Las madres se preocupan mucho de sus hijos. De que vayan limpios y bien lavados, especialmente los dientes, de que estudien mucho y que tengan las amistades adecuadas. Las madres saben que las malas compañías pueden descarriar al hijo más prometedor. Cuántas veces habrá pasado. Quién sabe si no les habrá pasado a ellas, incluso. Porque las madres, aunque mirándolas y escuchando lo que dicen no lo parezca y ellas lo nieguen si surge el tema, hace muchos años fueron personas normales. Las madres eran ese tipo de gente que dudaba de cosas, olvidaba llaves, llegaba tarde y le caían manchas en la ropa. Incluso hay indicios de que alguna suspendió un examen.
Yo era uno de esos hijos que tienen madre. Pero no era la típica madre onmipresente, de las que están siempre encima agobiando. No era del tipo que te espía y vigila sino del otro, del modelo omnisciente. Sabía todo de mi vida antes de que pasara y sin necesidad de seguirme o mirarme. Creo que lo supo todo desde que le dijeron que estaba embarazada. Posiblemente pincharon una rana y al decirle Señora está Vd. esperando se quedó un instante ensimismada mirando por la ventana, suspiró resignadamente y se dispuso a capear el temporal. Luego ya sólo nos limitamos, los dos, a esperar que yo fuera metiendo la pata.
Ella, sabedora de mis defectos, intentaba corregirlos con intervenciones indirectas. Resulta conmovedora la fe inquebrantable de las madres en la capacidad de mejorar de sus hijos. En mi caso una de ellas se concretó en que como el niño era antisocial, enemigo del ejercicio y ensimismado en sus lecturas, resultaba conveniente llevarlo a clases en el club de tenis. El caso es que un día aparecí allí vestido con unos pantaloncitos blancos, un polo con una corona de laurel donde todos llevaban un cocodrilo, calcetines con rayas y tres pelotas amarillas nuevecitas. Lo único que no era ridículo de todo aquel atuendo era una preciosa raqueta Slazenger de madera clara. Hay violines que no son tan bonitos como aquella raqueta.
Yo en esas edades estaba pasando por una mala época. Antes y después también, pero en ese instante era una mala época especial. Mis pensamientos los ocupaban fifty fifty unas ganas locas de morirme de una puta vez y un atroz miedo a morirme. Lo curioso es que no recuerdo bien porqué sufría. Pero juro que sufría.
En mi opinión vergonzosamente vestido, malagusto, acomplejado y aburrido allá me iba dos veces por semana a recibir unas clases de un tal Gimeno, que al parecer era hermano de un famoso tenista. Eso a mi aún me deprimía más porque era lo que se respiraba en las instalaciones. Tanto vales cuanto valen tus relaciones.
En el vestuario había un espejo grande y al salir me miraba y, sin ser de aumento, mi sufrimiento se amplificaba. Me salían más granos y la pelusa del bigote hacia sombras más ridículas. El uniforme me parecía de primera comunión pero de corto. Como si a una niña la mandaran otra vez a comulgar pero con minifalda. El tal Gimeno parecía un turista alemán, alto, fuerte, repeinado y mas preocupado por ir limpio y arreglado que por el tenis. Supongo que entre prestarle atención a aquellos alumnos anormales o a sus madres optaba sensatamente por lo segundo disfrazándose de metrosexual de la tierra batida.
El tipo intentó durante meses que pusiera un mínimo de atención e interés, algo que me resultaba imposible a la luz de aquellas farolas de polígono que nos ponían cara de enfermo del hígado. A la sensación de estar donde no debía se superponía aquel color irreal que convertía la escena en la antesala del infierno. Empezó usando la técnica del palo y la zanahoria —de un modo muy burdo, eso sí; al fin y al cabo era un deportista, no un intelectual— pero enseguida pasó a motivarme como le salía del alma, es decir, llamándome inútil, manta, torpe y otras cosas maravillosas. Me tiraba pelotas al cuerpo cada vez con más saña, me hacía correr horas alrededor de la pista y flexiones cada vez que cometía un error.
Yo no estaba solo en esto. Eramos cinco o seis los que compartíamos aquellos valores que estaban forjando nuestra personalidad. Había en el grupo otros mucho más torpes y que por ello sufrían más el ensañamiento de aquel hombre vestido de boda gay o novio de Norma Duval. La diferencia estaba en que a ellos les encantaba el deporte, el ambiente y los valores y vivían felices con la esperanza de devolver a otros aquellas humillaciones en un futuro cercano.
Un día aquel hombre tan desagradable por dentro como impecable por fuera me sacó de mis casillas. Me estaba lanzando pelotas con fuerza y gritaba exigiendo que se las devolviera igual. Yo las estrellaba en la red o las sacaba por los lados de la pista. Si llevaban la dirección adecuada, la fuerza no era suficiente. Si la fuerza era bastante, la dirección errónea. Y de pronto, sin estar ni él ni yo preparados para ello, luego de meses de fallar sin mejora alguna, llego el momento de mi drive. El instante de gloria. No he vuelto a dar otro igual ni lo he intentado porque no saldría. Digamos que ese día, después del drive, colgué la raqueta y el uniforme.
Estaba cansado y enfadado, situado en el centro de mi campo, un poco atrasado, y al venir la bola lo sentí. Tenía los pies en posición, las rodillas flexionadas, el brazo atrás, la mirada fija en la pelota, la muñeca ligeramente virada. Mi brazo, él solo, sin mi intervención, se disparó hacia adelante con fuerza, golpeó y siguió el movimiento hasta encima del hombro. Aquel hombre tenía razón en lo que nos decía a gritos entre humillación e insulto. El drive salió con una fuerza pasmosa y con la curva perfecta. Pasó a un centímetro sobre la red y a una velocidad próxima al sonido se dirigió directamente a los cojones de aquel tipo.
Y no se apartó porque no lo esperaba. Y para ser sincero, yo tampoco.
Mientras se retorcía en el suelo gimiendo, a la luz irreal de aquellas farolas y la mirada atónita de los demás alumnos, tuve un par de revelaciones. (1) Hay que saber retirarse a tiempo. (2) Huir en el instante de gloria disfraza de dignidad el miedo. Así que recogí la funda de mi preciosa raqueta y marché sin mirar atrás al vestuario y de allí al resto de mi vida.
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