UN PASO DE GIGANTE

Hablar con la gente es una de las experiencias más vacías e inútiles. Yo no la escucho y tengo la certeza de que me pagan con la misma falsa moneda, una fingida y educada atención. Tenemos mucho que decir pero el único asunto que nos importa somos nosotros mismos, cosa que interesa a poca gente, sólo ocasionalmente y durante poco tiempo. Así que hablar es una coexistencia de monólogos con público, algo ridículo que se agrava hasta la molestia si media el teléfono.

Hablar con alguien exige una atención agotadora que además nos roba el tiempo y las energías que podríamos estar dedicando a hablarle a alguien de nosotros. La educación se reduce a eso, supongo, aguantarnos recíprocamente soplapolleces sin fin componiendo el gesto adecuado para la ocasión. Hacer sentir bien a alguien que pretende implicarte en su vida de una forma primitiva, absurda y egoísta: contándotela. Perder tu tiempo sin manifestar desagrado.

La comunicación oral es prehistórica y floreció por el analfabetismo de la especie, pero vencido éste carece de justificación alguna. Nacemos sin hablar ni escribir y desarrollamos una y otra habilidad en poco tiempo. Insistir en la primera siendo capaces de la segunda es un atraso. Quien escribe se ha de plantear de antemano qué va a decir y cómo. Eso reduce mucho la cantidad de palabras inútiles, empezando por sollozos, interjecciones y énfasis y por lo general depura el discurso.

Y lo que es más importante, para el escritor el público está elíptico, no exige su atención mientras escribe. Aunque busque la atención de otros para narrarles sus miserias, no los molesta, no la exige. La educación se desplaza del oyente, que practica la paciencia y resignación, al escritor, que resiste su necesidad inmediata de público y prefiere no molestar. Se encomienda a la benevolencia del lector, no a su educación.

El escritor, ordenando el discurso asume las dificultades de la comunicación mientras que el hablante las desplaza al receptor, mezcladas con sus miserias. Por el contrario usamos el habla como un automatismo más del cuerpo, que de natural sólo produce deshechos, y los descargamos en los demás sin miramiento ni compasión. En eso que llamamos conversación es el oyente quien hace todo el esfuerzo por entender.

La civilización dio un paso de gigante al inventar la escritura y alcanzó el cenit de su refinamiento al generalizarse el correo. La radio y el teléfono acabaron con siglos de avance social y extendieron la molestia acabando con el aislamiento. En un país civilizado, en una sociedad evolucionada, estaría prohibido hablar, con las únicas excepciones de los menores de cinco años y los analfabetos con carnet, que habrían de renovar anualmente. Ese pequeño esfuerzo suplementario que hace falta para decir las cosas escribiéndolas, unido a la desaparición de la principal causa de cinismo e hipocresía, supondría un alza inmediata del nivel intelectual de la población, de su moralidad y su bienestar.

EL TIEMPO DEL DISFRAZ

La infancia es la patria de un hombre, dicen que alguien dijo. Y con esas frases nos vamos conformando, en los dos sentidos de la palabra. Nos construimos y resignamos. Y el resto de la vida consiste, más o menos, en traicionar a la patria, lo que viene siendo una vileza. Hay quien lo hace dándole la importancia que no tiene y quien lo intenta negándola, como si pudiera huir de ella.

Para condenarnos por felones están esas fotos en kodachrome que inesperadamente reaparecen de cuando en cuando. Son la prueba que acaba con la presunta inocencia de la infancia. Éramos tontos y torpes, desmañados e ignorantes. Al mirarlas uno percibe en el ambiente, no ya en las figuras, una pobreza de espíritu que disimulamos con risas nerviosas. La imposibilidad actual de nuestro pasado se nos hace evidente.

Hace unos días me mandaron un mail con las fotografías de una excursión a Benidorm en tercero de BUP. Todas están borrosas y tienen un aire fantasmal, los escenarios me son completamente ajenos, a alguna cara le pongo nombre dudoso y las demás sólo me resultan vagamente conocidas. Pero allí, en medio de esa gente con sonrisas serísimas, estoy yo. Las repaso y pienso en un montaje. Parecen las vacaciones en el Mar Negro de los alumnos de ingeniería de una universidad soviética en los 60.

Tenemos todos una seriedad que se explica tanto por el precio de los carretes de 12 instantáneas y su revelado como por la trascendencia del rito iniciático del viaje. Así se entraba en la adultez: nos llevaban en pequeñas manadas a hoteles de medio pelo a cogerle el gusto a la libertad vigilada, el alcohol de garrafón y la fotopose de gañan. En definitiva, al mundo tal y como era.

Lo peor del pasado es siempre la ropa. Uno se ve disfrazado porque, en realidad, el pasado es el tiempo del disfraz. Hasta el punto que te reconoces más en las de carnaval que en las de fiesta. La ropa en el pasado era horrible y nos sentaba fatal. Y nos duele vernos tan equivocados, tan contentos y, lo que es peor, sonriendo satisfechos. Por suerte las tonterías que pensábamos, las convicciones que nos movían, las pasiones que nos cegaban, igual de ridículas o más, no salen en las fotos.

Para estas cosas están las madres, para intentar que uno no se arrepienta de su pasado, pero no les hacemos caso. Estuve mucho tiempo enfadado porque no pude comprar unos vaqueros acampanados, botas camperas de tacón cubano y chamarra de cuero tipo McCloud, aquel Ránger de Texas que cabalgaba por Manhattan. Nunca fui de seguir modas, pero en aquella ocasión me dio fuerte, y tropecé con un no grande e inamovible; un no completo y definitivo. Aún hoy, con la perspectiva que da el mucho tiempo, que todo lo relativiza, tampoco me perdonaría tener fotografías así vestido.

En esas fotos vergonzantes salimos en terrazas mirando a la cámara con la seriedad y el vestuario de el Vaquilla en el photocall de la première de Deprisa, Deprisa. Abundan unas cazadoras blancas y negras con raya horizontal de color chillón que podía haberse puesto Nacho Dogan y pantalones blancos de los Chichos para ellos y faldas largas de Mocedades para ellas. Cosas del pasado que es muy cabrón y de nuestra falta absoluta de sentido estético. Me da vértigo imaginar de qué hablábamos vistiendo así.

Soy muy traidor a mi pasado, quizá porque me esfuerzo en ser fiel a quien soy en cada momento, aunque no tenga ni idea de qué coño puede querer significar esto, más allá de una elaborada justificación de la vergüenza que me hacen sentir estas cosas.

EL RECATO Y SU PÉRDIDA

Mercedes Milá ha enseñado las bragas en la tele. Ella me cae muy mal pero el gesto me parece estupendo. Cómo llega ahí no, porque es quinceañero. Que si te atreves a enseñar las bragas, tía, y como vamos un poco pedo allá voy. No es muy de su edad y a estas alturas ya sabemos que las orgías no empiezan así, como nos las mostraban las pelis de los 70. Será que la Milá no estuvo en ninguna orgía o que aún es algo adolescente, lo que es más probable. Tan comprometida desde siempre en feminismos y luchas te has perdido esa época de la vida, tía.

La civilización es andar desnudos y vestirse, y cuando se está muy vestido y le parece a uno que está la mar de civilizado y hay calefacción, sacarse la ropa. Estoy convencido de que una sociedad es más civilizada cuanto más en bolas puedan ir las mujeres sin que las acosen o las reprendan. Basta mirar al otro lado del mediterráneo y cómo las visten y se visten. O cómo se ponían por aquí hace unas décadas Alfredo Landa (QEPD) y coetáneos. Mas o menos que cuando lo del sexo se normaliza un poco y nos relajamos y asumimos que también y ante todo somos animales, empezamos a hablarnos y tratarnos como personas.

La Milá anda caliente y se presta al asunto, y las dos cosas están la mar de bien y a nadie escandalizan ya. El sexo no es malo, a las mujeres les gusta tanto como a los hombres, ella es una mujer, el dinero y el cachondeo molan. Todo estupendo y lo digo sin sorna.

Pasa que la seducción tal y como se viene practicando desde hace cientos de años se basa en el pudor de las mujeres. Hay un modelo bien desarrollado sobre el que se asienta toda la cultura. Toda la novela, el cine, las letras de las canciones, la ópera y el teatro. Ahora que andamos tranquilamente en bolas por playas, portadas y platós vemos que nos falta un modelo nuevo que no se funde en el recato y su pérdida.

Ahí me falla la Milá, pero no se lo podemos tener en cuenta, porque ahí fallamos todos. La miro en bragas y no me dice nada, y el cómo lo hizo tampoco. Ni bueno ni malo. Ni fue sexual, ni estético, ni político, ni transgresor, ni avanzado, ni moderno ni llegó del todo a ser ridículo. Quizá es esto la civilización. No sé. Creo que estamos reconstruyéndonos y un poco perdidos sobre cómo darle un nuevo tratamiento a estos asuntos. Otra crisis.

EL DRIVE

Las madres se preocupan mucho de sus hijos. De que vayan limpios y bien lavados, especialmente los dientes, de que estudien mucho y que tengan las amistades adecuadas. Las madres saben que las malas compañías pueden descarriar al hijo más prometedor. Cuántas veces habrá pasado. Quién sabe si no les habrá pasado a ellas, incluso. Porque las madres, aunque mirándolas y escuchando lo que dicen no lo parezca y ellas lo nieguen si surge el tema, hace muchos años fueron personas normales. Las madres eran ese tipo de gente que dudaba de cosas, olvidaba llaves, llegaba tarde y le caían manchas en la ropa. Incluso hay indicios de que alguna suspendió un examen.

Yo era uno de esos hijos que tienen madre. Pero no era la típica madre onmipresente, de las que están siempre encima agobiando. No era del tipo que te espía y vigila sino del otro, del modelo omnisciente. Sabía todo de mi vida antes de que pasara y sin necesidad de seguirme o mirarme. Creo que lo supo todo desde que le dijeron que estaba embarazada. Posiblemente pincharon una rana y al decirle Señora está Vd. esperando se quedó un instante ensimismada mirando por la ventana, suspiró resignadamente y se dispuso a capear el temporal. Luego ya sólo nos limitamos, los dos, a esperar que yo fuera metiendo la pata.

Ella, sabedora de mis defectos, intentaba corregirlos con intervenciones indirectas. Resulta conmovedora la fe inquebrantable de las madres en la capacidad de mejorar de sus hijos. En mi caso una de ellas se concretó en que como el niño era antisocial, enemigo del ejercicio y ensimismado en sus lecturas, resultaba conveniente llevarlo a clases en el club de tenis. El caso es que un día aparecí allí vestido con unos pantaloncitos blancos, un polo con una corona de laurel donde todos llevaban un cocodrilo, calcetines con rayas y tres pelotas amarillas nuevecitas. Lo único que no era ridículo de todo aquel atuendo era una preciosa raqueta Slazenger de madera clara. Hay violines que no son tan bonitos como aquella raqueta.

Yo en esas edades estaba pasando por una mala época. Antes y después también, pero en ese instante era una mala época especial. Mis pensamientos los ocupaban fifty fifty unas ganas locas de morirme de una puta vez y un atroz miedo a morirme. Lo curioso es que no recuerdo bien porqué sufría. Pero juro que sufría.

En mi opinión vergonzosamente vestido, malagusto, acomplejado y aburrido allá me iba dos veces por semana a recibir unas clases de un tal Gimeno, que al parecer era hermano de un famoso tenista. Eso a mi aún me deprimía más porque era lo que se respiraba en las instalaciones. Tanto vales cuanto valen tus relaciones.

En el vestuario había un espejo grande y al salir me miraba y, sin ser de aumento, mi sufrimiento se amplificaba. Me salían más granos y la pelusa del bigote hacia sombras más ridículas. El uniforme me parecía de primera comunión pero de corto. Como si a una niña la mandaran otra vez a comulgar pero con minifalda. El tal Gimeno parecía un turista alemán, alto, fuerte, repeinado y mas preocupado por ir limpio y arreglado que por el tenis. Supongo que entre prestarle atención a aquellos alumnos anormales o a sus madres optaba sensatamente por lo segundo disfrazándose de metrosexual de la tierra batida.

El tipo intentó durante meses que pusiera un mínimo de atención e interés, algo que me resultaba imposible a la luz de aquellas farolas de polígono que nos ponían cara de enfermo del hígado. A la sensación de estar donde no debía se superponía aquel color irreal que convertía la escena en la antesala del infierno. Empezó usando la técnica del palo y la zanahoria —de un modo muy burdo, eso sí; al fin y al cabo era un deportista, no un intelectual— pero enseguida pasó a motivarme como le salía del alma, es decir, llamándome inútil, manta, torpe y otras cosas maravillosas. Me tiraba pelotas al cuerpo cada vez con más saña, me hacía correr horas alrededor de la pista y flexiones cada vez que cometía un error.

Yo no estaba solo en esto. Eramos cinco o seis los que compartíamos aquellos valores que estaban forjando nuestra personalidad. Había en el grupo otros mucho más torpes y que por ello sufrían más el ensañamiento de aquel hombre vestido de boda gay o novio de Norma Duval. La diferencia estaba en que a ellos les encantaba el deporte, el ambiente y los valores y vivían felices con la esperanza de devolver a otros aquellas humillaciones en un futuro cercano.

Un día aquel hombre tan desagradable por dentro como impecable por fuera me sacó de mis casillas. Me estaba lanzando pelotas con fuerza y gritaba exigiendo que se las devolviera igual. Yo las estrellaba en la red o las sacaba por los lados de la pista. Si llevaban la dirección adecuada, la fuerza no era suficiente. Si la fuerza era bastante, la dirección errónea. Y de pronto, sin estar ni él ni yo preparados para ello, luego de meses de fallar sin mejora alguna, llego el momento de mi drive. El instante de gloria. No he vuelto a dar otro igual ni lo he intentado porque no saldría. Digamos que ese día, después del drive, colgué la raqueta y el uniforme.

Estaba cansado y enfadado, situado en el centro de mi campo, un poco atrasado, y al venir la bola lo sentí. Tenía los pies en posición, las rodillas flexionadas, el brazo atrás, la mirada fija en la pelota, la muñeca ligeramente virada. Mi brazo, él solo, sin mi intervención, se disparó hacia adelante con fuerza, golpeó y siguió el movimiento hasta encima del hombro. Aquel hombre tenía razón en lo que nos decía a gritos entre humillación e insulto. El drive salió con una fuerza pasmosa y con la curva perfecta. Pasó a un centímetro sobre la red y a una velocidad próxima al sonido se dirigió directamente a los cojones de aquel tipo.

Y no se apartó porque no lo esperaba. Y para ser sincero, yo tampoco.

Mientras se retorcía en el suelo gimiendo, a la luz irreal de aquellas farolas y la mirada atónita de los demás alumnos, tuve un par de revelaciones. (1) Hay que saber retirarse a tiempo. (2) Huir en el instante de gloria disfraza de dignidad el miedo. Así que recogí la funda de mi preciosa raqueta y marché sin mirar atrás al vestuario y de allí al resto de mi vida.

EL PREAVISO

Leo que Bárcenas demanda al Partido Popular por improcedente y no puedo más que asentir. Y es que hoy en el Partido Popular, ya sea por la boca de piñón de Soraya, la boca de lobo de Cospedal o la boca callada de Rajoy, todo son improcedencias. Y moscas. Con esto que quizá quien mejor esté llevando la cosa sea Mariano, que abre la boca lo justo y se ríe lo imprescindible. La última vez que lo vieron fue en el 95, con el quinto Tour de Indurain. Pero es que releo la noticia y no se trata de que Barcenas se sume a la opinión general, esa que, cada vez más, comparten los militantes de su partido. Bárcenas demanda porque, al parecer, lo despidieron en el 2010 con efectos a Diciembre del 2012 y no se le había pasado el plazo para reclamar su indemnización. Antes de la crisis ya se estaba pagando a proveedores a 180 días, pero ahora se despide a 720, lo que viene siendo no sólo una ocurrencia sino también un récord absoluto. Sólo acumulan ese retraso los hospitales en los pagos a las malvadas empresas farmacéuticas, lo cual podría llevarnos a suponer que Génova es ya un pabellón de terminales y el ex-tesorero está amenazando con no suministrar más oxígeno. Lo cierto es que Barcenas podrá protestar, pero no creo que sea por falta de preaviso.

Para mi tengo que a Mariano le gustaría reír más, pero no le dan un respiro. Es lo que ocurre cuando uno se rodea de opositores, gente sería, competente y trabajadora, que desaparece el humor inteligente y uno acaba riéndose de lo estúpidos que son, creyéndose tan listos. Es esta una risa amarga y cínica, en la que reconocemos nuestro lado más malvado. Ese que tiene un punto de envidia y otro de pasmo ante su cuadriculada percepción del mundo, tan alejada de lo que ve un tipo cualquiera con algo de cordura. Ellos salen a explicar sus cosas, que las llevan perfectamente aprendidas y resulta que la gente que escucha no son un tribunal de oposición formado por otros opositores. Los despidos en la vida real son otra cosa y así que la hemos liado.

Hoy, respecto a Bárcenas existe un extraño consenso en la opinión pública española, algo que quizá no se repetía desde que Jesús Gil, QEPD, transitaba de plató en palco, parando en el salón de plenos. A Pedrol Rius le preguntaron en una ocasión cuál era su opinión sobre Gil y contestó: La general. Aquel hombre podía decir las cosas de tal modo que si hubiese sido espía las grabaciones no valdrían para condenarlo por colaborar con el enemigo. Yo no soy tan sutil y sólo se me ocurre lo de las moscas y los moribundos, que son imágenes socorridas, pero manidas. Y añadir que espero ansioso la cita entre Barcenas y el PP en el SMAC, que suena a hostia con la mano abierta. O a beso de tornillo.

ESAS FELICES COINCIDENCIAS

Si en un libro se habla de libros el lector compulsivo se excita y alerta. De otros lectores siempre se consiguen noticias de nuevos libros que leer, que releer o que evitar. Para otros esta experiencia de segunda mano es desagradable. No aciertan a entrever, al abrir esos volúmenes que tratan sobre otros volúmenes [que generalmente tratan de otros volúmenes] más que un cierto aburrimiento. Soy de los primeros. Aquellos que sólo leen libros y desprecian los libros que hablan de libros se pierden la parte de vicio que tiene la lectura.

Me ha entrado la duda de si colecciono libros o no. Los junto, los apilo, [podría decirse que] los ordeno, los mantengo unos de pie y otros tumbados [unos merecen más descanso, otros la tensión de la formación]. Algunos, especiales, de vez en cuando los saco de su sitio y, como esos vinateros del cava, los revuelvo un poco, los ojeo, los manoseo y devuelvo a su sitio. Desconozco la causa por la cual se hace eso. Pudiera existir una causa interesante pero no me siento capaz ahora de imaginarla. Lo cierto es que ellos y yo, aproximadamente, hacemos lo mismo, sólo que en su caso esos meneítos son como los cariños del porquero a su cerdo: interesados y el preludio de un adiós. Yo nunca me desharé de ellos [ellos no lo harían].

Llegan por distintas vías, la inmensa mayoría comprados, y pasan por distintas fases. Ordenarlos o no y con qué criterio es la última. Antes hay que encontrarlos, para lo cual han de existir [no es una obviedad absurda, aunque lo parezca] y eso se produce cada vez en menos ocasiones. Los libros que deberían de existir son más y mucho más interesantes que los que hay. Sólo el azar rige la producción de esas felices coincidencias, el encontronazo entre un lector y el libro que le interesa, conmueve, alegra o exalta. En realidad el oficio del librero es exactamente ése. Un buen librero no tiene muchos libros, ni los ha leído, ni sabe bien de que van. No le interesan demasiado, no más allá que se le los compren. Un buen librero lo que ha de tener es interés en sus clientes, quiere tener muchos y ha de saber qué les interesa. Y como tiene acceso a los catálogos de novedades y los ojea, pide aquellos que intuitivamente cree que gustarán a su parroquia. Un buen librero es un intuitivo casamentero de libros y lectores.

Por eso hay que huir de los libreros que saben de literatura: intentarán imponer su criterio al tuyo y venderte aquello que ellos creen de calidad, bueno, o simplemente correcto. Aquello que la crítica alaba y lo que se vende más, reconociéndole méritos a la opinión general.

Los libros, para los compulsivos, son más que literatura, ensayo o filosofía. Los compulsivos perciben las corrientes ocultas que fluyen debajo de las letras, las palabras, los párrafos y capítulos. Por debajo incluso de los propios libros. Las que se entrecruzan de género a género, de época a época y país a país. Unas veces consciente, otras inconscientemente reconocen la copia, la intertextualidad, el idéntico argumento, las palabras repetidas, la posición exacta de los personajes. El mismo interés, los mismos viajes o repetida tristeza. Para los compulsivos, esas semejanzas, esos aromas repetidos, no son importantes. Son la salsa, el picante. Esa es la verdad de la literatura, que es la de las mentiras, porque lo literario no es más que la verdad extraída de mentiras. Y qué importancia tiene que un mentiroso copie a otro mentiroso si la historia es buena. Y qué sabrán de mentiras y mentirosos los teóricos. Esas cosas hay que sentirlas, no pensarlas.

QUIZÁ TUVO AMORES

Lejana, olvidada, distante y distinta. Eres como el Farallón de Medinilla, esa isla perdida en el mar inmenso, tan inmenso que es océano, que aunque no la miren, no la recuerden y no la quieran, que aunque no la visiten, se puede permitir simplemente estar y que aunque nos olvidemos de ella su presencia se nota. Si la isla un día no estuviera, volara o se la hubiera tragado el mar, todos seríamos más pobres. No tendríamos menos dinero pero si seríamos un poco más miserables porque algo importante faltaría. Faltaría un refugio en el medio de la nada del mar, eso sí, escarpado, agreste y difícil, en el que miles de pájaros alegres, algo locos, ruidosos, siempre activos y optimistas, anidan y revolotean. Yo quisiera ser el náufrago en esa isla abandonada, el habitante que hace señales no para que le rescaten, sino para que vengan tripulaciones bien vestidas en barcos de velas blancas y poder enseñar orgulloso su refugio. El Farallón de Medinilla es además la isla en la que tres, cuatro, grandes X repartidas por su esbelta geografía como lunares en un cuerpo de mujer señalan algo que aún no sabemos pero intuimos. Es una isla tatuada, algo muy propio de los mares del sur, con un nombre grabado que podría ser cualquier nombre y que entretanto no se desvela mencionamos con la letra de la incógnita. Yo aventuro que es una isla que arrastra un pasado, una isla que estando cercana a un puerto ajetreado, contrabandista, canalla y nocturno quizá tuvo amores con un faro o un farero o el capitán de un steamer y doliente, a ritmo de tango, se alejó. Huyó una noche de las luces de los faros que son, desde lejos en el mar, luminosos de puticlub haciendo promesas falsas de alcohol, amor y humo. Se dejó deslizar en las olas hasta ese lugar inaccesible por insólito, lejos también y sobre todo de las rutas de los steamers, que rápidos y eficaces, modernos y esbeltos, llenan el aire de carbonilla y convierten en cosa de mecánicos el oficio de navegar, arrebatándoselo a poetas y criminales. Yo la miro frecuentemente en el Google Maps sólo por ver si se ha movido de nuevo o simplemente si la incógnita se ha desvelado.

EL PIANO

Un piano es un mueble al tiempo que un instrumento musical. Esto, que no ocurre para otros instrumentos ni para otros muebles, le da al piano un carácter peculiar, cuando menos. Así en las casas bien en las que entra un piano éste suele ser colocado en una sala grande, en un salón o en una galería. En una zona común, en todo caso, que facilite la interpretación y la exhibición. La casuística es, resulta notorio, enormemente variada. Por ejemplo una habitación trasera amplia, bien iluminada y ventilada en la que un piano de pared se sitúa contra la pared en la cual la luz entrante iluminará las partituras por la izquierda. Que en este caso el sol ilumine por la izquierda o la derecha cuando ambas manos bailan torpes o ágiles sobre las teclas es indiferente, pero todos, incluso los músicos, arrastramos esa costumbre heredada de la escritura. La estancia también podría ser una galería amplia, bien iluminada, pero fría en verano y excesivamente calurosa en invierno. Una galería de madera, orientada al sur, plena de cristales y en la cual la situación del piano a los efectos de tomar luz es indiferente. Quizá el intérprete pueda moverlo un poco a la derecha o a la izquierda, buscando la zona que más tiempo se halle a la sombra en las largas tardes de verano. En caso de duda basta retirar las alfombras y comparar las diferencias de color en el entablado. A más claridad en el suelo antes oculto por la gruesa gabbeh o la fina persa, mayor tiempo de insolación. En los salones, si son de grandes dimensiones, los pianos se sitúan en un extremo sobre todo si son de cola o de media cola. Prácticamente todos estos pianos son, hoy en día, lacados en negro aunque hay excepciones, siempre desgraciadas desde el punto de vista estético, que no musical. Las casas en las que la educación musical tiene raigambre y la riqueza se ha mantenido durante generaciones se distinguen rápidamente porque el piano tiene el color de la madera natural y se adivinan en él manos y manos de cera. Hay que decir que a un piano bien construido, mantenido y afinado poco le importa el color para sonar bien. Es a la vista del espectador y no pocas veces a la del ejecutante intérprete a quien molestan determinados acabados. El blanco, harto frecuente, es neciamente desagradable y resulta un claro impedimento para una interpretación sublime y el disfrute de la música. Rompe con la norma tradicional y constante mantenida por los músicos de vestirse de negro, sólido, neutro, a fin de dejar protagonismo a la música, o a ésta y los cantantes, y en su caso los actores, si se diese el caso. Nos desagrada porque diríase que quien posee un piano blanco desea que el instrumento obtenga una atención que no merece. El instrumento es un instrumento y si la pluma o el pincel no compiten con el texto o la pintura lo mismo es conveniente que ocurra con la música. Eso no empece que el piano, aun sobrio, sencillo y severo, no sea bello no sólo por la calidad de sus materiales. Los pequeños adornos, detalles y variaciones mínimas, de capricho, sobre la forma canónica son los que proporcionan al piano su armonía y belleza. Estos detalles, el entendido, el viajado, el connaisseur y el afinador, éste en ocasiones incluso con más criterio aún, los advierten en el primer instante. Entran en un domicilio, invitados u obligados por las circunstancias y basta un somero vistazo, al lugar en el que se sitúa, al resto de los muebles que lo rodean y demás objetos que de ordinario decoran la vivienda, para apreciar no sólo la calidad y belleza del instrumento sino cuánto de la vida de la casa gira a su alrededor y de su música. Un par de teclas pulsadas con indolencia, sin necesidad de sentarse, terminan de facilitar al improvisado investigador de las costumbres de ese domicilio de clase media alta los datos que necesita. Dónde está, cuántas cosas se han apoyado sobre él o a su alrededor. La altura de la silla, el grado de desgaste de los bordes de las partituras que hay a la vista, la dificultad de su ejecución y si están anotadas y en su caso por cuantas manos. Si el piano está afinado recientemente o ya le hace falta un repaso. O si simplemente permanece allí como mueble sin uso y sus cuerdas no dan notas, hacen ruidos. El pianista conocedor puede saber también, sólo con tocar algunas notas, la calidad del afinador y aproximar mucho su edad y por la de éste la de quienes interpretan. Las más agudas son especialmente difíciles de afinar y todo músico al envejecer pierde el oído empezando por los agudos. Un afinador de cincuenta años nunca dejará bien esas cuatro o cinco últimas notas. Un intérprete exigente de veinte años no aceptaría un afinador que dejase mal esas notas, algo que quien padece de la hipoacusia que acompaña a la edad no podría advertir.

LOS GLACIARES, CLARO, DERRITIÉNDOSE

Tengo que controlar el curso de mis pensamientos porque son erráticos la mayor parte del tiempo. Debería intentar encontrar una disciplina sencilla, una regla, a lo sumo dos, que me permitieran enfocar las divagaciones en que me ensimismo. El problema es que todo me recuerda a todo porque, a cierto nivel, todo se parece a todo. Las palabras vienen de otras palabras, que vienen de otras palabras, que vienen de otras palabras. Las ideas son reformulaciones de otras ideas que son mezcla de otras ideas que son copias de otras ideas. Las letras se mezclan para formar sonidos que recuerdan a otras letras parecidas que llevan encerrados recuerdos de otras pronunciaciones. Cómo es posible que no haya gitanos con pecas. Y así lo que se ve, transformado en palabras, se mezcla con las que deberían explicar lo que se piensa pero éstas no son capaces de delimitar. Así vienen a mi cabeza sonidos, y yo aquí, pensando en ti, y los glaciares, claro, derritiéndose. Se funden poco a poco porque sería obsceno que lo hicieran de golpe; es la diferencia entre erotismo y lo que yo quiero. O lo que yo pienso que nosotros queremos. Sólo dos reglas sencillas, que busco y no encuentro, podrían cortar de raíz derivas y derrotas, naufragios y embarrancamientos y también el tiempo. Porque el problema es el tiempo, el que está pasando no, sino el que ya pasó y el que quiero que pase. Aunque la distancia, que es función de tiempos y velocidades, tampoco es un asunto menor. Porque se expande y tengo pruebas, como que cada vez tengo que acercar más la cara al libro, que la vista no me alcanza, o a los lunares de tu piel que se me escapan. Esto es cosa del tiempo, porque la velocidad es cosa de cerrar o abrir los ojos. He puesto un punto y coma y creo que está bien colocado, eso es poco frecuente, como que los notarios hagan testamentos a gente joven. Son cosas que pasan; pasa, por ejemplo que si me decidiera por elegir, de entre las varias que se me ocurren, una o dos reglas, iba a pensar mucho en las otras, como pienso en ti. Pensar, por ejemplo, que esas fotos de kodachrome tienen todas una veladura anaranjada de anuncio de Mirinda. Y eso está bien, con ése vestido de flores y detrás las rosas que ya no existen en la casa vacía arrastrándose por la verja oxidada, que antes era negra. Quizá podría poner una alarma para dejar de pensar. Pero no sé yo si no iba a ser peor. Si cada vez que sonara no me vendría a la cabeza un lunar, por ejemplo, que se desprende y se escurre, despacio, por tu escote. Un lunar al que yo miraría con cara de pasmo mientras se desliza entre tus tetas. Como la pelota de golf en un green, variando la trayectoria según las ondulaciones del terreno, esas ondulaciones que no sé calcular, sólo admirar, como tampoco sé porqué los números de las calculadoras no están por orden. El uno siempre está abajo. Y el lunar, en mi imaginación, sigue escurriéndose como una gota de café por tu piel de leche, tu tan dulce y amarga y yo tan cortado por no ser capaz de mirarte a los ojos y dejar de pasmar con tus pechos. Acabará, apuesto cien guineas contra las leyes de la física, buscando un pezón, el lunar viajero, mimetizándose con una de esas cookies. Porque las cosas no ocurren porque si. Los lunares, por seguir con el caso que me ocupa, se desprenden obedientes con el sonido de una alarma, aunque luego se muevan mimosos, tiritando como estrellas, y la mirada de este tu admirador que soy yo, viaje tras ellos, encelada turista sexual de las curvas de tu piel.

LOS HAPPY-HAPPY

Hay en el ambiente una idea claramente destructiva de los que son “distintos”. Se resume en que la vida es inherentemente valiosa y la felicidad es fácilmente alcanzable. Pero esto se aleja bastante de la realidad.

Las religiones suelen admitir que la vida es difícil, dolorosa, llena de perdidas, angustias, miedos y que además acaba mal. Siempre. Desde este fundamento, evidente por si mismo, construyen castillos conceptuales que permitirían el soportaría con la promesa de algo mejor, una vez acabada. Una vida eterna, un paraíso, esperan. Imponen reglas para ello. El miedo y el dolor no tendrán fin si no te sometes a tal o cual regla ahora.

La cultura no religiosa, ahora dominante, abjura de esto, pretende la felicidad en la tierra y afirma que está al alcance de cualquiera el conseguirla. Esta otra forma de ver el mundo happy-happy tiene iguales efectos perniciosos. Al igual que la religión, los happy-happy eliminan a todos los que no aceptan el trato que proponen; apartan y señalan a quienes no son capaces de ser felices con lo que, según ellos, proporciona la felicidad. Estos son extraños, rebeldes, incomprendidos, asociales, destructores. Y como a tales se les trata. Y en ocasiones, con una vuelta más de tuerca, se intenta protegerlos de si mismos. Los mecanismos de esta intervención son idénticos a los de la religión en sus momentos de mayor auge. Presión social, ostracismo, prohibición y criminalización de conductas, sustancias e ideas. Los religiosos y los happy-happy se diferencian en.. nada.

Son muchos quienes no encuentran en las religiones ni sentido ni consuelo. Hay muchos más que no son capaces de encontrar felicidad o alegría en la vida ordinaria y planeada que proponen los happy-happy. Que no ven, por mucho que busquen, felicidad en lo que unos y otros proponen, que al fin y al cabo no son más que normas. Son muchos quienes no encuentran alivio alguno en la obsesión por sujetarse a un orden. Que no son capaces de hallar sentido o alivio a la vida en las relaciones humanas. Al menos en las formas que unos y otros nos proponen como deseables, permitidas.

El único camino que queda es la evasión de la realidad. Cada uno como puede.