Música para escuchar con los ojos entornados tumbado en una playa de la Ría de Pontevedra una tarde calurosa de verano mientras el sol se va hundiendo en el mar y las sirenas se arreglan coquetas para salir.
Momentos estelares en temporada baja.
Música para escuchar con los ojos entornados tumbado en una playa de la Ría de Pontevedra una tarde calurosa de verano mientras el sol se va hundiendo en el mar y las sirenas se arreglan coquetas para salir.
El Tribunal Supremo de los USA ha dictado sentencia sobre el matrimonio homosexual, declarando inconstitucional su prohibición.
Los Jueces se pierden, como en muchas ocasiones, en palabrería. La opinión mayoritaria define el matrimonio de toda la vida como lo harían novelistas isabelinas, poetas románticos o sacerdotes celebrantes y ven en él lo que quieren ver. Cine de tacitas y suspiros.
El matrimonio, primeramente, tiene que ver con la procreación, guste oírlo o no. Como animales que somos los objetivos primordiales de la existencia son mantenernos con vida y pasar nuestros genes a la siguiente generación. Es un hecho que la inversión biológica de la mujer en la gestación, lactancia y crianza es mucho mayor que la del hombre. Por otra parte la certeza de la paternidad hasta hace unos lustros era imposible. Así la solución optima para ambos sexos, interesados en mantenerse con vida y procrear, es una unión fuerte y permanente en el tiempo. Maximiza las posibilidades de éxito de la descendencia. Una inversión de esfuerzo si no igual en su objeto, sí equiparable de cara al resultado.
Esas uniones producen efectos para terceros, los padres de ambas partes y todos los demás parientes. Un nieto lleva la cuarta parte de tus genes, luego un abuelo tiene intereses en los hijos de sus hijos. Un sobrino, un primo, llevan parte de tus genes. El matrimonio y sus resultados son asunto del interés de los parientes, porque establece uniones con otros que unirán sus genes a los tuyos.
El matrimonio, desde que se produjo el asentamiento agrícola, y quizá desde antes, es también unión y transmisión de los bienes materiales necesarios o convenientes para sobrevivir y prosperar en descendencia. Cuantos más bienes más posibilidades de una descendencia mayor y mejor.
El matrimonio no es otra cosa más que el reconocimiento social de una pareja procreadora y sus relaciones económicas. Ese el sentido de su nacimiento.
Así no es raro que el matrimonio haya sido, y en muchas sociedades siga siendo, un asunto de decisión familiar. Así no es raro que en muchos lugares, el mundo árabe especialmente, el matrimonio concertado ideal sea entre primos. Eso refuerza los lazos genéticos –los cuatro suegros tienen intereses comunes– y mantiene la propiedad en el ámbito familiar. Habiendo lugares en los que el 50% de los matrimonios son entre primos se genera una sociedad tribal. En una sociedad tribal los intereses de individuo siempre, en caso de conflicto, se alinearán con los de su tribu antes que con cualquier manifestación del estado. Antepondremos los genes y el patrimonio familiar a un ideal o una organización estatal abstracta e impersonal. Los detalles del matrimonio definen la sociedad.
El amor conyugal con el sentido que le damos ahora, o la intimidad, son conceptos recientes y el matrimonio es muy anterior. Su regulación en todas partes responde desde siempre a los problemas de la genética y el patrimonio, no a los ideales de intimidad y amor. Es un contrato biológico y patrimonial. No se regulan con un mínimo detalle obligaciones morales que excedan de las que una persona decente sentiría que tiene para con cualquier otro ser humano. Respeto, cuidado y ayuda. Podemos obviar el inciso moderno de “compartir las responsabilidades domésticas” del código español.
Ciertamente algunos de los casados (siendo las tasas de divorcio de un 50% con seguridad un porcentaje menor) obtienen del matrimonio las satisfacciones que los jueces americanos describen. Pero el matrimonio no regula eso. Eso se puede producir en el seno de un matrimonio, obtenerse sin estar casado o, pese a estar casado, con una relación extramatrimonial.
Lo cierto es que, desde hace mucho, el matrimonio no sólo es lo genético y lo económico, sino que también buscamos lo otro. Es, además, la razón que presumimos en todos los que en nuestras sociedades occidentales eligen pareja para el matrimonio. En realidad no es más que sustituir las razones “objetivas” de consenso familiar del matrimonio concertado por las “subjetivas” de los contrayentes. Quién es el mejor compañero con el que mezclar los genes y compartir los bienes lo decido yo y no mis padres. A esto se le añade que buscamos una pareja con la cual tener una conexión especial que facilite los esfuerzos de la crianza y que a esta cualidad cada vez le damos más importancia.
Ha habido cambios. Si la imposibilidad de procrear o la impotencia, fueron causas reconocidas para acabar con el matrimonio, hace tiempo que dejaron de serlo. La anticoncepción generalizada, la investigación de la paternidad, la adopción que produce efectos plenos para los hijos, los vientres de alquiler, la adopción por solteros, por homosexuales y las leyes sobre la disponibilidad de la herencia son cambios grandes que desvinculan sexo, procreación y descendencia. Los avances médicos, la educación, la incorporación de la mujer al trabajo, que éste sea cada vez menos penoso, la educación universal y gratuita, y las ayudas sociales han hecho que una mujer pueda criar un hijo sin inversión paternal. La desaparición completa de los clanes ha eliminado la interferencia familiar en la elección de pareja. Se añade que, hoy, en occidente, los matrimonios se producen a edades cada vez más tardías. Todo esto ha debilitado hasta casi desaparecer la función del matrimonio como asunto sexual y genético y su sentido se ha desplazado hacia las razones, sentimentales, que de ordinario se esgrimen y que reconocen los jueces americanos.
Visto todo lo anterior la pregunta no es si hay razones para permitir, sino es si hay razón alguna que sustente el impedir el matrimonio de personas del mismo sexo. Es decir, por qué dos personas del mismo sexo no pueden obtener los efectos patrimoniales que se les reconocen a los heterosexuales que contraen matrimonio. Y es que la única razón para desear ese acceso es la patrimonial, porque ese lazo sentimental se puede obtener por muchos medios sin necesidad de matrimonio. Y en realidad no hay ninguna razón que lo justifique. Si el sentido del matrimonio es la protección y reconocimiento del “amor” o el deseo de que haya “compañerismo”, “lazo espiritual” o como cada uno lo quiera llamar, ahí cabemos todos.
La derivada inmediata es que el matrimonio, como reconocimiento jurídico de una unión espiritual o amorosa no resulta “ampliado” sino que se produce un auténtico “cambio de paradigma”. Pasa a ser otra cosa absolutamente distinta.
Vaciado de su componente genético el matrimonio es un “contenedor de relaciones íntimas” y un “contrato patrimonial” al que van unidas muchas ventajas de todo tipo –nacionalidad, hacienda, sanidad, por decir algunas–. Pero quedan dentro del matrimonio normas que regulan extremos relativos a la procreación aplicables a heterosexuales –presunciones de paternidad–, y otras cuya aplicación a homosexuales es absurda, –prohibiciones de matrimonio con un hermano–. Porque el tabú del incesto sólo tiene sentido desde el punto de vista de la descendencia común y sus problemas genéticos. Ese problema entre dos hombres parece obvio que no se va a dar.
No hay que confundir, al llegar aquí, las relaciones y las obligaciones paternofiliales con el matrimonio. Los derechos y obligaciones con respecto a los hijos existen aunque los padres no estén casados o estén casados con otro que no es el padre o la madre.
Un matrimonio como contenedor jurídicamente reconocido de relaciones sentimentales vaciado de sus derivaciones genéticas y que produce efectos económicos no debe estar prohibido a nadie. Pero ese nadie, por pura coherencia, incluye casos como dos hermanos o dos hermanas. Ese nadie incluye también a tres o más personas de cualesquiera sexos, porque, exactamente igual que con los homosexuales, no hay razón alguna para impedirlo. Tres que tengan deseo de formar una familia deben poder casarse y obtener las ventajas que brinda el matrimonio. Quien dice tres, dice más. Si esas sensibilidades existen –y realmente existen– el cambio debería de haber afrontado esa realidad y regularla. Siendo el matrimonio lo que resulta ser, es incoherente la prohibición de la poligamia, porque esas relaciones sentimentales, aunque minoritarias como la homosexualidad, han existido, existen y seguirán existiendo.
Por este motivo creo que las reformas que se van haciendo en los distintos países, cambiando claramente el paradigma de lo que es el matrimonio se quedan cortas, son pacatas y no afrontan las consecuencias. Sólo dan satisfacción a las parejas homosexuales que querían, legítimamente, las ventajas económicas de las heterosexuales, cuando en realidad el cambio de la institución, lejos de ser cosmético, es esencial.
El amor se mueve en un espacio inconcreto entre la poesía y la ginecología. Empezar en la poesía e ir bajando es perderse. Los seres amados, indefectiblemente, ni tienen rimas bonitas ni respetan la métrica. Es mucho mejor quererlos empezando por lo concreto e ir elevándose, construyendo sin olvidar la realidad. Pero empezamos a leer poesía, y lo que es peor, a escribirla, antes de haber amado y follado y vivido.
En la política ocurre exactamente lo mismo, antes de tener edad de votar, de haber trabajado o conseguido algo empezamos a coquetear con las ideologías. Los grandes principios deberían surgir y elevarse, sólo un poco cada vez, por encima de las cabezas de los hombres, no caer desde el cielo de las ideas para amoldarnos a todos, que es como nos vienen. Las ideologías no son más que una combinación malsana de sentimientos fuertes e ideas débiles, como dejo dicho Revel. Son una chulería pseudointelectual y sentimentaloide que afirma tener todas las respuestas a todas las preguntas, las actuales y las futuras. Cómo diferenciarlas de una religión es asunto que se me escapa.
Ambas suelen combinar una obsesión por la pureza y el consecuente pecado, una escatología, tabúes, observancias semanales y rechazo de las evidencias contrarias a la teoría/creencia. Esto está pasando. El pueblo virtuoso, los pecadores propietarios, la creencia en un futuro venturoso si se siguen las reglas nuevas o el infierno en la tierra si no, Círculos semanales asamblearios como reuniones parroquiales, rechazo absoluto a la evidencia de que esas recetas han fracasado antes sistemáticamente. Las religiones e ideologías para sobrevivir, siquiera temporalmente, han de imponerse a la realidad intentando cambiarla sin respetarla y, en ultimo término, si fuera imposible, negándola.
Aquí somos muy de religiones. Quizá como en todas partes. En la Polinesia, tras la Segunda Guerra Mundial, se revitalizaron los Cultos Cargo. Abrumados por la abundancia de cosas de todo tipo que llegaban en barcos y aviones militares y la abundancia por goteo que a los indígenas produjo toda esta actividad, nada más acabar los deificaron. Hay fotografías en las que un tipo sentado en una caseta de caña, con unos medios cocos con unas falsas antenas de madera habla a un micrófono falso, al lado de una pista de aterrizaje iluminada con hogueras. Ellos lo hacen todo igual, pero los aviones de la abundancia no llegan, pero aún así, repiten. Las diferencias entre esto que nos parece ridículo y lo que nos muestra la película Bienvenido Mister Marshall, retrato de un país, es meramente cosmético, no de esencia. Mr. Marshall no vendrá porque lo llamemos, porque Mr. Marshall no existe, como no existen las soluciones milagrosas.
La política se mueve entre el deseo y la realidad, y no tiene rimas bonitas. Cada vez que alguien hable del futuro venturoso, el amor perfecto, más vale tocar tierra, echar un polvo e implicarse seriamente en todo lo demás, guardando florituras, poemas y grandes sueños para decírnoslo al oído, fumando sudados un cigarrillo.
«Y yo, que he estado en América amigos míos, yo que conozco aquellas mentalidades nobles pero infantiles, os digo que España se conoce en América a través de Andalucía. ¡Ah!, pero entendedme bien, no es que no amen como se merecen a estos pueblos castellanos de ejemplar raigambre… Es que la fama de nuestras corridas de toros, de nuestros toreros, de nuestros gitanos y sobre todo del cante flamenco, ha borrado la fama de todo lo demás y buscan en nosotros el folclore.»
-Manolo, un hombre de mundo.
Se ha puesto de moda lo de gobernar para la gente, hacer cosas para la gente, solucionar los problemas de la gente y tal. A mi eso me pone triste, no porque me excluyan, sino porque me incluye. Yo, confieso, no quiero ser gente. En realidad todos lo somos, pero ser gente es lo peor que podemos ser. La gente es la medianía y la medianía, ya se sabe, es lo malo frecuente.
Llevamos siglos intentado dejar de ser gente para ser otra cosa, aunque ya se ve que sin mucho éxito. El homo sapiens, que es un mamífero muy de juntarse en grupos, cuando está con los suyos y habla de los demás les dice la gente, y siempre con un cierto desprecio. Ese desprecio, se me dirá, es claramente un prejuicio, como es cierto. Pero el homo sapiens, pese a ser estúpido, tonto del todo no es y cuando el río suena, agua lleva. Quiérese decir que un prejuicio siempre es el resultado de una estadística, quizá burda, pero que revela una correlación significativa. El módulo matemático del cerebro es desastroso, pero el estadístico funciona estupendamente, aunque se exprese con refranes. Es decir, que sabemos intuitivamente y desde siempre que ser gente no es en absoluto deseable, cuando no directamente malo.
Para dejar de ser gente, eso que les pasa a los demás, que son masa, grupo, rebaño, hemos inventado el concepto de hombre. Es un invento absurdo implementado por el sistema de ensayo y error, pero funciona razonablemente bien. Esta no parece la mejor manera de hacer las cosas, pero, como en el teatro, permite la mejora manteniendo la emoción. En definitiva, nos hemos inventado un personaje, el hombre, que es un homo sapiens que no vaga en piaras sino que camina solo, es inteligente, racional, empático, respetuoso, tiene criterio, es justo y bueno y responsable de sus actos ante sí mismo y los demás. Un modelo inalcanzable y, además, en perpetua revisión para su mejora. En el teatro el hombre es el personaje que habla en verso, sufre y compadece, entiende y respeta, es asertivo, decide con acierto, y aspira a lo mejor para todos sin perder de vista lo propio. Un fiera, vamos. Sobre todo por lo de hablar en verso.
Los homo sapiens dejamos de ser gente en el instante en el que nos exigimos, a nosotros mismos y a los demás, actuar como ese hombre imaginario. Esto es una pirueta abocada al fracaso, ya lo sabemos, porque, en definitiva, consiste en intentar salir del pozo tirándonos de los pelos, como Munchausen. Aspiramos a ser algo que no somos, entes de ficción. Pero esto es teatro y en el teatro la suspensión de la incredulidad funciona a las mil maravillas. En la calle a ese mismo efecto le llamamos autoengaño y funciona, quién lo diría, aún mejor. Y funciona porque a quién le importan las procesiones que van por dentro, si todos tenemos una. Lo único que hay que hacer es actuar como si fuéramos racionales y buenos y tal.
En definitiva, habíamos inventado un maravilloso personaje ideal al cual sujetarnos, según el cual exigirnos y exigir a los demás, según el cual medirnos y al cual tender. Todo para dejar de ser gente, esa cosa tan ordinaria, tan bajuna y, pensábamos, tan antigua. La civilización, eso tan extraño, es dejar de ser gente para ser hombre, pasar del colectivo al singular y actuar creyéndonos personajes sublimes. Por eso yo no quiero ser gente, quiero ser Cyrano y hablar en verso, aunque me salgan ripios.
Hay que tener mucho cuidado con los amigos. Los amigos son un vicio en el que todos, más o menos, acabamos cayendo, especialmente en la infancia y la juventud. Somos animales gregarios y además, al contrario de las cabras o los escorpiones, nacemos inexpertos y fiamos parte de quienes somos al aprendizaje. Una parte pequeña, es cierto, pero en cantidad suficiente para arruinarnos la vida o, con suerte, aprender a trampearla con elegancia. Así que en ocasiones caemos, inadvertidamente, en la amistad.
La amistad, desde luego, no consiste en contarse las penas o hacerse confidencias. Posiblemente sea lo contrario. Se trataría de no hablar de intrascendencias y evitar por cualquier medio hacer valoraciones sobre los asuntos importantes. Puede uno, sin menoscabo de ese extraño e inaprensible vínculo, hablar de sistemas electorales, dadaísmo, bauhaus o migraciones en la Europa medieval. Cosas menos abstractas o más modernas acabarán corroyéndola.
La amistad, al contrario de lo generalmente pensado, es un pacto por el cual te comprometes a no revelar nunca al amigo cuál es tu verdadera opinión sobre él. Y a cambio nunca recibirás de él su verdadera opinión sobre ti. Eso porque las verdaderas opiniones, las verdades en general, son altamente corrosivas, si no letales. La mayoría ni siquiera soportaríamos saber nuestra verdadera opinión sobre nosotros mismos. Eso es algo que se ha de guardar para casos y circunstancias extremadamente raros y trascendentales. Finales de películas y momentos así.
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–Vamos a acabar en seguida. Usted es un hombre inteligente –dijo uno de los omnipotentes habitantes de las oficinas que precisamente mostraba hacia él una simpatía más desbordante, una sonrisa especialmente acogedora, una magnanimidad más fina y providente.
Pedro se volvió hacia él interrumpiendo la búsqueda de otras fuentes de simpatía ya que ésta, al parecer más decisiva, con tan especial abundancia sobre él se derramaba.
-Así que usted… (suposición capciosa y sorprendente).
-No. Yo no… (refutación indignada y sorprendida).
-Pero no querrá usted hacerme creer que… (hipótesis inverosímil y hasta absurda).
-No, pero yo… (reconocimiento consternado).
-Usted sabe perfectamente… (lógica, lógica, lógica)..
-Yo no he… (simple negativa a todas luces insuficiente).
-Tiene que reconocer usted que… (lógica).
-Pero… (adversativa apenas si viable).
-Quiero que usted comprenda… (cálidamente humano).
-No.
-De todos modos es inútil que usted… (afirmación de superioridad basada en la experiencia personal de muchos casos).
-Pero… (apenas adversativa con escasa convicción).
-Claro que si usted se empeña… (posibilidad de recurrencia a otras vías abandonando el camino de la inteligencia y la amistosa comprensión).
-No, nada de eso… (negativa alarmada).
-Así que estamos de acuerdo… (superación del apenas aparente obstáculo).
-Bueno… (primer peligroso comienzo de reconocimiento).
-Perfectamente. Entonces usted… (triunfal).
-¿Yo?… (horror ante las deducciones imprevistas).
-¡¡Ya me estoy cansando!!
tiempo.de.silencio@luis.martin.santos
—–
Así podría ser una entrevista bien hecha.
Acelerar de nuevo creyendo que será con ansia pero sensato pero así, sensato, no sale, porque si nos ponemos somos los de siempre, los de antes, locos y rápidos. Así que conduzco mal, sin mirar la carretera, sin usar los espejos, que sólo tengo ojos para tus piernas, para tus manos que revolotean, que rebuscan en la radio y ya no encuentran. Porque seguimos siendo coordenadas de un par, incógnitas por despejar y tenemos un coche color rojo, tan viejo y pequeño que ya nos llevó antes, hace cien años, quizá, y dice que llega a doscientos y ese es el reto, porque es imposible y está prohibido.
Amas al mundo, y con mirada ingenua, instintiva, lo deseas, y gozar a quienes, perdidos, lo transitan. Sonríes del mismo modo. Qué nada has cambiado. Con el mismo instinto lo odio y a los rebaños banales que lo pueblan y pediría ser el héroe que lo destruyera, pero te amo a ti, con más que mis fuerzas. Y sólo por eso perdono, olvido y sólo para que lo disfrutes me contengo. Si quieres lo barro, lo limpio, lo lavo, para que bailes descalza en la calzada, en los arcenes, en las calles y las aceras.
Las reglas están para romperlas, que al fin y al cabo a eso se reduce la libertad. Sin embargo la experiencia nos dice que algunas son eternas y deberían estar cinceladas en mármol. Olvidarlas es destruir la civilización. Una es expresar a una mujer un deseo sexual insincero o burlón. Aquí caen la mayoría de los piropos que sólo son adornos que se hacen los hombres a costa de las mujeres. Otra es abusar del perfume. A una mujer perfumada debe poder olérsela no más allá del otro lado del velador de un café. A un hombre en el momento de abrazarlo para
bailar.
Preservemos los valores de Occidente, guarradas veraces y serias y perfume escaso.
La democracia se sustenta en dos cosas, el miedo controlado y los traidores.
Sin el control del miedo la minoría jamás permitiría ser gobernada por la mayoría. Es suicida entregar voluntariamente el poder al adversario sin unas mínimas garantías de que no perderás vida y hacienda. De que ese temor se mantenga en límites razonables ha de encargarse la mayoría, sea cual sea en cada caso.
Por otro lado los políticos y los militantes muy politizados siempre olvidan que consiguen el poder gracias al voto de un número significativo de individuos que antes votaron a sus adversarios, es decir, traidores. Tipos que más pronto que tarde les traicionarán a ellos. Los traidores funcionan como los especuladores en el mercado, fijan los precios comprando y vendiendo futuros.
Carmena cree que sus seguidores piensan como ella, cuando los traidores son legión y la abandonarán a la mínima, en cuanto alguien venda un futuro que les parezca mejor.
Aguirre se siente (absurdamente) traicionada, porque los que compraron sus productos especulativos ahora compran los de la competencia y, vistos los mensajes de Podemos, advierte que los de su minoría no son tan pocos y se resistirán si les tocan mucho la fibra.
Carmena ya ha ganado y, en lugar de pensar que quienes le dieron la victoria la venderán en breve, se dedica a azuzar a sus votantes. Debería estar controlando el miedo de los de Aguirre. Es el primer discurso de cualquier político que gana unas elecciones: gobernaré para todos. Andar diciendo yo os traigo la democracia, por poner un ejemplo de poco voltaje, es azuzar.
Este baile en otros sitios lo bailan agarrao y trapicheando, porque quienes han decidido las cosas son los especuladores, que trapichean por definición. Aquí siempre hacemos tragedia y ese baile es el de los boxeadores, moviendo los pies para golpearse.
Las dos son malas jugadoras.
Sólo hemos encontrado un sistema para acabar con este sinvivir al que los malos jugadores de la política nos tienen acostumbrados desde siempre, la compra de voluntades por medio de la corrupción generalizada. Eso proporcionó hasta hace poco estabilidad en sitios como Andalucía, Cataluña, Valencia y muchos ayuntamientos, donde todos mojaban. Pagar a los especuladores para que no lo hagan.