobrino lejano, un Lanza, otra familia aristocrática, y dejó varias cartas con esas despedidas y deseos que no tienen lugar en un testamento notarial. Pide a Licy y a Gió, su hijo adoptivo, que intenten publicar su libro pero prohíbe expresamente que lo hagan a costa de la herencia o incluso con su propio dinero; qué vergüenza. Prohibe esquelas y los funerales deberían ser privados, esposa, hijo y futura nuera, y sin flores. Sólo unas semanas más tarde deberán enviar noticia a su amigo Guido Lajolo, ingeniero en Sao Paulo. Si se publicase la novela deberán enviar ejemplares dedicados a cinco o seis personas que deja señaladas. A renglón seguido, para que no quepa duda alguna, seja señalado de manera expresa que “Ma dichiaro anche che, delle persone vive, amo solamente a mia Moglie, Gió, Mirella. E che prego di avere la massima cura di Pop, allá quale sono assai affezionato.” Pop era su perra, hoy enterrada en el cementerio de mascotas de su primo Lucio Picolo, una villa en Calanovella donde pasó mucho tiempo. Lo cierto es que del Príncipe de Lampedusa, hijo de príncipes, esposo de princesa, no queda nada en Palermo. Casi diría que no saben quién es. La idea inicial de El Gattopardo era que toda la acción transcurriera en un solo dia pero, confesó el autor, no se veía capaz de escribir el Ulisses. Así nos hemos perdido la posibilidad de un Bloomsday, de una visita guiada por las calles sucias y decadentes de Palermo de la mano de quien mejor las conocía y el itinerario, el vagabundeo, se lo tiene que inventar uno mismo.