En Oporto, una ciudad que, dicen siempre, es dos, hay que ver algunas cosas sí o sí. Otras, las mejores, es mejor encontrarlas por causalidad, uséase perdiéndose por las calles o callejuelas mientras buscas algo que recomienda una guía.
Empezar por los Cais es lo mejor. Visitar lo muy turístico primero, aunque sea corriendo, apresurado, te asegura poder intervenir en una conversación sobre la ciudad y demostrar que has estado. Esto, conveniente siempre, es imprescindible si el viaje te lo pagan tus padres o la empresa. Estando allí, en los Cais, todo bares y restaurantes, puedes admirar Vilanova de Gaia, la otra mitad de Oporto. No tiene pérdida, es lo que está al otro lado del río que es, claro, el Douro, al que río arriba llaman Duero. Ya que estás allí puedes, si es invierno y la gente no es mucha, tomarte un gintónic en alguna terraza, al frío y la humedad, esperando que salga uno de esos rabelos que hacen la ruta de los seis puentes. Desde esa terraza vas a admirar, sí o sí, a Ponte de Dom Luiz I y pensarás nada más verlo que es de Gustav Eiffel porque parece un andamio, como todas las cosas que construía. Pero no, no es de Eiffel, aunque lo parezca mucho.
De los Cais uno puede ir, caminando cuesta arriba, hacia la Praça do Infante Dom Henrique en la que, si dispone de numerario en cantidad suficiente, debería comer o cenar en el restaurante O Comercial en el Palacio de la Bolsa. Más que nada porque el edificio es impresionante. Los ricos ahora son esquivos y huidizos pero antes, en los buenos tiempos, gastaban la pasta en ostentaciones que tenían su aquel y la bolsa siempre fue un lugar de gente con un pasar. De ahí, subiendo algo más, llega uno a la Praça da Liberdade, indistinguible de la Avenida dos Aliados. Allá arriba, en lo alto, está la Igreja da Trindade, pero uno no la ve porque la tapa la mole del Ayuntamiento. Si uno, según mira y no ve la Igreja, tuerce a la derecha llega a la estación de tren, a donde llegan y de dónde sale los comboios. La visita es imprescindible puesto que todos hablan de los azulejos del hall. Quedaría uno fatal si en una reunión social le hablaran de esos paneles en los que los portugueses han resumido la historia de su patria y tuviera que disimular su ignorancia improvisando una gracieta. Inmediatamente hay que seguir subiendo por la Rua 31 de Janeiro hasta llegar a la Praça da Batalha. Ahí empieza, un poquito bajando, la Rua Santa Catarina, antes llena de tiendas y ahora de franquicias. Si uno, por una casualidad, desconoce el grupo Inditex y sus muchas marcas puede hacer un cursillo acelerado. Como para eso uno no viaja a Oporto sino que le sirve cualquier ciudad con más de cien mil habitantes, es mejor concentrarse en tomar un café, u otro gintónic, en el Café Majestic, una de esas reliquias que les encantan a los portugueses y que es, más o menos, lo que buscamos cuando viajamos. Cosas extranjeras, sobadas pero en uso, que nos recuerden a lo nuestro. A partir de ahí uno puede ir a la derecha, pero no vale la pena, o a la derecha y ver el mercado do Bolhao, que tiene la coña de que es un mercado de verdad, para luego bajar la Rua Sá da Bandeira hasta el Café a Brasileira, donde la calle hace curva. Ahora está definitivamente cerrado, y vaya por Dios. En nada se va a encontrar de nuevo con la Avenida dos Aliados. Yo, desde ahí, haría por pasar de nuevo frente a la estación para acercarme a ver la Muralla Fernandina, que tiene unas vistas estupendas y la imprescindible Igreja de Santa Clara para aprender, de verdad, qué significa la palabra recargado. Los inyriores chinos, que tienen fama de recargados, puestos al lado de Santa Clara parecen japoneses. Al lado de la muralla pasa la plancha superior del puente Dom Luis, y al lado de esta el funicular, y un poco más allá las doscientas y pico escaleras que llevan desde el río hasta el alto. Allí mismo, en la Rua de Arnaldo Gama, está la sede del Guindalense Futebol Clube, que tiene un bar cutre, con manteles de hule, platos de duralex y futbolín. Lo que tiene también son dos o tres terrazas con la mejor vista de Porto, del río, del puente, de Vilanova, y adornadas con bombillas de colores. Es el sitio más chachi de la ciudad para una cena romántica, como las de las trattorias de las películas, Vacaciones en Roma o una de esas en las que Sofía Loren hace spaguetti. Por el puente, antes, pasaba el tren; ahora el tranvía lo comparte con los peatones y puedes, después de cenar, llegar paseando hasta Vilanova de Gaia. En Porto hay que ver, también, esta vez al otro lado de la Avenida dos Aliados, a Torre dos Clérigos, la Universidad, que está al lado y, ya que estamos, la librería Lelo que está allí mismo. Aunque lo cierto es que desde que ha puesto de moda ya no hay bibliófilos y son hordas de cinéfilos los que vagan entre los libros arrastrando los pies como zombies. Allí mismo está la Calle Galería de París, llena de sitios a los que ir a tomar copas, con la ventaja, al menos la última vez que lo miré, de que dejan fumar. Es muy conveniente ver a Casa da Música, en la plaza de Mousinho de Albuquerque, en medio de la Avenida Boavista. Si un edificio es cubista es este y vale la pena recorrerlo por dentro. Siguiendo la Avenida, a medio camino de Matosinhos, donde acaba contra la playa y el mar, está la Fundación Serralves, con unos jardines preciosos, arte por un tubo y una mansión, la del señor Serralves, de color rosa y que por el estilo podría estar en la playa de Miami. En las casas de las calles que la rodean podría uno acostumbrarse a vivir sin demasiados esfuerzos. En Matosinhos además de la playa es la zona industrial, y en ella están las discotecas de moda, si acaso alguien tuviera ganas de bailar.