A mi los entierros no terminan de gustarme, más que nada por la gente que va, y no se entienda de esto que albergo rencores o mantengo rencillas con los muertos. En absoluto. Descansen en paz. De los entierros me desagradan la muerte como concepto y los cursis, que suelen acudir en manada. A los entierros, creo yo, sólo van los muertos, cada uno al suyo, sus deudos a llorar y los cursis a lucirse exponiendo su dominio de los lugares comunes. Y en ocasiones algunos despistados que mantenemos costumbres del siglo pasado, de un tiempo que fue y ya no es. En los entierros los cursis son los que te dicen: Es ley de vida. No somos nadie. A todos nos llega la hora. Pero los más cursis, los cursis fetén, los pata negra son los que se permiten decir: La muerte nos iguala a todos, ricos y pobres. Y a uno, que la muerte cercana lo desazona y descoloca y anima a decir tonterías, una y otra vez le asaltan las ganas de contestar con las estrofas de aquella romanza escatológica que aprendió de niño. Caga el rico, caga el pobre, cagan el Rey y el Papa, caga hasta la mujer más guapa y de cagar nadie se escapa. Uno, en estos casos, se aguanta las ganas porque advierte la improcedencia de lanzarse a declamar, y más esos versos, en un entierro. Uno, mal que le pese, acepta sumiso la esclavitud de una esmerada educación que no solicitó sino que le fue impuesta. Siendo completamente cierto que cagar, como la muerte, a todos iguala no siempre la verdad es bien recibida. En el fondo todos sabemos que, al final, todos morimos y que en este tiempo de espera entretenemos las horas asistiendo a funerales y cagando. Pero en ocasiones es apropiado callar ciertas cosas porque, intuyo, la mayoría de nosotros lo de la igualdad de boquilla sí pero llegado el caso pecamos de soberbia y nos sabemos más. En vida seguro y de muertos ya se verá. La cursilería no está igual de extendida pero comparte con las actividades ya mencionadas que ataca con homogénea fiereza a ricos, pobres, nobles, clérigos, mujeres y, en casos graves, incluso a niños. La cursilería, como las enfermedades infectocontagiosas, la gripe, un suponer, no tiene respeto por nadie e iguala en el lugar común. Cualquiera, gente que parece normal, incluso normalísima, puede revelarse un cursi. Yo creo que no puedes decir que conoces de verdad a alguien hasta que no has estado con él en un entierro y ves cómo reacciona sometido a la tentación de dar un pésame profundo y filosófico. A otros ya se les ve venir. Otros, los cursis desvergonzados, se permiten ir por la vida como si estuvieran siempre en un entierro. Esos son los cursis que han salido del armario, habitan felices todos los días del año en el lugar común y no hace falta un radar o un entierro para detectarlos. Yo vivo con el temor de que un día no podré aguantarme porque ni todos los días son iguales ni todos los días tiene uno el mismo ánimo y en ocasiones le flaquea la voluntad. Ese día, a un cursi, en un entierro, caeré en dar respuesta a la sesuda a la par que manida consideración sobre lo igualadora que es la muerte; no podré resistirme. Un día, quizá harto, quizá desengañado, quizá yo mismo desahuciado y sintiendo próximo mi óbito, me daré el gustazo de recitarle a la cara, rimbombante, campanudo, la romanza de la caca, que iguala a los vivos como a los muertos la parca. Viene el perro la husmea, viene el gato la entierra, en este mundo de caca, de cagar nadie se escapa. Temo que llegue ese día porque uno, sin necesidad de anotarlo en ningún sitio, mantiene una lista inconsciente de cosas que jamás haría. Uno, en realidad, es el tipo de persona que jamás haría un montón de cosas que no ha explicitado pero están ahí, catalogadas en alguno de los recovecos freudianos de la mente. E intuyo que verse haciendo algo que uno lleva toda la vida prohibiéndose sería una alteración de grandes proporciones. Y estoy seguro de que una vez uno ha caído en la tentación de pronto descubre no sólo que ahora es otra persona, sino que siempre ha sido esa otra persona, precisamente la que pensaba que no era. Que llevaba todos esos años haciendo una vida normal, comportándose como quien creía ser, cagando, yendo a entierros, pero en realidad todo era falso, y lo cierto es que ha vivido engañado, engañándose. Que en realidad uno es otro, que es esa clase de persona que, por ejemplo, a la mínima provocación de un cursi se lanza a declamar, rimbombante y campanudo, el romance de la caca en un entierro. Con ese temor vivo y por esa razón los entierros no acaban de gustarme, porque le enfrentan a uno a la posibilidad cierta de tener que reconocerse quién es en realidad, cosa que, junto con la muerte, es una de las más incómodas verdades.
LA CEREMONIA
Mi amigo Luis Ventoso, al que llamábamos Marzo por putear, fue de invitado a una boda en Santa María de Ois, en Aranga. Un compromiso de esos en los que conoces al padre de la chiquilla por trabajo y a nadie más. Sólo la ceremonia y me largo rapidito era su plan. Llegó a Ois y buscó la iglesia y descubrió que ya había numeroso grupo de asistentes esperando a los protagonistas, charlando animados, arreglados de domingo. Ya no había dónde aparcar y tuvo que dejar el coche casi a un kilómetro. Se acercó con calma, paseando, al grupo de asistentes y bajo unos robles estuvo hablando de nada casi media hora con un tipo que le pidió fuego y pegó la hebra. La gente, aquella tarde soleada, contaba chistes, anécdotas, alababa el tiempo primaveral. Con despreocupación festiva. De pronto todos se pusieron algo serios y tiesos, como si algo malo fuera a pasar, y se santiguaron. Por la cuestecilla, despacio y con cuidado de no tropezar con los retrovisores de los aparcados en las cunetas, se acercaba un coche fúnebre cargado de coronas. Tu familia y amigos no te olvidan, Autolavados Sánchez, Peña Automovilista Espenuca. Mensajes escuetos como tuits despedían a un tal Fulgencio con respeto. Preguntó a su único amigo en aquel acto, el compadre fumador, si aquella era la iglesia de Ois. Esta es Santiago de Ois, Santa María de Ois está a tres minutos. Marzo compuso cara de velorio, se persignó torpe y ostentosamente, dio el pésame a los que le quedaban más cercanos, le ruego que presente mis respetos a la familia, un tipo estupendo, se van los mejores, y salió a paso vivo corrido y temeroso de llegar tarde al enlace. Por supuesto llegó a tiempo. Las novias te hacen esperar a la puerta de las iglesias más que los muertos, que suelen ser puntuales, precisos. Empresariales. La pena es lo que tiene, horarios germanos. A las puertas de Santa María de Ois se encontró a un numeroso grupo de asistentes arreglados de domingo, esperando por los protagonistas, charlando animados. Se acercó con calma, paseando y en un campo recién segado estuvo hablando de nada casi media hora con un tipo al que pidió fuego y con el que pegó la hebra. El ambiente y los asistentes eran indistinguibles. Juraría incluso que a algunos acababa de darles el pésame. Llegó el novio con traje oscuro y una azucena en el ojal de la solapa, el mismo atuendo que el chófer de la funeraria, y se repartieron abrazos y se hicieron chistes y contaron anécdotas. Al cabo llegó un Mercedes color azul diplomático idéntico al del último viaje de Fulgencio, ex empleado de los Autolavados Sánchez y aficionado al deporte del motor, si obviamos el detalle de que este no era el modelo familiar. De él bajó la novia, armada con un ramo de flores que bien podrían venir directas de la iglesia de Santiago, acompañada de su amigo ejerciendo de padrino. Hay sitios, en Ois, por ejemplo, en los que se celebra la vida del mismo modo en que se celebra la muerte, sin grandes alharacas ni teatrillos. Hay sitios en los que una y otra están hechas de la misma materia, indistinguibles desde una cierta distancia si no pones atención.
MAGARIÑOS
Yo no sé qué es eso de vender subjuntivos ni lo de las prótasis irreales condicionales pero conocí a un tal Magariños que componía poesía basada en los principios del isomorfismo y la antisintaxis y la catálisis del discurso por medio de la elipsis. Dejé de verlo porque, pobre como una rata, como todos los poetas, con las últimas mil pesetas que le quedaban se dio una panzada a comer en el Palacio Oriental, un restaurante chino de esos con falsos arcos de plástico formados por dragones de colores, cuadros tridimensionales y animados de cascadas y sillas doradas y pesadísimas con mucho torneado. Se sentó en aquella penumbra con el ánimo oscuro de quien piensa que esa puede ser su última cena y agarrando el menú pidió.
Nº 5 Rollitos de Primavera
Nº 12 Sopa agriopicante
Nº 21 Arroz tres delicias
Nº 36 Hormigas saliendo del nido
Nº 40 Ternera con bambú y setas chinas
Nº 51 Cerdo agridulce
Nº 63 Helado frito
Ochocientas setenta y cinco pesetas. Lo invitaron a un chupito de licor de esos que en la botella llevan un lagarto muerto, triste y un poco rechumido, como si el bicho ya hubiera sufrido allí dentro varios rellenos, con la mirada de quien añora una jubilación que teme no llegará. Magariños, hombre de ordinario frugal y tirando a ascético, salió de allí levemente mareado, de muy buen humor y con la visión borrosa. Más, creo yo, por el exceso de glutamato, que hay a quien le produce una especie de aura de migraña, que por el alcohol revenido de los chinos. Dejó de propina veinticinco pesetas y caminaba por la acera con ese ánimo levemente triunfador del saciado cuando vio una administración de lotería y se jugó las últimas doscientas pesetas a la Bonoloto con los números del menú. 5,12,21,36,40,51 y complementario el 63. Le tocaron cincuenta millones de pesetas del bote que era una pasta y ahora camina todos los días ufano y harto por alguna playa en Canarias, donde compró un apartamento en segunda línea, ajeno completamente de la catálisis, la elipsis e incluso de la antisintaxis. Todas las mañanas saluda al astro sol haciendo taichi en la arena con wambas y una especie de pijama negro y es un tipo feliz. Magariños tenía la mirada triste del lagarto encerrado en la botella y ahogado una y otra vez en alcohol barato y ahora le brillan los ojillos. No se siente plenamente realizado, claro, ya sabemos que un ex-poeta es como un ex-drogadicto, pero sí feliz, reinsertado.
UN INTENTO FALLIDO
Al escribir imaginaba sus escenas en lugares en los que siempre hace calor. Playas soleadas, saunas, hospitales, desiertos, cocinas. Esta extraña incapacidad para imaginar nada en un lugar gélido, nevado o simplemente frío lastra mi prosa, me decía. Sus personajes sudan acalorados o simplemente disfrutan de un ambiente agradable, siempre en manga corta, en bañador, bermudas y así. La ausencia de un abrigo, por ejemplo, de una manta, de una fogata en el bosque, de escalofríos en una noche invernal, parece tontería pero es un hándicap insuperable. Decía Confucio, o quizá Descartes, que la miseria con calor es menos miseria, y basta mirar el mapa de la distribución del GDP (siglas de Gross Domestic Product) para advertir correlación, que no es causalidad pero a veces se parecen como un cojón a otro cojón. Pues lo predicado por el sabio indefinido respecto de la miseria lo es igualmente de las penas. Sonreía triste al decirlo, desanimado. Las penas al calor se derriten, como la manteca al horno. El dónde hay calor cabe desesperación, cabe angustia, cabe exasperación, miedo y envidia y cabe también odio, pero pena, lo que se dice pena, esa pena negra, larga, oscura, que transita las almas de los personajes que recordamos, eso no cabe. Ni cabe ni se imagina. En definitiva que le estaba vedado, sostenía, por siempre y para siempre, la novela porque una historia sin el penar de los personajes no es nada, un folletín, un cuento, un intento fallido a lo sumo. Quién trasciende en bermudas, en bikini, con un pareo o una guayabera, decía moviendo los brazos. La respuesta es nadie porque los desesperados son personajes siempre incompletos, a la busca de algo, como los envidiosos. Pueden dar pena pero no la sienten, matiz de importancia. Son gente que ni puta idea de sí mismos ni esperanza de tenerla, muy al contrario de los pesarosos dolientes que, sabiendo y sabiéndose, resultan redondos a la pluma y han dado siempre páginas de gloria a la literatura. En fin, que esa limitación, tonta, diríamos a priori, le impedía no ya culminar sino comenzar a pergeñar una historia que mereciese la pena. Una pena.
PEDRAMOL
Estos días ha aparecido en casa, en la cocina, un cacharro maravilloso. En realidad es un bote de Fairy con pistón dosificador, una de esas banalidades que me maravillan. En su época cuando aparecieron esos mecanismos los bauticé como eyaculator, pronunciado eyaculeitor, mayormente porque la novedad podía encontrarse en la relativa intimidad de los baños y el jabón que entrecortadamente proveía a chorretones era blancuzco. Tener hijos, claro, le cambia a uno la vida la vida y han de abandonarse ciertas malas costumbres y vicios y consecuentemente el palabro cayó en el olvido. Hasta ahora. Sustituían a la típica pastilla de jabón de toda la vida, peligrosamente escurridiza. También el Pedramol, limpiador pulidor del pasado cayó en el mismo olvido. Pedramol es el único producto, hasta hoy, que elimina radicalmente el hollín de las cocinas, ollas, cacerolas, sartenes, etc. Sobre un paño o estropajo seco o humedecido, según convenga, agréguese Pedramol, con o sin jabón. Las instrucciones obviavan el molesto detalle de frotar hasta que brille. Mi abuela rascaba la cocina bilbaína con eso y partiendo del oscuro color de una sentina acababa refulgiendo como el escudo de un caballero cruzado, Pedramol de Esplandián, un suponer. Una maravilla. Luego llegó aquello que llamaban Vim Clorex, un bote de plástico con agujeros a través de los cuales se espolvoreaba un producto granulado blanco con pintas azul bebé que se avivaba con la humedad. Aquello era solo arenas con jabón, lo que venía siendo el mentado Pedramol con detergente añadido y presentado en un conveniente envase similar a un salero con atractiva etiqueta de colorines. Más adelante la moda fue algo que promocionaban como polvo líquido, evidente contradictio in terminis, figura retórica que sabemos propia de la poesía mística. ¿Cómo expresar lo inefable si no es por medio de imágenes imposibles? Cleanliness is next to godliness, dijo John Wesley y quizá por ahí van los tiros. Así como con certeza el Pedramol era Pedramol de este último producto dudo sobre el nombre con el que lo vendían, pero apostaría que era Cif Amoniacal. Con la edad lo reciente se fija con menor intensidad y se olvida antes. Ahora el Fairy, líquido espeso de brillante color verde, por algún misterioso efecto químico-físico que se manifiesta al pasar el producto por la astutamente diseñada boquilla del eyaculeitor, se convierte en una espuma blanca y espesa, consistente, como la de afeitar en aerosol que en su día usé y ya no uso. Por todo ello no he podido dejar de advertir, quizá mejor intuir, que en el asunto de la limpieza y el consecuente o asociado acercamiento a dios se ha producido una gracilización que corre pareja a la de la moral imperante. Contra lo robusto de fregar rascando hierros con poco más que arenas de río acabamos en lo grácil, eliminando la suciedad de las sartenes de teflón con una espuma hace nada sólo apropiada para pieles delicadas. La transubstanciación del Fairy, que se opera ante nuestros propios ojos, es una evidente moralización y gracilización del producto que unos dirán es el último paso antes del derrumbe de occidente y otros, como yo, que nada tiene que ver. Nada que ver con el derrumbe, aclaremos. Que todo sea paulatinamente más flojo, más suave, menos violento y que requiera menos esfuerzo no es indicativo de nada, sólo una puta casualidad, pura estocástica sin valor predictivo. No es un avance, no es un retroceso, es aleatorio. Por muy gráciles que nos estemos volviendo acabaremos otra vez a majarnos a palos, a buscarle sentido a cosas que no lo tienen, a fregar hierros con arenas y a buscar a dios entre los pucheros pero no por la espuma del Fairy, sino porque somos así. Amen.
PENITENCIAGITE
Greta, la niña Greta, me da algo de pena. La sueca niña Greta de pelo trenzado y cara de pan con mucha miga vive contra sus congéneres que ensucian y contaminan. Antes los niños obedecían a sus papás, escuchaban a los mayores y esperaban su turno. Ahora los niños, la sueca niña Greta y otros, dan instrucciones y los mayores que son como niños, volubles e irresponsables, escuchan embelesados. La niña Greta lleva el pelo trenzado y tabardos gruesos, perfectos para los fríos inviernos suecos, y nos advierte, abrigada y arrebozada, sobre el calentamiento global. Greta, la niña sueca con cara de pan de bolla, pone gesto de sufrimiento, de penitente nórdica, quizá porque de verdad sufre. La niña Greta saca pinta de cofrade procesionante penitencial, esos que se manifiestan así llueva, truene o caiga pedrisco como pelotas de golf. En plan Hermandad Penitencial de Nuestro Señor Jesús Padre de Luz y Vida y así. La niña sueca Greta tiene mirada torva y desconfíada, la mirada de quien se teme que mucho blablabla y luego nada. La mirada de esos a los que ya dieron carrete y luego ni les cogen el teléfono, de los que al que hay de lo mío ya les contestaron muchas veces vuelva usted mañana. A la gente le gusta hacerse fotos con la dulce niña Greta con cara de pan sueco porque la gente es así y le gustan las cosas enormes e inalcanzables, pedir lo imposible, por ejemplo, y también las vírgenes vestales, puras, rubias y exigentes. Las sacerdotisas con un mensaje son una moda que va y viene pero siempre han estado ahí, para ayudarnos a discernir lo que es virtuoso del vicio. Las nórdicas, como la niña Greta, sacan gesto malhumorado, como de llevar los pies fríos. Las cosas enormes mueven peña porque te sacan de tus cosas pequeñas y cutres. Nos vamos a morir todos, dice la la dulce niña Greta, adalid de la nueva vanguardia malthusiana, y a vosotros ya no os queda nada pero y yo qué. Las cosas globales, universales, son objetivos con mucho fundamento, como la destrucción mutua asegurada, invierno nuclear y el mismísimo apocalipsis. La niña Greta, santurrona que exuda mojigatería como exudaban antes las beatas de pueblo con rosario y mantilla, llama a una cruzada en la que el enemigo somos nosotros mismos. El enemigo interior es siempre el peor, porque supone que porta uno en su propia mismidad el pecado original, baldón del que sólo cabe huir renaciendo. La niña Greta llevó al Papa, como antes los pastorcillos de Fátima, ese mensaje ya viejuno del Agente Smith: Los humanos somos una enfermedad, un cáncer para este planeta, una plaga. Los humanos somos un virus.
CINCO LUSTROS
Yo quería ser pirata malayo. Quería ser Yáñez el Portugués, secuaz de las correrías del Tigre de Mompracem, acodado en la proa con botas altas, traje blanco de lino y sombrero panamá. Dirigir en combate a fieros y aguerridos guerreros armados con kampilongs y sedientos de sangre inglesa. Navegar en un phrao el Mar de la Sonda, el Selat Sunda, viendo el amanecer, con poco trapo y viento de través, sorbiendo té y fumando el último cigarro. En la mar no hay encrucijadas. En la mar no hay caminos por los que dejarte ir. La mar exige saber quién eres y a dónde vas. También exige mear a sotavento, cagar en un balde, comer lo que hay y dormir en un coy. Andar húmedo de mar y sudor, hablar a gritos y quemarte de sol. Yo quería ser pirata malayo, pero se me cruzó una morena bella y cambiante y exigente como la mar. Una mujer de las de verdad, de las que te exigen saber quién eres y a dónde vas, y se me olvidaron de golpe todas esas tonterías. Ayer se cumplieron 25 años de nuestro juramento pirata y llevo medio siglo viviendo de las ganancias de esa mano.
CORAZÓN DE CIMITARRA
Mil quilómetros más allá, a la ri-be-ra del Darro, existe una ciudad. Es Granada, claro, que sestea sin mirar a lo alto, donde los guiris hacemos cola esperando para entrar a esa Alhambra que ya pasmó los cristianos que no lavaban las camisas y más tarde a los románticos decimonónicos, esos hípsters del pasado. Los moros van a la Meca una vez en la vida y los descreídos, como las chicas malas, vamos a todas partes menos allí, que no nos dejan pasar, y es por eso que nos dejamos caer por Granada a ver qué tal. Es mi opinión que, como a San Andres de Teixido, vale la pena acercarse en vida y echarle un ojo. Yendo no vas a perder nada y, aunque no hay admonición ni ultimátum, te ahorras volver de muerto y sudar la mortaja en la cuesta, esa que le dicen de Los Tristes. El guía local, un tal Luis, hizo lo que pudo mezclando con ritmo, y dejando en casa el gracejo que se les supone a los del sur, historia y anécdota en la justa proporción que correspondía. Esto es algo que sólo da la experiencia y se ve también en los que hacen cócteles, que te ven la jeta y te lo cargan más o menos, acertando con el estado de ánimo sin usar vasitos medidores ni ayudas de aprendiz. Luis, piel olivácea, nariz semita, gesticulación napolitana, confundía sistemáticamente izquierda y derecha. Aquí a mi derecha decía extendiendo el brazo izquierdo. En un esfuerzo de empatía infrecuente en mí hice por ponerme mentalmente en el lugar de Luis, más que nada por si él, que nos miraba, se refería a nuestra derecha, pero no. Luis extendía siempre el brazo que no era. Luis no confundía interior con exterior, quizá porque eso –dentro/fuera– lo explicaban Epi y Blas en Barrio Sésamo. Tampoco cóncavo con convexo, esto que quede claro. No encontramos momento adecuado para repasar las tablas de multiplicar y sobre el particular no me pronuncio.
La Alhambra, pasmo de propios y extraños, es un estilo de arquitectura que se me escapa. A nada que me pregunte a cualquiera le suelto que en mi modesta opinión la arquitectura es volumen y perspectiva por un lado y encuentros y detalles por el otro. Encuentros de materiales, aclaro. Cómo se soluciona la junta entre la madera y la piedra, o el contacto de dos piedras. Los constructores del asunto éste exceden en lo segundo y obvian olímpicamente lo primero, parece que de modo consciente aunque a uno le entran dudas. La construcción musulmana es la apoteósis del callejón, de lo angosto y hosco, del pasadizo tortuoso y el muro sin vanos. Urbanismo de cuchitril y esquina mal iluminada. En algún sitio ha de venir, que lo busquen bien que ha de aparecer, que la perspectiva es contraria a los preceptos del Islam, como representar a cualquier cosa que tenga alma. Que el paisaje es cosa de Alá que hace las dunas y el cielo y el sol y meterse a enmendarle la plana con edificios que no parecen piedras toscas es reprensible quién sabe con qué horrible castigo.
Dentro, amigo, la cosa cambia. Luis, extendiendo el brazo que no es, señala los patios y los limoneros y explica como los nazaríes vivían en el lugar común del deleite de los sentidos. Llegando a los jardines retuve el aliento esperando la caída en el marco incomparable de belleza sin igual, que afortunadamente no se produjo. Todo, al parecer, eran olores, colores y sabores mientras el suave rumor de las fuentes y el trino de los pájaros ahogaba los estertores de los sultanes apuñalados por la espalda. Este detalle al estilo ni le quita ni le pone, pero lo situa en contexto. Si mueres joven a manos de tu hijo o de un hermano dejas un bonito cadáver, ventaja de la que disfrutaron los sultanes, como Abel y tantos otros después.
Las salas completamente cubiertas de arabescos impresionan. No es de extrañar que Irving flipara con el asunto. Imagínenselo no con estos restos de policromía desvaída, imagínenselo pintado con colores vivos del suelo al techo, repetía Luis agitando el brazo napolitanamente. A este señuelo no acudí porque la imágen que aventuro podría formarme es la propia de un viaje lisérgico. El horror vacui, ese impulso infantil de llenar todo el espacio disponible, ese «ahí en la esquina me cabe un gato si lo hago pequeño” tan propio de Brueghel, del Bosco y de los libros de Buscando a Wally, se eleva aquí a la máxima potencia. En mi juventud, qué lejana ya, iba a pubs y en los de clientela más destroyer las puertas de los baños estaban llenas, hasta el último milímetro, de dibujos y pintadas que se superponían. Quitando que aquellos garabatos no alababan a Alá y que adolecían de simetría alguna, posiblemente fruto del alcohol, quizá por eso los musulmanes lo prohiben, la impresión es semejante.
Granada, alma de temple bizarro, corazón de cimitarra, flor la más bella del Darro y orgullo de la Alpujarra, está llena de guiris que, como nosotros, arrastran sus ansias de recorrer sus calles, callejones y cuestas. De ver las callejas del Albayzin, que escriben ahora, de fisgar los cármenes, contar los cipreses, hacer como que nos conmueve lo de las cuevas del Sacromonte y comer con fundamento las especialidades locales. Paseando por la ribera del Darro chinos a contramano tropiezan con franceses vestidos de Bear Gryll e italianos arreglados como para salir en la tele en «Cita a ciegas». Por Granada, ya se dijo, pasa el Darro hasta que deja de pasar, hasta que desaparece y ya no lo ves más, que lo meten por un túnel o algo. Alcantarillar el río, con lo bonito que es, seguramente es pecado si no delito. En el hotel, uno de esos de todo lujo en los 70, encontramos a Ramón, nombre ficticio que le pongo aquí para preservar su intimidad ya que en realidad se llama Elías. Hubo una época hotelera en la que el lujo era una corrala. Habitaciones dando a pasillos que son largos balcones a un patio interior triangular. Todo mármol y dorados y ascensores a la vista con paredes de cristal. Uno veía Dallas y salían hoteles así en los cuales Sue Ellen y JR tenían citas y amoríos. Quizá no era en Dallas y era en Dinastía, pero la idea debería de haber quedado clara. Ramón, alias de Elías, se ha hecho un nombre en las cosas del derecho; catedrático, abogado, árbitro internacional en pleitos entre Estados y todo a base de que un propio, un tipo al que conozco, le diera las clases, escribiera las ponencias de los congresos, los artículos y los libros. La gente importante suele estar tan ocupada que no le queda tiempo para hacer las cosas que lo hacen imprtante, esto ya deberíamos de saberlo a cuenta de Sánchez y Turnitin. Sale Elías del ascensor chulito pero subrepticio, como todos los bajitos, con el jersey sobre los hombros, y se dirige rápido a una habitación. Algo turbio, para lo cual seguro que tiene una explicación perfectamente plausible, está ocurriendo y mientras allá arriba, en la Alhambra, siguen pasmando guiris anónimos mirando los graffitis ziríes y nazaríes según se entra a la derecha, que en realidad es la izquierda. Es mi consejo que, como las chicas malas, vengan a Granada y se formen su propia opinión.
DISFRAZARSE
Cuando uno llega a ciertas cosas el ojo empieza a seleccionar y, de pronto, el universo está poblado de casos idénticos. El acontecimiento es indiferente, lo mismo vale que tu mujer se quede embarazada, estrenes coche, rompas un brazo o te caiga el pelo. Acaecido el hecho desencadenante, cualquiera que éste sea, de pronto adviertes que las calles están abarrotadas de guapísimas embarazadas, veloces automóviles de la misma marca y modelo y color, individuos taciturnos con el brazo en cabestrillo o atractivos calvos de mediana edad. Consciente de tal mecanismo, de esa especie de Google Alerts que llevamos en la parte más reptiliana del cerebro, cuando me compré una moto esperaba algo parecido. Ver moteros por todas partes que dispararan esas alertas. Eso no ha sucedido, lo cual me ha sumido en profundas reflexiones.
Al contrario que para bucear o esquiar, y para la mayoría de los deportes, actividades para las que existe un atuendo especial y canónico, no hay un disfraz de motero; hay muchos. Como en casi todas las cosas de la vida, de mi vida, la falta de planificación me ha llevó a una situación de impasse, a una encrucijada en la cual el ímpetu inicial de actuar sin mucho pensarlo se vio frenado en el primer contratiempo. El caso es que debería haber decidido con antelación qué clase de tipo con moto soy, o quería ser ser. Para algunos eso, seguramente, será fácil. Gente con tendencias sólidas, vivencias asentadas y opiniones fundadas. También estoy seguro que un elevado grado de empatía ayuda a la hora de identificarse con uno de los muchos grupos y grupúsculos en los que se divide el ambiente. Yo, que en ambas cosas tiendo a lo contrario, sigo perdido a la espera de encontrar mi sitio y proceder a disfrazarme en consecuencia.
EL CLIENTE UN MILLÓN Y PICO
Ayer estuve en los Madriles, a defender un pleito, claro. El martes de carnaval de toda la vida de dios no se trabaja pero los madracas son así, van a destajo. Estajanovistas que elijen a alcaldesas comunistas y abren las tiendas 24 horas, full time, economía de guerra. El juicio bien, uno hace lo que tiene que hacer, quiere creer que con solvencia, y a otra cosa mariposa. Luego mi hija me llevó a comer a un chigre de esos típicamente madrileños. Menú de nueve pavos, gallinejas, oreja cocida, callos, sesos rebozados y, como concesión a los transeúntes, cazón en adobo, milanesa y otras porquerías. La otra obsesión de los madracas es la casquería, yo creo que cosa del hambre de la guerra. No pasarán, puente de los franceses que bien te guardan y aprendieron a comérselo todo y se conoce que le pillaron el gusto. El caso es que hace unos días entró en el antro con las amigas y el personal de servicio le cantó e hizo muchas fiestas. La clienta un millón, le dijeron. Les dieron de comer y beber gratis y eso, claro, fideliza. Creo yo que se quedaron con ellas. No quise preguntar si lo que les cantaron fue lo de El Turista 1.999.999 de Cristina y los Stop o si les dijeron moooo-nuuuu-men-toooos con voz de López Vázquez alterado por una sueca. Es que el jefe es un tipo eficaz y feo al que le falta una paleta, cosa que disimula porque los otros piños los lleva tan desordenados que tapan algo el hueco. Como cuando te expulsan a un central y los de las bandas se cierran para evitar la coladera. Hay que decir que no todo en él es un desastre. Tiene, por ejemplo, unos ojos azules como los de Redford. Todo lo demás ya sí y doy fe, e imaginármelo en tesitura tal, metiendo todas esas sílabas en dos compases, me producía una sensación próxima al desagrado. Quedé luego con Josénez a tomar unas tónicas. En el Florida Park, me dijo, y a mí eso me sonó a coña. A que ahora se iban a quedar conmigo. El Florida Park es un hilo del que si tiro me salen Susana Estrada, Nadiuska, Amestoy, Pajares y Esteso, José María Íñigo y cosas así. 500 Millones, Esta noche Fiesta y tal. El destape, la transición, chaquetas de caballero entalladas con doble bolsillo y pelos cardados. Todo una vuelta al pasado de TV en BN, himno y carta de ajuste. En visitando sitios es conveniente fiar del guía nativo, así que venciendo escrúpulos, otra vez, sin dudarlo mucho allá me dirigí. En el metro. En el metro de Madrid. Viajar en el metro de Madrid es viajar al extranjero, cosa que para los que no tenemos posibles es muy de agradecer. Es como lo de la montaña que va a Mahoma. Parece imposible, pero pasa, y si no bastara mi palabra por dos euros pueden cualquiera comprobarlo personalmente. Todas las extranjeras van con leggins, y túneles y vagones parecen los subterráneos de una ciudad malla, túneles en los que el tiempo pasa con otra velocidad y calidad. Como en el Corte Inglés o en la cárcel. Uno se despista de dónde está, cuánto tiempo lleva allí, si es día o noche, llueve o luce el sol. La gente, los extranjeros y los nativos que visitan el extranjero, se distraen mirando el móvil. Vi a una señora de mediana edad que no miraba una pantalla y pensé en la pobreza, quizá no le alcanza y posiblemente se siente excluída, sin redes sociales, sin amistades que alcancen estas profundidades y este espacio-tiempo absurdo y traqueteante de estación en estación. Saqué el mío de inmediato por ver si evitaba que, además de nativo, me confundieran con un desposeído. A mi lado una chiquilla que viajaba con su novio, sentado al otro lado del pasillo, ambos con auriculares, ambos mirando la pantalla, flirteaba. Le mandaba a su crush selfies que modificaba con frases sobreimpresas y orejas de conejo o cerdito. Snippets de vídeo en los que ponía morritos y lanzaba un beso al móvil y éste, aleccionado de alguna manera que se me escapa, le ponía labios de starlette de los que, como burbujas de hombre rana, con el muac salían estrellitas que explotaban en corazoncitos. El muchacho, sentado enfrente, ya digo, miraba arrebolado la pantalla de su móvil en lugar de mirarle las piernas de mooo-nuu-men-toooo. Alguien debería escribir sobre el metro. Alguien que combine el Viaje en Autobús con Los Autonautas de la Cosmopista. Me dice Josénez, tomando unas tónicas que en el metro todos son feos y desagradables, todos son como los comunistas de las manifestaciones de Foxá, cosa a la que, con levísimos matices, asiento. La investigación debería centrarse en desentrañar si esa fealdad, esa falta de gusto, es un efecto propiamente del ambiente subterráneo que afecta a todos los que entran o es que sólo se animan a entrar quienes ya las padecen. Se me ocurre que podría buscarse un banco a la entrada de una de esas madrigueras al subsuelo y, un día soleado de una de esas maravillosas primaveras que tienen allí, observar a los que entran, si ya entran feos y desaliñados, con ojeras y el pelo revuelto y sucio. Y luego contarlo para que lo sepamos. Me dijo Josénez que iba a acercarse Emecé pero finalmente no pudo ser. Cita con el dentista de uno de los churumbeles, cosa que me parece justifica cualquier ausencia. Con lo que sonríe la mamá, dando por cierto que ese carisma es hereditario, y el aumento de la esperanza de vida es conveniente que los dientes no le salgan como al casquero, que no quede condenado a cien años de gallinejas y oreja con los piños en desorden, arrastrando de por vida la carga de viajar en el metro con pinta de madraca rojo foxaniano, o foxalitano, o como se diga. Me cuenta, con la segunda tónica, sus proyectos de escrituras, el Josénez, y tienen muy buena pinta, coño. Le cuento la ausencia de los míos y me conmisero un poco, un rato, mientras un gorrión del Retiro revolotea, también sin planes, alrededor de nuestra mesa. Luego la conversación, como siempre, fluye como si nos conociéramos de toda la vida y pienso que quizá es así.