PALERMO

Lo primero que siente el turista al llegar a Palermo es la satisfactoria reafirmación su prejuicio de que los sitios chulos para poner ciudades en el Mediterráneo ya los pillaron todos los griegos. De ahí tanta batalla, tanta conquista y cambio de manos de ciudades como Cádiz, Nápoles, Palermo o Constantinopla. Palermo es una planicie semicircular rodeada de peñones, por algo la llaman la Conca d’Oro, de la cual es difícil salir o entrar si no es por el mar calmo que parece su continuación natural. Por esas montañas verdes y azuladas corrían los autos locos de los nobles europeos en la famosa Targa-Florio al principio de los 900, anticipando los roaring twenties. 1000 kilómetros sin paradas por caminos de cabras que hacían vencedores a todos los que conseguían acabar. La ciudad, abajo en la conca, está llena de palacios viejos, iglesias viejas, callejones viejos y plazas inesperadas. De los más de 450 palacios sólo unas docenas resisten habitables y el resto parece que fue ayer que los bombardearon los  chicos de Patton. Languidecen en la ruina, con las ventanas tapiadas y los muros arriostrados. Las Iglesias, casi tantas como palacios, aguantan mejor y vale la pena entrar en cualquiera porque el interior siempre sorprende, visto el color y estado del exterior. En realidad en Palermo hay que meter la cabeza en cada puerta abierta, sin vergüenza ni respeto. Una aparente ruina en un viccolo miserable puede esconder un enorme zaguán con frescos neoclásicos que da paso a un patio renacentista bellísimo poblado de naranjos y plataneras. La manía de construir los palacios en callejones hace pensar en la influencia musulmana en el mediterráneo y en Palermo en particular. Lo griego era perspectiva, lo romano la dignidad de la obra pública y lo musulmán la antítesis de ambas, el desprecio del exterior y la riqueza decorativa de los interiores. En Palermo, en el viejo Palermo, la mierda se extiende por las calles angostas en ocasiones ocupándola por completo. La recogida de basuras o no existe o se halla atrozmente infrafinanciada y parece que los palermitanos tienen un infinito suministro de sofás viejos y raídos que esperan en la calle algún suceso improbable junto con las bolsas de desperdicios. 

Con la intuición de un flaneur de barriada el primer paseo sin mirar el plano nos llevó a los mercados más típicos y los barrios más cutres; ejemplos cimeros de chabolismo urbano. En el mercato del Capo, el de Vucciría y el famoso Ballaro diríase que viven los palermitanos de venderse unos a otros naranjas y pulpitos a la brasa. La ciudad, entre ruinas de un tiempo glorioso y el tráfago de miles de scooters es un barullo constante y sorprendente. De una bocacalle aparece un adolescente sin camisa montando sin silla una yegua blanca mientras por la acera nos adelantan dos niñas negras con rastas hasta el culo, una en verde otra en rosa, compartiendo patinete eléctrico. De las fachadas cuelgan en racimos antenas parabólicas sucias que contrastan con la ropa limpia tendida en los balcones y casi en cada portal un peto de ánimas adornado con guirnaldas de lucecitas de navidad ofrece 100 días de indulgencia a quien se pare y rece un avemaría por Santa Rosalía. Perderse sin rumbo, tomar cafés en terrazas en medio de la calzada o sorber despacio Aperoles en veladores de mármol en una plaza imprevisible y con calma ver al paisanaje afanarse es un espectáculo a disfrutar sin entrada. 

El cocinero. En el mercato Ballaro se junta lo cutre con lo sabroso. La calle se convierte en restaurante y pasa uno rozando las raciones de pulpo a la brasa, de los prohibidos chanquetes, de las arancine y la caponata de pez espada. Un tipo pincha música tecno entre una barca de pesca (¿qué hace en un callejón a dos kilómetros del mar?) y una parrilla humeante mientras pasan motocarros cargados de escombro de una obra. Unas turistas bailan animadas bajo una imagen de San Cataldo adornada con flores de plástico y velas eléctricas que en su intermitencia no siguen la música. En una mesa de plástico en medio del adoquinado esperamos que nos atiendan. La camarera con cara de oriental nos obvia por razones desconocidas hasta que de la trastienda sale a fumar un cigarrillo Ruggiero, el dueño y cocinero. Ruggiero no nos deja escoger; spaghetti vongole, dictamina. Y dos Moretti. Ruggiero es grande, tiene pelazo negro y barba de dos días, y viste pantalón y chaquetilla negra de cocinero con bordados dorados, casi una guerrera de oficial. A Ruggiero le encanta España donde estuvo una vez, haciendo puerto como cocinero de la Armada. En realidad no sabe dónde estuvo, en un puerto, eso seguro. ¿Cartagena? No le suena. ¿El Puerto de Santa María? Sí, definitivamente sí. Vuelve Ruggiero apresurado y pregunta si al dente o más hechos. Nos miramos sorprendidos y al dente, definitivamente. ¿No nos deja elegir el plato y sí el detalle de la cocción? Vuelve de inmediato con los mejores spaghetti vongole del hemisferio norte. Luego se sienta con unos amigos y habla a gritos con motoristas que pasan y se detienen, todos sin casco, muchos sin matrícula. Piensa uno mientras saborea la pasta al dente que en Palermo las normativas europeas, esas normas neuróticas sobre el ancho mínimo vital de la jaula de la gallina o la temperatura de conservación de la leche fresca y mil detalles más, ni se cumplen ni se las espera. En Palermo parecen vivir a su puta bola, comiendo spaghetti al dente, un partigiano come presidente, con l’autoradio sempre nella mano destra, un canarino sopra la finestra.

El arquitecto. La Vía Butera corre paralela a la muralla española, frente al mar. En su día la nobleza construyó palacios adosados a la muralla con maravillosas terrazas mirando al mar.  sobre los barracones de los tercios. El primero el Palacio Butera que hoy ha recuperado con gusto el millonario Valsecchi para llenarlo con sus colecciones de arte antiguo y moderno. Valsecchi se pasea por los patios y recoge las hojas de palmera caídas durante la noche, las flores secas y los restos de hojarasca y las recoloca en cuencos de piedra, en los vasos de las fuentes secas, con la intención artística con la que colocaría flores en un arreglo de mesa. Allí nos aborda el arquitecto Belvisi, un tipo menudo de barba cana perfectamente arreglada que viste un improcedente chaleco de plumas de La Martina. Belvisi está jubilado, nos explica, y acercarse al palacio y hacer de guía es su razón para levantarse de la cama. Belvisi es algo asperger y no pilla bien, mejor nada, las insinuaciones y los chistes. Tampoco habla nada que no sea italiano. Durante dos horas nos muestra y cuenta todas las estancias del palacio, incluso alguna de las prohibidas en las cuales hay detalles arquitectónicos dignos de admirar o juegos de iluminación sorprendentes. Belvisi nos mete en el baño de señoras del restaurante para explicarnos la colocacion de unos espejos que, junto con una pintura roja en el techo, hacen que sea un espacio maravillosamente solucionado, acogedor y con una sensación de amplitud mucho mayor que el espacio disponible. La verdad es que se agradece esa pasión y la multitud de datos y explicaciones y el acceso a las zonas reservadas. Valsecchi quizá nos sigue porque aparece en la maravillosa terraza que mira al mar, en alguna de las enormes salas, y finalmente otra vez en el patio. Quizá también es su razón para levantarse de la cama cada día. En el palacio se mezclan el arte moderno con el barroco. Y como el dueño se ha limitado a colgar sus cuadros, exhibir sus porcelanas y cristales y colocar los muebles como si fuera su casa las explicaciones de Belvisi se hacen imprescindibles. Valsecchi considera que poner cartelitos a las cosas es una ordinariez y al lado del oleo de un paisaje romano del XVII puede uno encontrar una fotografía de Gilbert&George y un aparador Liberty palermitano con cráteras griegas. El caso es que lo que podría parecer un bazar, puestos en la elección y colocación el mismo interés que en ordenar las hojas de los patios, es un conjunto admirable de piezas de arte que vale la pena visitar. Belvisi se despide agradeciendo el favor de permitirle guiarnos y queda charlando con el dueño en el enorme zaguán por el que el Marqués entraba en su palacio. 

El erudito. Tras el edificio de Correos, una mole ideada como ejemplo del futurismo que te deja pensando si estás ante un acabado ejemplo de arquitectura fascista o por contra un ministerio soviético, está la Plaza de Olivella y en ella la iglesia de San Ignazio de Olivella ejemplo de la decoración con piedras duras, esa sofisticación del mosaico. Ejemplo que se queda en una curiosidad si uno visita, a unos cientos de metros, la del Gesú di Casa Professa, base siciliana de la Compañía de Jesús. Si fuera uno prono al síndrome de Stendhal posiblemente sería el sitio de sufrirlo. Suelos, paredes y techos están obsesivamente cubiertos de escenas en bajo y altorrelieve en todos los colores posibles del mármol y lapislázuli. Arabescos, adornos florales, ángeles, santos, textos. La obsesión barroca por llenar el espacio vacío se lleva al límite y cada centímetro está decorado con detalle. En realidad no sabe uno dónde mirar porque la vista no descansa. Este ejemplo de poderío de la Compañía hasta el punto de la soberbia se racionaliza, lo racionalizan, explicando que el exterior del templo al igual que el exterior del cuerpo es vulgar y corriente pero el interior, con la ayuda de Dios es perfectible hasta el infinito. Suena bien pero al ver todo aquello, un exceso que sin embargo no se hace cargante, no hay racionalización que valga. Allí el guía Salvatore, con pinta de friki informático pero novicio de la IHS, en todo caso incel obsesivo y gafotas, nos explica a dos parejas de españoles los méritos artísticos y simbología espiritual de todo aquel exceso. Salvatore habla bien el castellano, rápido y rico, pero con un marcado acento italiano. Salvatore, quizá porque le prestamos todos nuestra mejor atención atenta, se va embalando y habla cada vez más rápido y empieza a gesticular. Los otros le hacen alguna pregunta atinada y Salvatore se embala y empieza a hablar como Salvatore. De pronto empieza a mezclar el castellano con el italiano y el francés y acaba la visita en una sorprendente jerga perfectamente comprensible, fascinante sincretismo idiomático en el quizá falta un poco más de portugués. En ese momento estoy a punto de sufrir el síndrome de Umberto Eco y contengo las ganas de gritar ¡Penitenciágite! ¡Veciños, roubaron o Corpo Santo! ¡Bonum monasterium, et qui si magna et si ruega dominum nostum! El Salvatore de Eco mezclaba por ignorancia y el Salvatore de San Ignazio mezcla, creo yo, porque cargado de entusiasmo se le va de las manos esa cosa siempre estudiosa y ecuménica de la Compañía. 


El escritor. El escritor ya no anda por allí y apenas se le recuerda. Giuseppe Tomasi di Lampedusa consiguió algo difícil, ser escritor después de muerto y con un solo libro. El Gattopardo, final de una época, la historia de su abuelo. El palacio de los Tomasi, hoy Lanza-Tomasi, está también en la Via Butera, separado del que enseña el arquitecto Belvisi por otro similar. Hoy guarda sus manuscritos y su biblioteca pero reconvertido, supuestamente, en un hotel con encanto regentado por su sobrino, hijo adoptivo y heredero. Pero como no contestan a los mails para las prenotaziones y no se ven luces ni movimiento más parece uno de esos negocios para blanquear dinero o ahorrarlo en impuestos. Tomasi fue el último de una estirpe que los más entusiastas hacen llegar al emperador Juliano. No sorprende así el peso de la responsabilidad, hasta aquí llegaron y se acaba conmigo. Tomasi estaba visitando a su tío en Londres y conoció a su hijastra, Alessandra Wolf- Stomersee, princesa y psicoanalista letona, ahí es nada. Se casó contra el criterio de su madre, la también princesa Beatrice Mastrogiovanni Tasca di Cutò y por la enemistad de ambas princesas pasaban largas temporadas separados. Él en su palacio de la Via Butera y ella en el suyo en Stomersee, Letonia. Alessandra, Licy, se casó con otro príncipe letón que resultó ser gay y del cual se divorció. Guisseppe, por su parte estaba terriblemente influido por su madre sino completamente dominado. Licy, como se ve, acabó en el psicoanálisis un poco porque estaba llamada a los problemas que esa pseudociencia promete explicar. Desde que murió la suegra castrante se vieron más y acabó muriendo en Palermo donde están enterrados ambos. Los escritos psiconalíticos de Licy («L’aggressività nelle perversioni» y «Le componenti preedipiche dell’isteria d’angoscia») parecen disparar con bala contra su suegra. Giuseppe salía de casa todos los días y se iba caminando a un café en la Via Ruggiero VII, media horita andando. Giuseppe siempre salía de casa cargando con una bolsa de libros, en ella siempre Shakespeare, por tenerlos a mano para el caso de que le entrase la angustia. Luego de leer los periódicos escribía su novela. Sabiéndose próximo a la muerte por un cáncer de pulmón adoptó a un sobrino lejano, un Lanza, otra familia aristocrática, y dejó varias cartas con esas despedidas y deseos que no tienen lugar en un testamento notarial. Pide a Licy y a Gió, su hijo adoptivo, que intenten publicar su libro pero prohíbe expresamente que lo hagan a costa de la herencia o incluso con su propio dinero; qué vergüenza. Prohibe esquelas y los funerales deberían ser privados, esposa, hijo y futura nuera, y sin flores. Sólo unas semanas más tarde deberán enviar noticia a su amigo Guido Lajolo, ingeniero en Sao Paulo. Si se publicase la novela deberán enviar ejemplares dedicados a cinco o seis personas que deja señaladas. A renglón seguido, para que no quepa duda alguna, seja señalado de manera expresa que “Ma dichiaro anche che, delle persone vive, amo solamente a mia Moglie, Gió, Mirella. E che prego di avere la massima cura di Pop, allá quale sono assai affezionato.” Pop era su perra, hoy enterrada en el cementerio de mascotas de su primo Lucio Picolo, una villa en Calanovella donde pasó mucho tiempo. Lo cierto es que del Príncipe de Lampedusa, hijo de príncipes, esposo de princesa, no queda nada en Palermo. Casi diría que no saben quién es. La idea inicial de El Gattopardo era que toda la acción transcurriera en un solo dia pero, confesó el autor, no se veía capaz de escribir el Ulisses. Así nos hemos perdido la posibilidad de un Bloomsday, de una visita guiada por las calles sucias y decadentes de Palermo de la mano de quien mejor las conocía y el itinerario, el vagabundeo, se lo tiene que inventar uno mismo.

SEIS GRADOS DE SEPARACIÓN

  En ocasiones uno va a sitios como de comparsa o secundario. Ocasiones en la que es necesario estar pero podría uno no estar y, de consecuencia, acaba apenas estando o estando sólo de cuerpo presente. Ayer pasé dos horas en una de esas ceremonias civiles que se ofician en las empresas con anual periodicidad por las cosas de dinero y podría no haber estado porque fui enteramente prescindible. Son ratos en los que está uno como estando en la sala de espera pero cobrando. En esas ocasiones al poco los pensamientos huyen escapando de los números y las ratios y comienzan a vagar como medusas en el mar, aparentemente errabundas pero con una cierta intención que no sabe uno de dónde puede salir. Así divagué con cara seria y profesional sobre el asunto de los seis grados de separación, esa fantasía estadística según la cual de cualquier otra persona viva nos separan seis otras personas. Que si quisiera yo decirle algo por carta a Trump o a Putin y se la enviara al conocido que yo pensase que tendría más posibilidades de conocerlo, y este hiciera lo mismo, de media pasaría por seis manos hasta llegar a su destinatario. Ocurre que yo al Sr. Trump y al Sr Putin no tengo nada que comunicarles o que pedirles por lo que no este el caso. Sí tengo un cierto interés en conocer y caerle bien a S.E. Cab. Gr. Cr. E. Mas, un residente en la Ciudad Condal. Concretamente, según aparece en una página web, en un bello palacete a dos pasos de la Plaza de Cataluña. Y tengo la duda de si de este caballero me separarán seis grados o más o menos. Fantaseaba yo con él por español en la confianza de que estuviese más cercano que otros muchos con su misma dignidad que también podrían servir a mi propósito. Gente con apellidos compuestos y títulos honoríficos que habitan en el Vaticano, en Roma, Milán, Glasgow, Texas, Australia o Jerusalén, por poner unos ejemplos al azar. El Sr. Mas es Caballero de la Gran Cruz de la Ordine del Santo Sepolcro de Gerusalemme, en castellano Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén. Y el caso es que para entrar en esta Orden Papal de caballería es imprescindible la recomendación y presentación de un miembro y coincide que este español es uno de los cuatro Vice-Gobernadores Generales. Eso, por ponerlo en perspectiva, supone que sólo tiene por encima en la jerarquía al Gobernador General y al Gran Maestre. Y, eso lo damos por descontado, a Su Santidad el Obispo de Roma bajo cuya tutela y protección opera la Orden. Además de la presentación adecuada de un miembro doy por hecho que serán también requisitos innegociables el ser católico bautizado, mayor de edad y sin pena de excomunión vigente. Estas mencionadas, así como el buen comportamiento y bondad de corazón, las cumplo con creces, humildemente lo digo. Quizá se exija alguna otra como pagar una cuota o hacer un juramento pero ese no va a ser el problema. Y es que tengo especial interés en pertenecer a esta Orden de caballería cuya misión es “Conservar y propagar celosamente la fe en aquellas tierras, involucrando a los católicos esparcidos por el mundo, unidos en la caridad por el símbolo de la Orden, así como a todos los hermanos cristianos”. También tiene como misión el “afirmar y defender el derecho de la Iglesia Católica a la Tierra Santa”. A mi estos fines me parecen estupendos, loables incluso, y afirmo desde ya que merecería que el Gobierno la declarara de Utilidad Pública, como el Montepío de Toreros o las Aguas de Mondariz. Como las medusas uno quizá tenga una cierta voluntad pero desde luego no tiene completa agencia sobre sus fantasías y confieso que estos fines me motivan menos que vestir el uniforme que lleva aparejado la dignidad de socio. Una bella túnica blanca con la Cruz de Malta en el pecho, si no he traducido mal del italiano, y su espada y su collar. No obstante lo que me lleva a hacer este público llamamiento a los seis grados y la recomendación del socio es la posibilidad de gozar de los privilegios concedidos a los caballeros de esta orden por Su Santidad Julio III, uséase en algún momento entre el 1550 y el 1555. De conseguirlo podría:

Legitimar bastardos.

Cambiar a cualquier cristiano el nombre impuesto en el bautismo.

Conceder el perdón a prisioneros que se encaminan al patíbulo.

Poseer bienes de la Iglesia aun en el caso de ser laico.

Estar exento de impuestos.

Descolgar a prisioneros de la horca para darles cristiana sepultura.

Vestir prendas de seda con brocados.

Y luchar contra el infiel.

También tendría el privilegio de entrar a caballo en cualquier iglesia, incluso en la Basílica de San Pedro del Vaticano, y confieso que esto me aún hace más ilusión aún que legitimar bastardos. Y así, pensando a quien podría darle yo una misiva para hacérsela llegar al Vice-Gobernador General para Latinoamérica con residencia en Barcelona me vinieron a la cabeza Holmesss, Brema y el Marqués. Con esto se me fueron pasando las horas absurdas de las cuentas anuales, las auditorías y las previsiones de otros; fantaseando con legitimar bastardos y conceder indultos. Ya acabada la ceremonia, en las despedidas, me acordé del marido de una prima que vive en Premià. Y si le doy una vuelta más seguro que aparecen más que puedan conocer a Mas. Estoy poéticamente esperanzado. Conduciendo de vuelta ya me veía entrando en la Catedral a lomos de un alazán a recitarle poemas de amor a mi portuguesa, como en su día hizo Ramón Llull en la de Santa Eulalia. Laus Deo.

CUENTO DE NAVIDAD

El niño Anselmo Navarro y Anglada la mañana que cumplía los 10 años recibió un disparo en la cabeza, se supone que la bala perdida de un cazador aunque aquello nunca se aclaró. El médico Don Eladio se esforzó en sacar el proyectil alojado en su lóbulo frontal, según explicó luego. Aunque había estado en la guerra y había operado muchas heridas horribles sacarle aquella bala al hijo de su amigo el farmacéutico fue su peor experiencia. Operó sobre la mesa de la cocina cubierta con una sábana de lino, auxiliado por una comadrona y con la madre al otro lado de la puerta, llorando desconsolada. Al salir el médico entró el cura que le dio la extremaunción y a las cuatro de la mañana la casa quedó en completo silencio, salvo los suspiros de su madre. Anselmo estuvo en coma cuatro semanas en la improvisada mesa de operaciones, que era la de comer y cenar, porque el doctor prohibió cualquier movimiento. Su madre, Adela, y su tía paterna, Inés, además de asearlo con sumo cuidado y alimentarlo a cucharaditas de arroz con leche, purés de verduras y agua de los melocotones, fueron moviendo la mesa milímetro a milímetro para acercarla a la cocina de leña, para que el niño no pasara frío. Cuando ya estaban todos perdiendo la esperanza, aceptando la situación como normal y empezando a rezar por su alma más que por su recuperación, Anselmo despertó como si nada hubiera pasado. Las heridas estaban cicatrizadas y el doctor le hizo unas pruebas. Se acordaba y reconocía a la familia y decía sus nombres y en el pizarrillo de la escuela supo escribir el suyo con los dos apellidos, hacer sumas y restas llevando y dijo de corrido el padrenuestro y el credo. Anselmo recibió el alta y lo trasladaron a su cama con la orden de vigilar cualquier síntoma raro y avisar de inmediato. Su madre quiso estar en todo momento acompañando a su hijo y llegada la noche quedó a velarlo en una silla en su cabecera hasta que cayó rendida por el sueño. Al despertar el niño ya estaba despierto. Con el desayuno le preguntaron qué tal había dormido y Anselmo contó la verdad, que no había dormido, que se había pasado la noche esperando el sueño primero y al amanecer después, mirando a su madre. No fue hasta la tercera noche que sus padres se preocuparon y llamaron al doctor que le hizo una nueva exploración. Despierto, activo, animado y de buen humor el galeno descartó de inmediato la posibilidad de que aquel rapaz llevara tres noches sin dormir. Fisiológicamente imposible, dictaminó. La falta de sueño, explicó, produce falta de atención, de agilidad motora, de rapidez mental y de ordinario ocasiona mal humor e incluso depresión. Nada de esto presentaba el niño así que quedaba descartada la posibilidad del insomnio. Esa noche se turnaron su madre, su tía y su padre para contarle cuentos y hablar con él y, efectivamente, los adultos iban cayendo rendidos y el niño seguía tan fresco. Dos noches después avisaron de nuevo al médico. El niño no dormía y seguía tan activo como cualquiera de su edad. La orden que vino de vuelta fue que empezara ya a ir al colegio y que hiciera vida completamente normal. La actividad intelectual y física le vendría bien para agotarlo y que estableciera pautas de sueño normal en las horas nocturnas, desconfiando de que estuviera haciéndolo de día fuera de la vigilancia de los adultos. El caso es que después de dos semanas de actividad normal Anselmo seguía sin dormir mientras todos en la casa caminaban como almas en pena por la falta de sueño de vigilarlo y el nerviosismo de una secuela grave. Ahí la cosa se puso seria y Don Eladio desempolvó sus viejos libros de fisiología. El del Dr. Wundt, el del Dr. Sertoli, los dos tomos en alemán y letra gótica de Helmholtz, y los revisó de cabo a rabo para saber qué síntomas buscar y qué pruebas hacerle. Repasó incluso las notas al pie, los casos más extraños y las dolencias más inespecíficas en busca de algo que justificase la ausencia total del sueño. Lo poco que apareció fueron, claro, casos patológicos que cursaban con comportamientos anormales y constantes fisiológicas inauditas, disparatadas, que en Anselmo no se manifestaban, ni siquiera insinuaban. Para inducirle el sueño el médico le recetó láudano que su padre preparó en diluciones cada vez más potentes hasta plantarse y negarse al experimento porque las dosis rozaban la toxicidad incluso para un adulto. Nada lo hizo dormir. Anselmo se encontraba, eso sí, cada vez más malhumorado y huía de los adultos porque tanta atención, tanta preocupación, tanto miramiento se le estaban haciendo insoportables. Este malhumor duró hasta la noche de Reyes, seis larguísimos meses. Ese día los Magos le dejaron un libro, “Las aventuras de dos niños en el Amazonas”, que contaba las aventuras de dos hermanos de viaje con sus padres desde Río de Janeiro hasta Manaos en la época de Navidad y sus aventuras con animales, peces y otros niños en un largo viaje por el río. Anselmo no volvió a dormir nunca más y casi todas esas horas sobrantes, esas horas que los demás usan para descansar de noche, para echar una siesta a mediodía, las ocupó leyendo. Su familia, viéndolo alegre y sano y y tan enfrascado en sus lecturas atribuyeron su cambio de humor y su alegría a la obsesión por los libros y las aventuras que leía en ellos. Acabó estudiando farmacia como su padre y finalmente, luego de años de atenderlo juntos, heredó el negocio que le fue muy bien porque lo mantenía abierto las 24 horas. Pasaba las noches en la rebotica hablando con los amigos más bohemios o estudiando o leyendo, siempre rodeado de libros. Sólo en otra ocasión volvió a ser examinado por un médico por su falta de sueño. Por insistencia de su primer médico, un Don Eladio ya nonagenario que no olvidaba el caso y aún consultaba revistas de novedades y tomos mohosos en busca de una explicación, se dejó llevar a Madrid ver al famoso Dr. Kern Pàl, un húngaro especialista en asuntos del sueño de visita en España para un congreso. Nada resultó de aquello más que un interés superficial por parte de aquella supuesta eminencia. El viaje fue agradable, pausado y ameno, acompañando al viejo doctor que le fue contando sus aventuras y correrías de juventud ya lejana en aquella ciudad que ya era otra. Anselmo, me cuentan, fue siempre un tipo alegre, optimista y esperanzado. Un tipo que no dormía y pese a estar expuesto al mundo y sus tristezas, sus maldades y a veces sus inhumanidades, no perdía la ilusión y sabía transmitirla a los demás. Los clientes que se acercaban a su farmacia, mostrador donde recalan más moribundos y querulantes que en la barra de un bar, marchaban todos con palabras de ánimo, de esperanza, siempre acertadas para su caso. Tenía una ingenuidad infantil sin caer en la candidez o la credulidad que lo hacía cercano y querido por la parroquia que hacía cola para ser atendido. Aunque estuvo enamorado un par de veces nunca se casó, quizá porque lo muy extraño asusta y más si lo anormal se esconde tras la apariencia dela más absoluta normalidad. Algo se oculta, pensamos, cuando vemos a alguien reaccionar demasiado bien a una enfermedad grave o a una pérdida grande. En el fondo, aunque callaran, todos consideraban extraño que tras haber llevado un tiro en la cabeza, de que le hurgaran en el cerebro en una cocina y quedarse sin el descanso y el olvido que otorga el sueño pareciera siempre tan feliz, tan optimista, tan esperanzado. La respuesta a esa pregunta sólo se la confesó a un íntimo, compañero de cientos de noches de conversación en la rebotica, Antonio Permuy Penabad, a quien dejó todos sus libros y parte de su herencia. Aquella lejana noche de Reyes, con diez años, le ocurrió lo que no le ocurre a ningún niño, que vio entrar en su dormitorio a los tres Reyes Magos con sus capas, sus coronas, sus enormes bolsas cargadas de regalos y sus camellos engalanados y sedientos. Los Reyes, claro, quedaron extremadamente sorprendidos porque jamás habían encontrado a un niño que no durmiera. Estuvieron hablando con él un rato largo, al principio algo molestos, luego comprensivos y finalmente hasta divertidos, y eso ocasionó que aquel año hubiera un cierto retraso en las entregas. Anselmo esa noche supo que el espíritu navideño, algo ñoño e infantil, algo ingenuo y candoroso, no es una mera ensoñación. Que esa breve temporada de felicidad y disfrute podemos extenderla al resto del año, que esa época de corazones abiertos, de hospitalidad, de reunión con familia y amigos dispersos, de alegría sincera y honesta podría y debería impregnar todos los días de una vida. A él, condenado a vivir toda la vida en un único largo día eso le resultó sencillo. A los demás, que vivimos víctimas del cansancio y del olvido que nos da del sueño, eso nos cuesta más. Quizá por eso, pero sin pensar mucho en ello, se dedicó a recordárnoslo a todos con el buen humor, con la alegría y el optimismo de un niño la mañana de Reyes. Yo tengo en mi biblioteca un ejemplar del libro “Aventuras de dos niños en el Amazonas” que me regaló hace muchos años Antonio Permuy pero no tiene ni marcas ni dedicatorias y no tengo por ello manera de saber si ese ejemplar fue el de Anselmo. En todo caso, cada Navidad lo busco y le acaricio el lomo y me acuerdo de ambos.

CÓMO COCER UN HUEVO

Cocer un huevo es aburrido. Para cocer un huevo, además de estar en posesión material de un huevo, basta un cazo con agua, una fuente de calor y esperar. Esperar es aburrido y cuando uno se aburre fuma o fabula. Yo, si las circunstancias son propicias, hago ambas cosas al tiempo.

Dice la tradición oral que para cocer bien un huevo hay que rezarle un Credo Niceno Constantinopolitano empezando justo cuando el agua rompe a hervir; no antes, no después. Hago la expresa advertencia de que no vale para este menester un Credo de trámite, rapidito y a pasar, como hacemos en la Santa Misa, que el huevo de algún modo lo percibe y no cuaja. Son los huevos, en estas cosas, mucho más exigentes que los sacerdotes modernos, ya ve usted. Los huevos son preconciliares, por decir algo suave. Hay que darle al asunto la velocidad que el texto, si entendido y sentido, nos va pidiendo. El huevo y el Credo están en parecida disyuntiva, que viene siendo la cuestión de si antes de ellos hubo gallinas y verdadero cristianismo, duda que sin duda une mucho y crea un vínculo. En el caso de los ateos irredentos y anticlericales alérgicos es conveniente que lo sustituyan por la letra de La Internacional, también recitada sin los automatismos propios de apparatchiks resabiados. Han de respetar la cadencia del texto, imprescindible para que la letra les hurgue las entrañas y despierte el sentimiento de clase. Diríamos que como aquella ya lejana primera vez. Advierto aquí que no es en absoluto imprescindible levantar el puño o alzar la voz, llega con cantarla por lo bajinis. Vivimos en vecindad y al igual que no tiene por qué tomarnos las medidas el vecino saliendo en pelotas a la terraza tampoco tiene por qué saber que estamos cociendo huevos. He sabido que hipsters y modernillos tararean la Marcha Imperial de Star Wars, la sintonía de The Great American Hero o la BSO de Indiana Jones. Yo, personalmente, no lo recomiendo. La letra ayuda a llevar un ritmo, obtener una duración precisa y, salvo que sea usted percusionista profesional, tarareando se me va a ir de tempo y acabará dejando los huevos a medias, lo que viene siendo poché. Es de señalar, last but not least, que con el tarareo perdemos ese mensaje que en los otros casos nos servirá de palanca para el recogimiento y la meditación. Quien opte por el Credo además de cocer un huevo fácilmente entrará en ese estado de ánimo, en ese spritual mood que intuimos en las figuras de El Ángelus de Millet. Descubrió Dalí que el artista pintó y luego eliminó el ataúd de un bebé pero, habrán de concederme, lo mismo podría haber borrado una cazuela de agua hirviendo llena de huevos, algo muy daliniano, por cierto. Un recogimiento por la ausencia percibida, o Dios estará por todas partes pero no lo veo. Quien, por el contrario, se decante por La Internacional podrá abandonarse a la actitud emocional, proletaria y también campesina de la cartelería de los primeros años de la URSS. Es decir, decidida mirada al frente, orgullosa barbilla alta, gavilla de mies en una mano y hoz en la otra. Con sólo un poco más de esfuerzo puede incluso imaginar que el extractor de humos es el ronroneo de un tractor del Pueblo que bajo el sol socialista trepa una loma del Pueblo cosechando la mies del Pueblo. Repetir tantas veces lo de famélica legión, además, servirá de aperitivo para inapetentes. En el tráfago de la vida moderna son cada vez más escasos los instantes de recogimiento, de meditación y comunión, de contacto con los sentimientos y valores que nos fundamentan. Aprovéchenlos. Cuezan huevos y recójanse. Para finalizar sólo me resta hacer modesta mención a que esta receta, resultado de innúmeros ensayos, está científicamente calculada para que su lectura, si no se detiene Usted mucho en los detalles, demore lo que tarda en cocerse un huevo, más o menos.

SAN CRISPÍN

Hoy, tristemente, no es el día de San Crispín, cosa que no tiene en realidad la menor importancia. Crispín era romano y se hizo cristiano, seguramente por joder, como los jóvenes ahora que se hacen ecologistas, veganos y transexuales. Hay muchos que encuentran el sentido en ir en contra del sentido de la marcha, del sentido común y del sentido del humor. Se hacen contracorrentistas, integristas e intransigentes de cosas que no tienen la menor importancia y caen de pronto en una suerte de autismo adquirido que les aparta de la belleza de la metáfora, la inteligencia del ingenio y el cinismo de la empatía. Acaban en el páramo adusto de la literalidad y se pierden para la humanidad. Yo intuyo que el tal Crispín era así. El hermano de Crispín, Crispiniano, iba del mismo palo y consecuentemente se escaparon juntos lo que es de pobres de espíritu. Ser muy muy amigo de tu hermano es triste, aunque no sepa muy bien explicar por qué. Crispín y Crispiniano le recuerdan a unos compañeros del colegio de la hija mayor que se llamaban Everton, Cleverton y, el más pequeño, Wellington. Las razones que pueden llevar a alguien a llamar a sus hijos así, como declinando un adjetivo o conjugando un verbo, no las estudia la ciencia y es pena. Crispín y Crispiniano fabricaban zapatos por las noches, dice la wikipedia, y se pregunta uno si serán los duendes del cuento de los hermanos Grimm, otros tristes que iban en comandita y escribían al alimón. A los duendes el zapatero y su mujer les hicieron unos trajes y nunca más volvieron. A Crispín y su hermano les dio matarile el emperador romano porque se pusieron a predicar en Soissons, que cae cerca de Azincourt, donde los ingleses les dieron matarile a los franceses el día que se celebra a San Crispín, o sea, el 25 de octubre. Hoy no es 25 de octubre, día de San Crispín, cripto zapatero nocturno, cristiano confeso, patricio romano triste y santos de nuestra iglesia por haber sufrido martirio cocido en un caldero. Quiso la suerte que ese día se librara aquella batalla. Casualidad. No fue suerte sino genio que Guillermo Shakespeare, un tipo de de Stratford upon Avon, con tal disculpa haya escrito una arenga que hoy aún resuena. Ni estuvo allí ni se sabe que haya estado en ninguna batalla lo cual no le impidió escribir uno de los monólogos más emocionantes de la literatura. We the happy few, we the band of brothers. Hay cosas que resuenan tanto que pese a no saber más que los rudimentos del idioma llegan y emocionan y se graban en la memoria. Es una tristeza que Crispín y su hermano Crispiniano hayan tenido que padecer el pasearse por el mundo con esos nombres, sufrir largas jornadas nocturnas haciendo zapatos y las molestias del martirio y la muerte. Es una pena que haya tenido que morir tantos seres humanos y todos esos franceses en la batalla de Azincourt. Pero, egoístamente, con esa falta de empatía propia de la distancia geográfica y temporal, doy por bueno todo ese sufrimiento cuando oigo recitar el monólogo de Enrique V. Dios los tenga en su gloria, yo ya tengo la mía.

Χριστούγεννα

La parentela, como todas las grandes obras de la humanidad, para ser apreciada necesita perspectiva y ello sólo se logra con algo de distancia. La parentela insiste en la cercanía en momentos como los navideños y hay años en los que siente uno que la perspectiva de la reunión con cuñados y cuñadas, con sobrinos y sobrinas, le espesa la sangre. La sangre, como todos sabemos, se enfría y espesa en los órganos del cuerpo, como el cerebro, y se calienta en el corazón. Al menos eso era lo que decían los médicos griegos. Una retirada a tiempo puede ser, de hecho suele serlo, un movimiento inteligente si la idea es reagruparse para contraatacar. Con una idea poco clara pero parecida rondando en la cabeza eso que los antropólogos han dado en llamar la familia nuclear cogimos un vuelo y nos largamos a Grecia a contratiempo, cuando no hay turistas y se suponía que los nativos estarían en sus casas con sus respectivas familias amplias. Conscientes de que era un movimiento arriesgado confiábamos en que siempre hay quien dobla la contra en el jaleo de un mundo de palmas encontrás. Hace años vi una entrevista a un individuo que, afirmaba, compraba de inmediato billetes a todos los destinos en los cuales acababa de producirse un atentado terrorista grave: precios baratos, completa disponibilidad de servicios, más seguridad que nunca, atención exquisita. Además leí en el blog que Holmess estaba haciendo lo mismo en Israel. Otro offbeat pero en la banda contraria del Mediterráneo, en la zona peligrosa.

CANTO PRIMERO – El Viaje

Los viajes en este siglo suelen comenzar con un anticlímax, arando al dilúculo en bustrofedon el enlosado yermo de una terminal a la mortecina luz de unos fluorescentes. Le hacen caminar a uno arrastrando un carrito como el buey manso de Odiseo cuando éste se hacía el loco para no ir a la guerra, en nuestro caso huyendo de una posible guerra. Caminas a izquierda y derecha en los surcos que con cintas ha establecido el servicio de seguridad, de derecha a izquierda después y luego otra vez de izquierda a derecha. Supone esto dar doscientos pasos para lo que podrían ser diez, a lo que se suma de inmediato la respetuosa vejación del registro y cacheo, como las novias tristes que al amanecer acuden al visavis mensual en esas prisiones grises que, como los aeropuertos, siempre construyen en un descampado. En estos casos siempre tengo la sensación de que por una tontería, una pasta de dientes sospechosa, un cortaúñas olvidado en un bolsillo lateral, acabaré atrapado en un aeropuerto como Sofía Loren en el de La Guardia abrazada a una mortadela. Ante lo inevitable sólo queda acudir a la cristiana resignación y, en su caso, ofrecer el sufrimiento al señor como expiación de los pecados. Empezar tan mal tiene la contrapartida de que lo que venga siempre será mejor. Amén.

CANTO SEGUNDO- Las sirenas

Durante el vuelo repaso los caracteres griegos y las posibles transliteraciones, porque uno siempre ha sido de preparar los exámenes el día antes cuando no en el cambio de clase. Las letras raras que usan los griegos producen intensa desazón porque luego los sonidos son idénticos a los que usamos en el castellano, como que las unas no se corresponden con los otros. Al oír el griego siente uno que debería entender lo que le dicen porque reconoce perfectamente las sílabas, claras, castellanas, vallisoletanas incluso, pero en realidad hablan como Ozores cuando hacía la gracieta. Se siente uno afásico, convaleciente de un ictus cultural. Hace muchos años, cuando viajé de Interrail en el siglo pasado, amanecí con una leve resaca en un albergue cutre en Roma. Me despertaron las voces entre el ocupante de la litera de arriba y el de la colindante de la que me separaban escasos treinta centímetros. Dos tipos charlaban animadamente en lo que parecía un perfecto castellano pero mientras salía lentamente de la modorra puse atención para ver qué decían fui incapaz de entender nada en absoluto. Al levantarme inquieto y mirarlos con susto vi que uno tenía a los pies de la cama una toalla con la bandera de Grecia, que podría haber confundido perfectamente con la del Depor, pero que de tan alerta que estaba reconocí de inmediato. Quizá eso es lo que le pasó a Ulises con las sirenas, que le hablaban con dulces voces humanas en una lengua de sonidos próximos pero incomprensibles, sirenas castellanas. El intenso repaso, debidamente atado al asiento, me permite transliterar rápidamente el primer cartelito en la terminal y leer “exodos”, así que todo en orden. Unas horas después repite uno la operación con el que cuelga de la puerta de una tienda en Kolonaki y lee “orarios litúrgicos” y sabe que pese a todo está en casa y que las sirenas, por esta vez, aunque intentaran enloquecernos, no lo iban a conseguir.

CANTO TERCERO – La polis 

Atenas produce la sensación de que aún es de los atenienses y no del Ayuntamiento. La civilización, nos dicen e insisten, consiste en rayas en el suelo, movimientos ordenados, aparcamientos regulados, horarios preestablecidos y la sensación constante de ser guiado por la mano invisible del poder municipal. Lo público es del estado que graciosamente lo presta para lo que le parece correcto y no más. Las calles están cada vez más llenas de regulaciones que no son más que cintas invisibles como las del aeropuerto que te hacen vagar manso de izquierda a derecha, parar aquí y seguir allá. En Atenas la calle, lo público, es aún del ciudadano y por ello levemente desordenada, ocupada y vivida por ávidos mercaderes, bulliciosos ciudadanos y transeúntes desorientados. Las terrazas de los restaurantes invaden, los coches van en dirección contraria si conviene y los comercios tienen a su frente, en la acera, cajas atornilladas al pavimento como aquí los limpiabotas hasta no hace tanto. Los tenderos adornan las calles estrechas con luces y guirnaldas amarradas a fachadas propias y ajenas, a postes de la luz y a las escasas señales de tráfico. Los vecinos instalan en rincones al tuntún cientos de comederos para los miles de gatos que pululan por solares vacíos y callejuelas abigarradas. Sin duda Atenas es, todavía, de los atenienses y no del ayuntamiento. Los atenienses caminan despacio, charlando, y comen con calma pero bulliciosos en locales hacinados donde las mesas están a diez centímetros unas de otras, como la que le ponen a Ray Liotta en el club en “Uno de los nuestros”. La interacción viene casi obligada y la carta la puedes sustituir por una mirada a la mesa de los vecinos. Alargan la comida y la cena y suenan cítaras y cantan mocitas vestales y abuelos abrazan a nietos. Es Navidad.

CANTO CUARTO – Ciudadanos y metecos

La disminución de turistas en esos días hace que uno tropiece más con ellos, con los atenienses. Familias de tres hijos, camareros relajados, monumentos solitarios y restaurantes llenos. Se agolpan en mercadillos callejeros de parafernalia navideña, de libros de lance, de muebles usados y ropa vieja que ocupan aceras y plazas. Estos mercados son al comercio lo que la casquería a la alimentación, restos despreciados en los que quien entiende encuentra el ingrediente sabroso. Se me antojó una Odisea, a ser posible vieja y en griego porque qué otra cosa comprar en una librería de lance en Grecia, pero fue imposible. De eso los cabrones no se deshacen. Me fui con un ejemplar de “El Extranjero”, ΣΗΜΕΡΑ ΠΕΘΑΝΕ Η ΜΑΜΑ. ΜΠΟΡΕΙ ΚΑΙ ΧΘΕΣ, ΔΕΝ ΞΕΡΩ, mamá murió hoy, tal vez ayer, no sé, porque me pareció apropiado. El tipo, un amabilísimo librero de viejo en la mediana edad, visto mi interés no satisfecho revolvió en la trastienda y salió con un ejemplar de regalo que agradecí como procede en oriente, con gran alharaca, moviendo las manos y la cabeza y con un absurdo mix de griego urgente de turista, torpe ingles comercial y castellano como opción a la que caer por defecto. Más tarde, no sin esfuerzo, llegué a traducir el título, dos ensayos de un tal Volanaki llamados “El arte como fenómeno social” y “El socialismo democrático como ‹‹tesis››”. Tiene ciento treinta y cinco páginas y las últimas cuarenta y cinco son citas de críticas laudatorias recibidas por el autor por sus anteriores trabajos. No es como que te estafen en un restaurante o que el taxi te dé un paseo de cincuenta euros para ir a la calle de al lado, pero es un poco cachondearse del extranjero, o xenos, deporte mediterráneo desde los fenicios. Timeo danaos et dona ferentes. Para desengrasar de tanta intersección político cultural, en el aeropuerto, el día de la vuelta, me compré una novelita de vaqueros, “O ΑΝΘΡΩΠΟΣ ΠΟΥ ΔΕΝ ΠΕΘΑΙΝΕ”, quizá “El Hombre que no murió”. 

CANTO QUINTO – Los dioses 

Una mañana de Navidad en Glasgow, en otra huida anterior, salí a comprar pan fresco y vino a la convenience de un sij, única tienda abierta en tan señalada data, y mientras volvía por la acera desierta escuché un repique de campanas. Acabé a la puerta de una iglesia en Great Western Road que resultó ser la catedral de la iglesia episcopaliana escocesa charlando con Gregory, obispo de Glasgow. Gregory iba vestido de tuno, con zapato de hebilla grande, calcetín blanco, bombacho de terciopelo, chaleco y capa amplia hasta el tobillo. Gregory se había maquillado y llevaba un micrófono finito de esos de color carne que se sujetan a la oreja, como el de la Pedroche dando las campanadas. Gregory, un tipo abierto y encantador, esperaba y saludaba a los fieles a la puerta de su iglesia en una luminosa mañana según los parámetros escoceses y me invitó a entrar a la misa de Navidad y compartir con ellos la ceremonia. Llegaban familias muy arregladas con niños y niñas vestidas de domingo y yo, que me veía muy escocés al salir de casa con un encerado Belstaff y una gorra de Peaky Blinder, de pronto me encontré un poco de trapillo, con mi bolsa de plástico llena de pan bimbo y vino australiano. Nada más entrar me ofrecieron té y galletas y una hoja parroquial que planteaba en letras grandes la pregunta ¿Se puede dar de mamar en la iglesia? Respondía un rotundo sí ofreciendo un argumento demoledor: tenemos la iglesia llena de óleos de la Virgen María dando de mamar, seríamos hipócritas si lo prohibiéramos. Siguiendo el antecedente la mañana de Navidad nos plantamos a las seis y media la hija mayor y yo a la puerta de la “Ieros Naos Koimiseos Panagia Cryssopolitissa”, lo que vendría a ser la Santa Iglesia de la Asunción de la Virgen de la Cueva Dorada. O algo así. Más o menos. Nadie lo tome por correcto sin ulterior investigación. Los griegos en sus templos ortodoxos manifiestan el típico horror vacui oriental y donde no hay un santo pintado, porque ya no cabe, pintan estrellas doradas. A esas horas intempestivas antes del alba estaba ya todo lleno y la amplia nave se iluminaba sólo con unas velitas estrechas, largas y amarillas como los grisines que los fieles pinchan en unos grandes cubos de latón llenos de lo que en la oscuridad parecía arena de gato. A izquierda y derecha del retablo, tres a cada lado, unos tipos barbudos que pensamos eran los sacerdotes salmodiaban incansables pasándose de uno a otro la voz cantante en un ambiente cargado de incienso pero extrañamente relajado. Los fieles entran y salen, se sientan y se levantan, se persignan, se acercan a un icono y lo besan, cada uno va a su aire; no daba en absoluto la impresión de que hubiese unas instrucciones que seguir, a lo sumo alguna prohibición. A la media hora o así se encendieron unas luces eléctricas y nos vimos un poco más las caras y de resultas un sacristán se acercó a decirle a mi hija que estaba en zona de hombres, que tenía que cambiar de banco. Efectivamente, y con las luces lo comprobamos, mantienen la segregación por sexos y a la izquierda las mujeres y los niños y a la derecha los hombres. Con la llegada de la luz advertí también con sorpresa que mi compañero de banco era sosías de Trooper. Su altura, su nariz, sus ojos claros, su mentón, su pelo entrecano y su relajada elegancia enjuta. Llevaba zapatos de charol, levita negra hasta la rodilla con cuello mao perfectamente abotonada y le sobresalía un cuello blanquísimo y almidonado de pajarita. Me faltó nada para darle un abrazo. Al rato apareció el sacerdote, un hombre canijo que recordaba a Jordi Pujol revestido con todas las dignidades del cargo: sotana, estola y gorro profusamente bordados en oro. Oficiaba detrás del retablo y sólo se podía entrever el altar por los huecos de unas puertecitas. Como James Stewart en “La Ventana Indiscreta” sólo alcanzábamos a ver fragmentos de la actividad incesante, aunque algo enlentecida quizá por la edad, de aquel siervo de Dios. Como el horror vacui se extendía a aquel su recinto privado por momentos daba la impresión de estar fisgando a un afectado del síndrome de Diógenes trastear con sus cositas. Mientras, seguían constantes las letanías de los diáconos, hipodiáconos y lectores, vaya usted a saber el cargo exacto, pero ya con otra cadencia más solemne. Trooper, a quien yo miraba de reojo cada poco porque no terminaba de creer que no fuera él, no apartó la mirada ni un solo instante de aquel tráfago y se levantaba y persignaba cada diez minutos o así en salvas de tres, como nos manda Dios los estornudos. Por dos veces salió el sacerdote por la puertecita de la izquierda precedido por un séquito de dos monaguillos llevando velas y cruces de oro y seguido por cuatro acólitos con alba y estola portadores de otros símbolos que ya no recuerdo, para darse una vuelta por los pasillos de la iglesia. El sacerdote la primera vez mostraba un libro, se supone que la Biblia, con cubiertas metálicas de oro y pedrería. La segunda un cáliz y una patena cubiertos ambos con paños de terciopelo profusamente bordados. Llevábamos así en este ambiente relajado, canturreante y meditabundo casi dos horas cuando mi hija desde el gineceo me hizo una seña y me explicó por lo bajinis que había mirado en la Wikipedia que la liturgia original duraba seis horas y que, incluso en estos tiempos modernos, la reducida para fiestas quizá se alargase hasta tres. De consuno y de inmediato decidimos que como muestra iban ya varios botones y, despidiéndonos del acomodador que la había echado de mi lado y ahora guardaba la puerta, nos fuimos a desayunar.

CANTO SEXTO.- Los Templos

La Acrópolis es parada obligada y verla sin gente luce mucho. Puede uno ser curioso y demorarse sin que le molesten demasiado, exactamente lo que se espera de una visita a esos sitios. Están reconstruyéndola pero se ve que con calma y quizá incluso con cuidado. El blanco de los mármoles le da un falso aspecto minimalista a lo que imagina uno que debió ser colorido y abigarrado como un pueblo mejicano. Un poco como las casas de Álvaro Siza, que dan la impresión de que acabado el trabajo de los escayolistas el promotor quedó sin presupuesto para que entraran los pintores y amueblarla. Yo creo que las ruinas tienen un poder evocador mucho mayor que los edificios bien conservados. Y es por esto más fácil imaginar allí a a púberes canéforas ofrendado acanto o al mismísimo Aristóteles sentado en una piedra, viejo y agotado por la pronunciada subida, que a Luis XIV paseando con María Antonieta por los pasillos de Versalles. El pasado y la imaginación de su recuerdo están más vivas en la descomposición y en los restos que en aquello que conservamos en formol, intacto pero inerte. Bajando de la Acrópolis en la calle Tripodón está la Linterna de Lisícrates. Los ricos atenienses estaban obligados a actuar como coregos, se supone que por turno, lo que vendría a ser un concejal de fiestas pero pagando ellos todos los gastos de los festejos, los juegos y el teatro. A los ganadores les levantaban monumentos por esa calle y la linterna la erigió el tal Lisícrates, dicen, en honor a un coro de hombres vencedor en un año que leí pero no recuerdo. Esta costumbre un poco antigua y un poco bárbara sigue extrañamente vigente, al menos en Lugo. Paseando el Tripodón me acordé de Jaime Veiga natural de Lampazas, al lado de Samos, en pleno camino de Santiago. Veiga hizo dinero en Barcelona con bares y restaurantes y ahora paga las fiestas del pueblo todos los años, como Lisícrates hizo en su día. Lampazas tiene tres casas y diez vecinos y en las fiestas actuaron todos los artistas que le gustan a su madre: Norma Duval, Juan Pardo, Los del Río, David Civera y la lista sigue. Los trailers de las orquestas apenas consiguen llegar. Por ahora el corego Veiga de Lampazas no ha construido monumento alguno pero, de mediar provocación, podría llevarles el agua corriente en cualquier momento. A quien ha hecho el Camino le ha ocurrido que por una casualidad limitada se cruza con las mismas personas en las paradas y desvíos que va haciendo, hasta que tan misteriosamente como aparecían dejan de hacerlo y, por un instante, se las echa en falta. Así con una pareja de japoneses, igualmente turistas de temporadabaja, que se nos cruzaron en la Acrópolis, donde el monumento del corego, viendo a los evzones en el cambio de la guardia y paseando a la deriva por el museo. En el templo de Zeus, por algún motivo inexplicable, resultaban encantadores cogidos de la mano. Me parecieron misteriosos quizá porque uno a los orientales no les adivina la intención. Recordaban a la pareja de “Mistery Train”, la película de Jarmusch. Aquellos japoneses acarreaban una maleta por Memphis buscando los lugares de Elvis, aquí compró la guitarra, allí grabó el primer single, como primera parada en su peregrinación a Graceland. Estos vestían igualmente disfrazados y recorrían Atenas quizá buscando lo que todos los turistas pero con intenciones que me gusta imaginar distintas. Ella iba con trenzas, falda corta de colegiala, plumífero amarillo, un gorrito de lana con orejas de gato y llevaba a la espalda una mochila de Pikachu o un muñeco similar pero distinto. No me agobio por este mi desconocimiento porque con seguridad ellos, a la recíproca, tampoco distinguirían una Inmaculada de una Verónica. Él a su vez llevaba un abrigo de cuero muy rígido color topo que le llegaba hasta los pies y con los cuellos muy altos. Se adornaba además con un tupé extraordinario, fascinante. Caminaban de la mano, mirando curiosos y pese a recorrer varios templos sólo los vi hacerse una foto ante el cartel de una hamburguesería. Me pregunto si habrán encontrado su Graceland.

CANTO SÉPTIMO.- La Isla

Desde el avión se advierte perfectamente lo que mirando el mapa se intuye, que Grecia tiene la geografía de un embalse, el hermoso resultado de una inundación hidroeléctrica franquista. Escarpaduras serpenteantes y quebradas hasta el agua mansa, casi empantanada, del Egeo. Por rematar el asunto nos fuimos a una isla, que yo prefería hubiese sido Lafkada, porque siempre me ha fascinado Lafcadio Hearns, nacido allí. El tipo, hijo de una griega con problemas psiquiátricos y un oficial británico, fue despachado a Irlanda a casa de una abuela sólo para ser enviado por ésta a los USA con billete de ida, sin dinero y sólo una carta de presentación a un pariente lejano. Allí empezó a escribir con estilo y éxito y luego de escandalizar casando con una negra la dejó y se fue a Japón, donde se casó con una japonesa y murió perfectamente integrado traduciendo poesía vestido con un kimono. No pudo ser y nos fuimos a Corfú, para los griegos Kerkyra, que es una isla preciosa. Corfú fue posesión del Dux que la perdió a manos de los franceses cuando, agotada y muelle, la Serenísima se rindió al emperador por temor a que bombardeara y destruyera Venecia. Entregarse así, sin manifestar el mínimo ánimo de luchar por existir, es sinónimo de desaparición. Los corfiotas debieron de asumir bien el cambio porque la isla sigue llena de escudos con leones y nombres de calles y plazas que recuerdan el pasado veneciano y, al tiempo, el nombre más común para un hombre sigue siendo Napoleón. Estar lejos matiza mucho los acontecimientos y  les quita hierro. Más tarde, cuando Wellington y lo de Waterloo, pasó a ser posesión inglesa, lo que se advierte también en muchos detalles, no sólo en la colonización de la familia Durrell, que la hicieron escenario de, casi, todas sus novelas. Finalmente fue entregada a Grecia en el 1864. Antes, mucho antes de eso, allí recaló buscando refugio Ulises, cuando la isla se llamaba Esqueria y la habitaban los feacios. Dicen que recaló en la playa de Paleokastritsa, que en realidad son tres separadas por un promontorio en cuya cúspide alguien construyó un monasterio. Por allí estuvo también Don Miguel de Cervantes, embarcado en la flota española, amarrada en puerto varios meses porque andaba siempre a la busca de las galeras del moro este les daba esquinazo de isla en isla rehuyendo cobardemente el combate. Corfú es muy montañosa en el norte y conduciendo tiene uno la sensación de estar todo el tiempo entrando o saliendo de un garaje, con pendientes que no cumplen las normas ISO y curvas de 350 grados. Pese a todo o quizá por eso es una gozada recorrer sus carreteras estrechas bien acompañado, un poco sin rumbo, con la ventanilla bajada, el codo fuera y haciendo sonar bien alto el “Ruby, my love” de Cat Stevens, ahora conocido como Yusuf. Ruby, my love. You’ll be my love. You’ll be my sky above. Who’ll be my light? You’ll be my light. Los viajeros ingleses del XVIII, pese a dárselas de descubridores, sabían perfectamente que los sitios sólo se conocen bien si uno tiene un guía local y si puede ser también un sherpa porteador. Eso nosotros ya lo sabíamos porque tal cosa fue lo que hicieron antes Cortés y Pizarro nada más llegar a las Indias, confraternizar con los locales. A falta de personal voluntario y sin presupuesto para un profesional, en una isla sin visitantes salvo nosotros pero poblada de feacios acogedores, vas preguntando y te dirigen a los lugares adecuados, que al final siempre son dónde comer bien lo que da la tierra. Puede afirmarse que si en Grecia se come bien a cualquier hora del día o de la noche en Kerkyra, esa isla del extrarradio helénico que mira a Albania, se come aún mejor. 

CANTO OCTAVO.- Vuelta a casa

La única razón para viajar, para irse, es volver a casa, y lo hicimos con la sangre caliente, bien pasada por el corazón y convenientemente reagrupados.

LA SANTA COMPAÑA DE INISHERIN

Inisherin es una isla inventada que, dicen, vendría a significar “la isla irlandesa”. En Inisherin, no obstante, no hay ni un solo árbol, sólo piedras y hierba y agua. Mirando al agua, del mar o de un lago, los protagonistas hacen sus reflexiones. Y del agua viene la muerte; al otro lado del estrecho que los separa de Irlanda se oyen explosiones y al lago se acercan desesperados los habitantes de la isla pensando en el suicidio o directamente a suicidarse. Por la isla circula la muerte vestida como la imagen de la Virgen que vigila el camino, sólo que una va de negro y habla anunciando desgracias y la otra, como mandan los cánones, sólo mira beatífica. Colm y Padraic son amigos y si el uno tiene de mascota un perro, un border collie, el perro más inteligente a decir de los que entienden, el otro convive con un burro. Un burro pequeño, suave, peludo, manso y doméstico. No nos consta que le gusten las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar y los higos morados, con su cristalina gotita de miel, pero podría ser perfectamente. Esto ya nos indica a las claras lo que pocos mencionan, que Colm es inteligente, incluso con ínfulas, y el otro, Padraic, es tonto. No tonto de dios, como el pobre Dominic, sino un simple, un tonto doméstico y bonachón, un tonto que uno soporta porque en el fondo no es definitivamente tonto y es buena persona. Un tonto así es un peso que uno se echa al hombro y con el que carga, si no hay una desagracia, para siempre. Padraic, el tonto, convive con su hermana, unas vacas y el burro. Ella lee, Padraic pastorea las vacas y bebe con Colm y el burro, manso y doméstico, pasea por la casa. Un día Colm decide que ya no es amigo de Padraic, para sorpresa de éste y de todos en la isla. La razón es que considera, ahora, que su amigo es aburrido, palabra que lleva por medio la raíz de burro, y que no va a perder más su tiempo con gente aburrida, que necesita componer una canción para trascender, como Mozart o Bach. De ordinario el demonio meridiano, el aburrimiento del Salmo XC, a sagita volante in nocte ab incursione demonio meridiano, se ha identificado con lo lascivo y con las tentaciones de la lujuria. Así que el aburrimiento como afección del alma que sufre Colm, a quien de pronto le urge su tiempo, es la que aqueja a Cyril Connolly en “El sepulcro sin sosiego”, la de la pérdida del tiempo con los congéneres aburridos, los que no aportan. “De hecho, a medida que envejecemos descubrimos que las vidas de casi todos los seres humanos carecen de valor, con la excepción de aquellas que contribuyen al enriquecimiento y la emancipación del espíritu. Por seductores que puedan parecernos en la juventud los dones animales, si en la madurez no nos han llevado a enmendar ni un solo carácter dentro del corrompido texto de la existencia, entonces habremos perdido el tiempo. No merece la pena conocer a nadie que haya superado los treinta y cinco años si no se trata de alguien capaz de enseñarnos algo más de lo que hayamos podido aprender por nuestra cuenta en un libro”. Comoquiera que Padraic, el alegre irlandés al límite de la tontería, tiene su vida asentada en las tres patas del burro, su hermana y Colm, no resiste la falta de una. Su mundo se tambalea. Dominic, mucho más tonto, intenta pegarse a Padraic como este se pegaba a Colm y es suavemente rechazado. Las intenciones de Dominic son rondar subrepticiamente a Siobhan, lo que nos hacen aventurar que quizá fueron también las de Colm en un pasado ya olvidado. La insistencia de Padraic en una explicación y en retomar la amistad llevan a la inexplicable decisión de Colm de cortarse un dedo por cada intento de acercamiento, cosa que lleva a cabo. La crueldad de los hombres, no así la femenina, lleva asociada inexorablemente la violencia, que ejerce contra sí mismo porque no hay razón para ejercerla contra Padraic. Siobhan, lectora empedernida y cuidadora de su hermano, marcha de la isla cruzando el mar hacia la tierra, de donde sólo llegan los sonidos de la guerra. Dominic, abusado por su padre, sin esperanzas de tener amores con Siobhan y perdida la fe en Padraic, se suicida. El burro se atraganta con un dedo cortado y se muere. En su desesperación Padraic hace el mal, lo cual le libera de su vinculación con Colm. Stefan Zweig dejó escrita una novelita “La piedad peligrosa” en la que un joven y brillante militar en su primer destino en una ciudad de provincias, por conmiseración y porque es bella y buena, entra en relación con una muchachita simplona e inválida que al poco tiempo le pesa como una losa al cuello. Todos alaban su bondad y caballerosidad por ocuparse de darle afecto, todos dan por hecha una relación que a ella la salva. Todos excepto el médico de ella, quien aparece como insensible y cruel, que le advierte del peligro de la piedad, de cómo enterrará su futuro en una relación en la cual por su parte no hay amor. Colm, piadoso en su día por razones que no se explican y que seguramente están olvidadas, intenta huir al final de sus días de la piedad peligrosa, entregándose a un intento urgente de trascender con la música. Colm quiere aportar al espíritu, ser recordado por una tonadilla al violín que se llamará “Banshees of Inisherin”. Las banshees son almas en pena que anuncian la muerte con chillidos, son la Santa Compaña de muertos en vida que si los ves te arrastran a su eterno vagar. Los tontos, el burro y Dominic, mueren. Los listos, Siobhan y Colm, escapan aunque con heridas. Padraic, en tierra de nadie, sigue en su mundo pequeño, pero triste y solo, abrazado a una vaca. Connolly, ese sabio desabrido como el médico de Zweig, se diagnostica después de huir de los aburridos, de los que no le enriquecen: “Tengo el corazón seco como un riñón. Tengo el corazón comido por las bestias. Tengo el corazón reducido a un músculo.” Nada es gratis.

TÁR

Si miras en la Wikipedia, esa enciclopedia infantil, el conocimiento al alcance de todos, Tár significa lágrima en islandés, en noruego medieval y en lo que sea que hablan en las Islas Feroe. Quién sabe, porque también podría ser una herida o un roto. Tár queda así en una pregunta, que es, más o menos, lo que le queda a uno en el cuerpo al salir del cine. Ella misma, la propia Lydia Tár, en realidad Lucy, lo explica en una clase magistral: Bach es interesante porque hace preguntas y ofrece sólo opciones de respuesta. La protagonista con ese nombre es una directora de orquesta con todos logros que en este mundo actual se valoran, tantos que parece un general coreano con medallas hasta en la espalda. Es mujer en un mundo de hombres, más brillante que ellos, ofrece becas a mujeres, es lesbiana masculina pero, contra la imagen típica, viste impecable de sastre como Catherine Hepburn, como la misma actriz en El Aviador. Tár es fría y calculadora, algo que se le disculpa dadas las circunstancias, y se comporta como un hombre frío y calculador y antiguo. En esa clase magistral que se ha mencionado avergüenza a un muchacho, un hombre según los parámetros de hace veinte años, nervioso, tembloroso y recitador del dogma imperante, porque como gay racializado desprecia a Bach, pecado mortal en un músico clásico y merecedor por ello del oprobio y aún del ostracismo. El muchacho se centra en cosas abstrusas que no entiende, en dirigir música atonal de una directora islandesa, y no sabe a dónde pueden llevar. El muchacho, el hombre, que se marcha llorando, es el mundo que viene, ese en el que Tár se mueve y desprecia. Podría ser por convicción, como se apunta en ese incidente o por hipocresía, como resulta de la práctica totalidad de la película. Quienes giran a su alrededor son incompetentes como el director de su fundación, flojos de carácter e interesados como su asistente, flojos y débiles como una alumna amante que se suicida, fuerte e interesada como la chelista a la que arbitrariamente promociona, viejo y vanidoso como su maestro, viejo y servil como el director ayudante. Tár ve e intuye en la música cosas que otros no ven, es dueña del tiempo que maneja a su antojo con su mano derecha, y cree que con la música, con la batuta, también mueve el mundo y así otorga favores y los retira manejando el tempo y sobre todos los silencios al aire de su promiscuidad. En los instantes de silencio se obsesiona con sonidos que desconoce y no controla, zumbidos de electrodomésticos, tictacs de metrónomos, siseos en la noche. Como medida de su mediocridad se nos muestra cómo se empeña en componer e insiste en tres notas anodinas, aburridas, como de aviso de electrodoméstico o politono de teléfono, una de ellas corregida sobre la marcha por una de sus amantes. Quizá Tár no es una artista brillante sino una intérprete competente, quizá. Mientras, en el refugio que mantiene casi en secreto para alejarse del mundo de relaciones interesadas que ha construido se ve asaltada por las imágenes de la locura, la decadencia, la degradación y la muerte y, finalmente, por la humillación del anonimato y la calificación de sus tres notas como “ruido”. Todo esto pone en entredicho sus logros y su fama: ¿es realmente una gran directora o simplemente es mujer? La caída de Tár, más que por lo que ha hecho mal, por su posible mediocridad, se produce quizá por las mismas razones por las que ella ha ascendido, la debilidad de otros, de otras mujeres. Pero quién sabe, porque la película, perfecta en su forma, maravillosa en todas las interpretaciones incluso de los secundarios, con una luz azulada, berlinesa o neoyorquina, con escenarios perfectamente acordes a cada una de las escenas, deja más preguntas que respuestas. Sale uno de la sala pensando ¿Qué es lo que he visto? Quizá por eso vale la pena verla, quizá por eso cada uno verá cosas distintas.

EL CABLE DE LA MENEGILDA

Tenía que arreglar unas lámparas y necesitaba de ese cable moderno de plástico transparente e hilos color acero que usan los diseñadores más vanguardistas para que de primeras se advierta incluso por el más neófito que la simplicidad de su diseño no es elemental candidez sino meditada destilación. Con ese mandado salí decidido a la calle y en la segunda ferretería, bazar eléctrico se intitula, conseguí encontrarlo. A la dependienta, que por edad, maquillaje y uñas debidamente manicuradas cualquier observador atento supondría propietaria del establecimiento, le pedí dos metros. Se retiró a la trastienda y volvió con un paquetito en el que se advertía el cable perfectamente adujado. Pagué sin chistar cinco euros, precio desorbitado que achaqué a la guerra de Putin, la subida de los carburantes, la disrupción de las cadenas de suministro post-pandemia y el sursuncorda.


Cual no sería mi sorpresa cuando hace un rato me puse a ejecutar las reparaciones previstas y al sacar de la bolsita el cable este no mide ni metro y medio. Ciento treinta y cinco centímetros, exactamente, o unas cincuenta y tres pulgadas en medidas imperiales.


Llegado este punto las preguntas que cabe formularse son: ¿Qué lleva a una asentada empresaria del ramo de la quincallería eléctrica a sisar 65 centímetros de cable a un individuo de mediana edad? ¿Por qué sisar 1,625€ a un desconocido que posiblemente por ese estúpido detalle no vuelva jamás al bazar eléctrico que regenta? ¿Tendrá la empresaria de tanto sisar seis trajes de seda y satén?


Es una regla no escrita que en la venta al menor o detall cuando alguien pide 100 gramos le ponen 10 más o así y no los cobran; si pide dos metros le ponen diez centímetros de exceso cuando no quince. Por las mermas y así. Las merceras lo hacen siempre con las blondas, las cintas que llevan las niñas para el pelo o los viejos para balduques, los entredoses y las telas de forro. Las boticarias y las peluqueras no venden al metro pero dan muestras gratis de cosas sin importancia. Al cliente hay que hacerle ver que quien le está sacando los cuartos no es un rata. La atención en el peso o la medida le hace ver al consumidor o usuario que el precio excesivo no es desmedida ansia de reprobable lucro capitalista achacable al comerciante sino desgracia de la que son responsables los desconocidos intermediarios. Cuando un comerciante sisa poniendo el dedo en la báscula, echando menos tornillos de los que le pides o menos metros de los que pagas es que algo va muy mal. Fatal.

Dos cosas pueden estar ocurriendo que lo expliquen y quizá ambas a la vez. La primera sospecha recae sobre la degradación general de lo público y con ello de las relaciones privadas. La Teoría de la Ventana Rota de Zimbardo. Este señor dejó un coche en la calle en el Bronx y en una semana estaba completamente vandalizado, sin ruedas ni ventanas ni asientos. El mismo coche en las mismas circunstancias se aparcó en un barrio bueno de LA y en una semana seguía exactamente como lo había dejado. Luego él mismo le rompió una ventanilla y, vaya, en una semana estaba como el del Bronx. A la vista de señales de degradación consentidas, aunque sean sutiles, nos sentimos con permiso para soltar los frenos que nos ponemos para no comportarnos como los hijos de puta que en el fondo somos. Podría ser, digo, que el ejemplo que estamos recibiendo en TV y radio y así es que ser un hijo de puta no sólo no tiene castigo evidente, ni relevante sino incluso un cierto reconocimiento social. 

La otra es que la sisa haya vuelto para quedarse. Y que detrás venga el estraperlo, el se cogen puntos a las medias, el tabaco de picadura, el robar la luz, el olor a col hervida en los cañones de las escaleras y los sastres que les daban la vuelta a los abrigos.

NO SEAS COÑAZO


Alvy Singer, el alter ego de Woody Allen en Annie Hall, divide a los hombres que vamos cumpliendo años en tres grupos, el calvo viril, el canoso distinguido y el baboso que entra en los bares con una bolsa de la compra y predica el socialismo. Entre A y B no es posible elegir, son los genes de tus padres los que te determinan. De la C sí se puede huir y caer en ese hoyo es siempre decisión personal, al igual que es responsabilidad de uno caer en una u otra de las muchas plantas del infierno. Ser un coñazo es imperdonable y estoy seguro de que en el más allá están muy mal vistos. Yo, el más allá, lo imagino como una enorme sala de espera con música ambiente amelódica y repetitiva, con revistas del corazón caducadas e inundado de luz parpadeante de fluorescentes. Una eterna espera por el juicio final, siempre aplazado por la falta de un testigo, una citación que no consta, una baja de un funcionario. Un compañero de infierno coñazo, en estas circunstancias, lo intuimos insoportable. No sea usted un socialista coñazo, con o sin bolsa de plástico, reciclada o reciclable, porque es el personaje que más merece el rechazo social aquí y más allá.