INDULGENCIAS

Por la presente concedemos cuarenta días de indulgencia, en la forma acostumbrada, al lector o lectora que leyere el libro llamado «La línea imaginaria«, del autor Mortimer Gaussage, con atención, piedad y devoción cristiana y, al tiempo, pida a Dios por las almas del Purgatorio en general y la del autor en particular, por considerarlo los doctores de esta Curia de recta moral, ajustado a la doctrina y de utilidad para el alma de la feligresía y damos nuestra licencia para que a la concesión de esta gracia pueda darse publicidad por medio de la imprenta. Nihil Obstat.

 

CHOPSUEY FANZINE ON THE ROCKS

ERLE P. MATTHIS

El 18 de febrero de 1945, en el Meadowbrook Ballroom en Cedar Groove, New Jersey, la orquesta de Woody Herman grabó en directo su versión de “Red Top”. Woody Herman dirigía la banda y tocaba el clarinete solista. El resto de la orquesta la formaban Ray Wetzel, trompeta solista; Saul “Sonny” Berman, Walter “Pete” Candoli, Carl “Bama” Warwick y Charles Frankhauser, trompetas; Willar P. “Bill” Harris, Ralph Pfeffner y Ed Kiefer, trombones; Sam Marowitz, saxo solista; John La Porta, saxo; Joseph E. Filipelli (“Flip” Phillips) y Pete Mondello, saxo tenor; Skippy DeSair, saxo barítono; Margie Hyams, vibráfono; Ralph Burns, piano; Billy Bauer, guitarra; Greig Stewart “Chubby” Jackson, bajo y Dave Tough, a la batería. Lo recuerdo perfectamente porque aquella noche, sobre las 21:45 PM, Erle P. Matthis se enzarzó con Jackson McKenzie en la barra porque le habló a su mujer y pensó que estaba intentando flirtear con ella. A resultas de la pelea, nunca boxees con un boxeador, aunque en el ring sea un fracasado, Erle perdió un ojo y con él su trabajo de conductor del metro y empezó a beber más de la cuenta. Ocho o nueve meses más tarde su mujer lo dejó llevándose a los niños y luego de dar tumbos por la costa este como empleado precario en trabajos culturales, creativos y académicos contemporáneos en el marco de la agenda neoliberal y el mundo en red, obviamente desesperado y ya muy enfermo, a mediados del 47 marchó a Seattle a casa de su hermano Edward. Él no sabía que Edward, desde su vuelta de la IIGM, junto con otros tres compañeros marines de 23th regimiento con los que había desembarcado en Iwo Jima, se dedicaba a atracar sucursales del North Pacific Consolidated Bank. Erle pensaba que era perito agrimensor y se movía por todo el estado de Washington con esas cajas en las que llevan los teodolitos midiendo terrenos para empresas madereras. La misma noche en la que llegó a la casa de su hermano, en la Avenida Morgan con la 38, entre Fairmount Park y Gatewood, la policía la asaltó para detener a la banda de atracadores y durante el tiroteo una esquirla de madera lo dejó sin vista del otro ojo. Completamente ciego, sin dinero para pagar la fianza o una defensa decente, temblando por el síndrome de abstinencia, se suicidó en la penitenciaría federal de la Isla McNeill colgándose con una cuerda hecha con retales de las sábanas. Eran las 21:45 PM del 18 de febrero de 1948 y habían pasado tres años exactos desde que la orquesta de Woody Herman, “The Band that Plays the Blues”, grabara el “Red Top” y Jackson «Hurricane» McKenzie le volara el primer ojo de un crochet envenenado. Y mañana se cumplirán 70 años de la muerte de Erle P. Matthis. Hay quien dice que suicidio no viene de sui caedere, matar a uno mismo, sino de sus, suis, cerdo. El suicidio en ese caso sería, literalmente, matar a un cerdo. Eso, siendo ingenioso y divertido, no es más que echar sal a la herida, cosa que quizá no procede. El asunto todo es muy triste pero por lo menos la canción es buena.

LUBINA ROBÁLOVA

Una vez tuve una novia rusa o ucraniana o así. Una novia eslava que nadie sabe de dónde salió ni a dónde, después, marchó con su prosodia siberiana, sus ojos grises y sus piernas largas. Lubina Robálova, o Robalova, que de todo la llamaban, apareció por aquí como las crebas en las playas, por capricho de las olas y los vientos. A Lubina Robálova mi abuela siempre y yo en la intimidad, entre edredones y mantas, cariñosamente, le decíamos robaliza, como otros llaman a la suya palomita o ruliña. A Lubina esto le daba igual, porque las rusas o ucranianas, las eslavas en general, son de natural agradecidas. Las eslavas, siempre según mi experiencia, hacen buenas novias y malas esposas, quién sabe por qué, son cosas que pasan. También hay pescados que hacen buen caldo y mala comida y nadie se espanta o escandaliza, y eso por no traer el lugar común de la gallina vieja. Lubina era teóloga y llegó aquí por el Camino de Santiago, que nos trae cosas de la tierra como la corriente del golfo nos trae cosas de la mar, cosas que quizá allá, donde empiezan viaje, no son raras pero aquí un poco sí. Lubina tenía los ojos clarísimos, del gris de una mañana de niebla, de un gris glauco como los besugos que compras poco frescos o los que sacas del horno bien asados. Uno nunca había tenido una novia teóloga, ni rusa, o eslava, y, si me apuran, casi ni novia había tenido, así que uno, en aquella circunstancia, se encontraba despistado. En este rincón, no obstante, estas cosas las solucionamos con el natural cosmopolitismo que nos caracteriza. Unos acceden a ese status viajando, marchando de casa con intención de nunca más volver y los otros, menos valientes, observando lo que las corrientes y el Camino nos traen. Para ser de verdad cosmopolita solo hay que ser un poco paleto, asombrarse por lo asombroso, preguntar lo que no se sabe y, sobre todo, tener claros un par de principios morales. El resto va solo. Lubina, en bikini, te hacía creer en Dios con mayúsculas y sus caderas alejándose refutaban descreídos sin aparente esfuerzo, con un swing siberiano que, como no lo tengo grabado, pervive sólo en mi recuerdo. La teología tiene la gran ventaja de que es ciencia irrefutable y Lubina contaba con carismas que hacían que ni te planteases la duda. La Dra. Robálova, teóloga, hablaba con convicción de los falsos dioses, las falsas creencias y los falsos profetas y uno sólo era capaz de asentir, cosmopolitamente enamorado o enamoradamente cosmopolita, asentía con una sonrisa bobalicona y murmuraba robaliza mía, y se hundía en la niebla de sus ojos grises. Robaliza mía escribió un tratado farragoso, en esas letras que usan las eslavas que parecen garabatos y podrían ser cualquier cosa, sobre los que adoran a Elvis Presley como Dios, las facciones en las que se dividen y sus peleas y controversias. Los Elvitas, escisión extremista de la First Presleyterian Church of Elvis The Divine, odian a los Presleyterianos por razones tan obvias que nunca han sido, que se sepa, explicitadas. En estas cosas andaba Lubina, en averiguar por qué los Elvitas se persignan como los católicos y los Presleyterianos como los ortodoxos, es decir de izquierda a derecha los primeros y de derecha a izquierda los segundos. Eso sí, los unos y los otros, me explicaba mi Robaliza entre edredones y revolcones, todos, los unos y los otros, dicen LOVEME-TENDER-LOVEME-TRUE mientras hacen el gesto y yo, para aprenderlo, se lo hacía a ella, de la frente al ombligo, de una teta a la otra. Las rusas, las eslavas en general, hacen buenas novias. Quién sabe por qué.

EDDY

A Eddy Merckx le llamaban El Caníbal porque era un poco cabrón, que no le llegaba ganar las vueltas, los giros, las etapas y los premios de la montaña con sus ramos de flores y sus bellas señoritas, que además tenía que ganar todas las metas volantes y quedarse con los jamones, los lotes de productos típicos, los vales descuento y los televisores en color. Todo eso no lo repartía con los gregarios de su equipo y seguramente lo que no podía llevarse a Bélgica, en aquella Europa entreverada de fronteras, se lo comía antes de cruzar la aduana o lo vendía en un mercadillo. Por esa misma época, y en parecidas circunstancias, Sofía Loren tuvo que zamparse una mortadella del tamaño de un bebé en el aeropuerto de Nueva York lo cual también tiene algo de caníbal. Eddy Merckx iba siempre de amarillo aunque no ganara, creo yo que por joder, y se creía el mejor y seguramente lo era, pero caía muy mal y a mi, de la rabia que le tengo, hasta se me da un aire a El Chicle, el asesino de Rianxo. Este también andaba en competiciones de maratón y cosas así de largas y esforzadas. Puede ser que esa manía que le tengo, la misma que le tienen los profesores de matemáticas a sus alumnos y en general a todo el mundo, hasta a los de lengua y literatura, me haga verlo peor de lo que es, pero quizá no, quizá tengo razón siguiendo el corazón. Si pienso tarde en ciertas cosas, por ejemplo en Eddy Merckx, el Caníbal, esprintando para quitarle a uno de sus subalternos en la Vuelta del 73 el lote de turrones de la meta volante de Jijona, hoy Xixona, a las once de la noche o así, pueden quedarse en mi cabeza dando vueltas, como una melodía pegadiza, y quitarme de dormir. Pocas cosas hay más rastreras que esa codicia mezquina de las cosas pequeñas, esa que, a lo que se ve, llenaba el alma o el corazón de Eddy, o ambos. Imagino a Eddy, el Caníbal, vencedor de la vuelta, líder de la general, levantándose antes que su compañero de habitación, una mañana de junio en un hotel de dos estrellas en Albacete para meter en la maleta sin ser descubierto los jaboncillos del baño. Birlándoselos a la dirección del establecimiento y al compañero de habitación. Así era Eddy, que esprintaba a dolor en las metas volantes que en primavera nacían como flores por las cunetas de Europa y trincaba los jaboncillos de todos los hoteles y pensiones del camino. Creo que la diferencia entre un ladrón profesional y uno aficionado, un amateur de lo ajeno, un diletante del robo, es que el segundo no robaría cosas feas, cosas que no le gustan. Un profesional, por el contrario, sabe que hay una ética, un código, según el cual no debe uno discriminar a los nuevos ricos, a los horteras sin gusto, a los paletos con dinero. Estos merecen la atención del profesional al igual que los pobres, los que aparentan no serlo y los que no siéndolo lo parecen. El profesional, y se ve que Merckx lo era, gana todo lo que hay para ganar o roba todo lo que hay para robar, sin distingos, sin disquisiciones, sin caer en arbitrarias discriminaciones o inaceptables caprichos. Estamos a lo que estamos, que es a ganar, y si en la meta volante de O Carballiño toca pulpo y en Las Pedroñeras tocan ajos, ya vendrá donde toquen vino o queso o jamón o el televisor en color. Yo, a pesar de todo este argumento tan racional, a Eddy le tengo la manía sorda y rencorosa que le tiene el profesor de matemáticas al alumno que saca notas en todo menos en lo suyo, porque piensa que si se esforzara sólo un poco podría hacerlo bien. Todos somos conscientes de que el camino al triunfo se lo va pavimentando uno mismo a base de metas volantes, y que así es la vida, pero creo yo que si dejaras pasar algunas, Eddy, demostrarías saber ganar como un caballero, pero por algo te llaman El Caníbal, Eddy, aunque seas el mejor y vistas siempre de amarillo, Eddy, como un gofre, ese dulce cutre con forma de baldosa.

AVEIRO

Aveiro, localidad que publicitan como la Venecia portuguesa, se sitúa en la desembocadura de un río del cual no me sé el nombre, pecado imperdonable por el que pido disculpas. Los ríos si te acercas mucho, son todos iguales, no como la gente que luce o desluce según te vas acercando y es de lejos que se parecen mucho. Aveiro el fin de semana próximo pasado estaba llena de coreanos, o chinos. Sé que no eran japoneses porque estos pasean lejanos y circunspectos como la reina de Inglaterra y quienes deambulaban con ojos rasgados, como quien se esfuerza en el baño, reían y gritaban. Distinguir orientales es asunto arduo, como sexar pollos, y si no llega bien para una carrera llena de créditos de Bolonia daría al menos para una FP de segundo grado. Dicen que ellos, como los enanos y los gays, se distinguen, pero no lo tengo yo tan claro. En Aveiro, la Venecia portuguesa, algunas calles son canales de ese río del que no sé el nombre, de ahí la comparación, que para mi gusto es exagerada, y por ellos circulan una suerte de góndolas charras. Lo cierto es que no siéndolo tienen un parecido, con proa y popa elevadas. Por centrar el asunto, para que nadie que acuda luego me reproche, diré que si nos imaginamos a las góndolas como un coche deportivo, biplaza, pequeño y negro, las naos de Aveiro serían autobuses mexicanos. Van pintadas de colores chillones, llenas de turistas, muchos de ellos coreanos, o chinos, les cuelgan flecos y banderas y van adornadas con pinturas alusivas que, siendo generosos, podríamos calificar de estilo naïf. Una de ellas la puso el Sr. Perroantonio el otro día en el blog. Lo cierto es que lo aluden en esa pintura naval creo yo que con cariño, porque es un tipo bienhumorado y seguramente entre tanto coreano, o chino, de carcajada fácil y ojos estreñidos, dejó buen recuerdo. Aveiro, como Venecia, tiene un Lido, lo que vienen siendo una barra de arena allá a lo lejos contra el mar, llena de casas y hoteles, como la Manga pero de bajo y piso. Las casas, forradas de azulejo como todo en Portugal, son a rayas blancas y rojas o blancas y azules. Será que unos son del depor y otros del aleti, pensé, hasta que caí en la cuenta que azulejan con los colores y las listas de las casetas de playa, esas en las que la gente de bien se ponía el bañador en los años 40. En Aveiro le tienen mucha fe a São Gonçalinho, porque es milagrero y casamentero. Concretando más es uno de los traumatológos del santoral y se le pide por la sanación de los ossos, que ya explicó Ximeno que en todo Portugal, no sólo en Aveiro, son los huesos. El día grande, desde una terraza en lo alto de la iglesia de São Gonçalo, que lo de Gonçalinho es por el cariño y la proximidad, los ofrecidos que han pillado cacho o curado un osso lanzan al populacho reunido en la plazoleta cavacas, unos dulces sólidos que caen como piedras pero con un ruido sordo. Si te dan con una te descalabran. Allí se congregó el populacho el domingo y con él los coreanos, o chinos, y a ese jolgorio me uní también. Participar gratis en un evento popular es siempre un plus que alegra al viajero, porque para eso viajamos, para sentirnos algo antropólogos observando con interés, curiosidad y afecto a nuestros semejantes. Los coreanos, o chinos, estaban algo más que contentos y jaleaban como los nativos, esforzándose en pillar cavacas al vuelo. Yo, que los veía disfrutar como niños, intenté pillar alguna pero sin éxito, así que compré unas cuantas en un puesto como recuerdo. Las cavacas de São Gonçalinho, al paladar, son pan duro cubierto de azúcar, ni con leche caliente ablandan, lo cual que recuerdan ossos, omóplatos para ser más exactos. Aveiro, de lejos, es un pueblo como cualquier otro, como su río de cerca y los orientales de lejos. Si te acercas tiene su encanto y le ves el aquel de la gente amable, los gondoleros alegres, las casitas cuidadas y las pastelerías llenas de cavacas duras como piedras, una por cada hueso curado o pareja arreglada.

HELSINKI

Helsinki está preciosa en esta época del año. La nieve te llega a los huevos, el frío corta la cara y el alcohol es caro. El aire limpio y seco, salvo que ruja en lontananza un volcán, las calles vacías y esa noche eterna, sin estrellas, de novela negra barata, invitan a gastar la hijuela en vicios por ver de sentirse vivo corriendo hacia la muerte en lugar de esperarla tiritando. Ingvar busca mujeres en los bares, con dificultad porque si rebuscas en el árbol genealógico la mayoría son primas y acaba llegando a tu madre noticia de tus desatenciones, desplantes e incluso, lo que es más vergonzoso, el detalle de esos momentos de bajo rendimiento. Las mujeres de Helsinki, cuenta Ingvar, son como matrioskas, sanas y gordas, un poco por raza y un poco por la ropa, rubias y de cara colorada de frío o plétora o alcohol. A las mujeres en Helsinki las eliges por la cara en los meses de sol, y a la buena de dios en cuanto se viene la invernía y que él reparta suerte, que no hay forma de verles las formas debajo de esas ropas ni la cara en esa oscuridad de callejón. El mar, mira Ingvar, qué linda la mar, toda cubierta de témpanos, que en las islas es el sitio por dónde escapar, es en Helsinki la línea en la que parar de hacerlo. La mar, dice Ingvar, es un horizonte en el que, sin línea, se juntan el cielo gris y el mar gris. Un gris sin fondo que, de mirarlo fijamente, hace imposible el sueño de una isla tropical. Las sirenas, mirando al mar, las imagina uno gordas y grises como las morsas, con sus capas de grasa imprescindibles para sobrevivir. En Helsinki, que está preciosa en esta época del año, Ingvar me lleva a naufragar a la barra de un bar, con alcohol de estraperlo y sirenas de alquiler. En Helsinki, en esta época del año, es lo mejor que se puede conseguir sin un billete de avión.

LA GALLINA QUE CANTA

Yo, en su día, cuando no tenía ni idea de que iba a vivir tanto, quería ser héroe en desbandada, hagiógrafo de putas y borracho a crédito y dormir como esos desgraciados que han habido en la historia de la literatura, intoxicado y con los zapatos puestos. Yo, en su día, habría dado un brazo por una prosa excesiva y una vida exagerada o viceversa, que no recuerdo ya si el plan era vivir lo escrito o escribir lo vivido. Las cosas nunca salen como uno quiere, mayormente porque en realidad los deseos más chulos son siempre un imposible, lo cual no les quita sino que les pone. A mí ciertas cosas me recuerdan que yo era un insensato que, cosas del carácter, se amansó sin que nadie se lo pidiera, por propia voluntad, que lo mismo pudo ser precaución que cobardía, detalle concreto que no recuerdo y en el que prefiero no ahondar. Contaba Don Camilo que Brégimo Faramiñás tenía rabia a los bajitos y los clasificaba taxonómicamente en dos grupos, a saber: A) aquéllos a quienes pueden picar las gallinas en el culo y B) aquellos que tienen que andar cantando para que no los pisen. Como me molesté en buscar en viejos listines telefónicos, de cuando Ourense se llamaba Orense y las criadas viejas desplumaban pollos en las Burgas, y no aparecen ni el tal Brégimo ni nadie con el apellido Faramiñás, concluyo que se trata de una invención del Sr Cela, otra más, lo cual no quiere decir que sea un embuste, que también existen la mentira piadosa y la fabulación con enseñanza moral. Me malicio por ello que el meollo, lo que aquí le decimos cerne, va por advertir a las gentes del común, tercero mediante, del detalle no menor de que todos somos en algo bajitos, cuando no enanos. Que en general, si bien se mira, todos pertenecemos bien al grupo A) y caminamos un poco de puntillas, esforzándonos en evitar que nos pique el culo la gallina de la mediocridad bien al B) de los que caminan vociferando desafinados más que cantando, por hacerse de más y evitar que les pisen. No queda explicitado si Don Brégimo Faramiñás, a lo que se ve agudo pensador y filósofo, cargaba más de un lado que del otro, uséase si la tirria gorda se le iba del lado de los vanidosos o de los soberbios. La soberbia, hay que decirlo, es pecado de mucho lucimiento y de los que tienen fases o etapas, tal que la lujuria, que empieza anhelando, continúa ejerciendo y acaba añorando. Gerósimo Fuenmayor, del comercio, padecía veleidades literarias que le apartaban periódicamente de su obsesión gluscosbalaitonfílica; la curiosidad no contenida pronto deviene en hábito que, si desbocado, precipita al pozo del vicio. Don Gerósimo, del comercio, tenía aspiraciones de dramaturgo y dejó escritas, según él, catorce tragedias y once comedias. Según la crítica más autorizada dejó en realidad catorce comedias y once tragedias. Los críticos, en ocasiones, son crueles sin necesidad, sólo por el placer de picarle el culo a alguien, por ejemplo a Don Gerósimo, ya ves tú, que nunca hizo mal a nadie. Tomaba sus cafés en bares y pedía dos azucarillos, uno para el coleto otro para la colección, y escribía en cuadernos azules tragedias de mucha risa y comedias de llorar, a lo que se ve, mientras del negocio se encargaba un fastudo. Gerósimo Fuenmayor creía muy conveniente no caer en vicios vulgares, como la gula o la avaricia, y de verse obligado a optar hacerlo por los ya mencionados, lujuria y soberbia, eligiendo el uno o el otro según salgan los días nublados o no. Los críticos, cuando afinan, pisan a los que van cantando y desafinan y dejan en paz a los canijos de culo caído que caminan de puntillas, que se van haciendo solos en su propia salsa. Las horas vacías de los días nublados, sostenía el autor, han de llenarse con tonterías sin fundamento, so pena de caer en la molicie del ocio, el negro pozo del vicio o, peor aún, el pecado en soledad. Amén.

A MAR PEQUENA

Ya estamos en la playa, mirando «a mar pequena» lo que viene siendo el abra de la ría de Pontevedra, a la derecha Sanxenxo, al frente Ons y Onza. Aquí aprendieron a navegar Colón y a escribir Jabois, lo cual no tiene nada de particular porque este es un lugar particular, un paisaje precioso con su propio microclima que se dice ahora. En días como hoy esas cosas hasta parecen inevitables porque aquí el cielo es más luminoso, la temperatura más alta y la vida en general más plácida. Eso sí, en ciertas épocas se llena de madrileños, hasta tal punto que uno se siente turista en su tierra. Se cruzan en el paseo de Silgar y se van encontrando y socializan. En la capital, con el tráfago de esos millones de almas no encuentran tiempo para hablar con los vecinos con los que aquí tropiezan cenando o tomando unos helados y aprovechan para ponerse al día. Cuando Jabois escribió lo de Irse a Madrid uno pensaba que era broma, que el asunto iba de escapar de los madrileños que se le venían a meter en casa. Como al final no era eso en estas tardes plácidas ya no sabe uno qué pensar de su intuición. El mar que veo ahora, que cruza todas las tardes un grupo de delfines, más o menos a la hora de volverse a casa a cenar, es perfecto para aprender la aguja de marear, uséase la brújula, ese chisme que siempre apunta al norte y luego ya vas tú a dónde te parezca mejor; a Madrid, a América o simplemente caminar sin rumbo. Perderse con fundamento es uno de los placeres de la vida, ya sea en el mar abierto o en los archipiélagos de las palabras. Todas las mañanas se ven salir cienes y cienes de veleros que juegan a las regatas y parecen bandadas de pájaros a cámara lenta. Son cosas de los vientos, ya lo sabemos, pero de lejos los rumbos cambiantes parecen puro capricho y juego de golondrinas. Las vacaciones y sus lugares siempre son un poco la vuelta a la infancia y lo infantil, a la pandilla de amigos, al juego y la merienda. Un poco volver a donde creciste o te habría gustado crecer. Yo pasé la mía hasta los trece en un sitio parecido, con el mar a 20 metros y su sonido constante. De junio a septiembre vivíamos en bandada y en bañador, siempre entre la tierra y el agua, en esa franja que la marea descubre y reclama dos veces al día, quemados por el sol y siempre hambrientos. Cogíamos almejas, arrancábamos mejillones y lapas de las rocas, erizos del fondo de la ría y camarones de las pozas con los que a veces, tras mucho reclamar, nos hacían un arroz que nos comíamos con apetito y orgullo. Luego, mientras anochecía, hacíamos un viaje en bicicleta a comprar polos de limón. Las vacaciones cuando creces son eso mismo, aunque ahora los bichos los compras en la plaza, el agua de los recuerdos no está tan fría y el polo son dos bolas en una terraza.

EL NÚMERO SIETE

Pedía siempre el número siete porque traía salchichas, espárragos, huevos fritos, patatas fritas, dos rodajas de tomate y dos medias bolas de ensaladilla rusa como hechas con las cazoletas de poner helado en los cucuruchos. El plato combinado, como la vida, suele ser así, una montaña de escombros en la que se apilan cosas heterogéneas como en un bazar chino o el local de un chamarilero o la sala de espera en el ambulatorio de la seguridad social. Nada extraordinario salvo la mezcla. Las patatas, a principios de semana, antes de que empezase a ponerse rancio el aceite de tanto freír y freír, no estaban mal. Irregulares y crujientes, cortadas a mano, nada de esas congeladas de bolsa. Todo lo otro del montón más o menos como se podría esperar. Anodino, aceitado, insulso, de bote. En realidad pedía el número siete por los huevos. Por alguna extraña razón tenía desde siempre, desde que podía recordar, una debilidad por los huevos fritos. Por los huevos buenos bien fritos. Freír un huevo, como todas las cosas sencillas, tiene su aquel. Lo muy sencillo suele ser irreductible, ergo imposible de perfeccionar y consecuentemente muy fácil de estropear. Freír un huevo es cosa que algunos hacen de modo automático, sin mirar, sin pensar, casi sin querer. Hay quien sólo es capaz de freír un huevo perfecto, que si su vida dependiera de arruinar un huevo acabaría con cara de pasmo sentado en el patíbulo o parado ante doce reclutas uniformados. Para freír bien un huevo hay que entender a los huevos, a las sartenes y a los fuegos y a los aceites. También hay que entender todas esas cosas juntas y por su orden, en su punto y en sus tiempos. Freír un huevo es difícil porque todo es muy sencillo, que son cuatro cosas, y total es sólo un huevo. Para freír bien un huevo puedes esforzarte toda la vida, mirando, estudiando y practicando, queriendo entender los fuegos, las sartenes y los huevos, o simplemente, como algunos, ponerte y freírlo perfecto. Quienes fríen los huevos perfectos suelen nacer así y le quitan importancia al asunto, un poco porque freír huevos es cosa sencilla, aceite y poco más, y también porque de alguna manera intuyen que darle más importancia, entenderse entendiéndolo, arruinaría el asunto. Comerse un plato combinado, como la vida misma, permite toda una serie de estrategias. Hay quien se come primero lo caliente y luego lo frío, así que empieza por las patatas, los huevos y las salchichas y acaba con el espárrago, que viene helado de la nevera, donde guardan la lata. Eso es inteligente. Lo caliente podría enfriarse y deslucir, lo frío se irá atemperando y mejorando. Buscar la media, situarse en lo alto de la campana de Gauss tiene sus seguidores, que son muchos. Otros, ávidos, se comerían el huevo, disfrutarían pronto, ya, de lo bueno. La vida es corta y al carajo. Por último hay quienes ponen una cierta distancia entre sí mismos y las cosas que más les gustan o les importan. El fulano del número siete se sentaba todos los días y se comía primero lo mediocre, rápido pero sin apresurarse, pensando en el huevo, valorándolo, demorando la satisfacción, dejando para el final lo bueno. El arte, pienso yo, es esa complicidad entre desconocidos, entre un tipo que hace cosas irreductibles más por instinto que por conocimiento y un fulano que sabe encontrarlas en una pila de escombros y las disfruta con demora.

EL ORGANISTA

No me desnudo en público por humildad y porque no me ocurra la sinécdoque que acabó con la vida de Isauro Puga Pérez, tomando sus partes por el todo. Isauro, un día aciago, salió desnudo de las duchas del pasillo en el colegio mayor y caminó tranquilamente hasta su habitación y lo vieron. A partir de ese momento quedó bautizado, por mal nombre, como Maese Pérez el Organista porque su órgano viril era, afirman quienes vivieron el momento, como el tubo del fa bemol en el de la Catedral de Santiago. Ya serían exageraciones, pienso yo, que el fa es mucho. El caso es que el mote cuajó e Isauro nunca más fue Isauro sino Maese Pérez (El Organista). A pesar de su expediente cuajado de matrículas, el premio extraordinario fin de carrera y que hablaba, mal, siete idiomas jamás consiguió no ya la admiración de los suyos por semejantes logros sino un mínimo respeto. Isauro hacía de guía para los extranjeros que venían de peregrinos y por unas monedas explicaba en defectuoso alemán, checo, francés, inglés, italiano, portugués y holandés las maravillas de la catedral y sus alrededores. Isauro (El Organista) de catedrales y de historia no sabía nada y se lo iba inventado todo sobre la marcha. Así, las escatológicas gárgolas del Hostal con figura de hombres cagando un día eran Lutero y Calvino para unos alemanes, otro Napoleón y su hermano José porque el grupo era francés e incluso, para unos italianos fueron Gepetto y Pinocchio. ¿No ven Uds. la nariz puntiaguda? decía señalando con el dedo, y la veían. Isauro, aprendiendo de lo suyo, de la maldita sinécdoque, afirmaba que la gente ve lo que quiere ver y se queda con lo que suena bien. Isauro, derrotado, abandonó la lucrativa función de guía de un Santiago inventado y reinventado, reimaginado ad hoc para esas gentes cansadas que llegan desde todas partes del mundo y están deseando ser sorprendidas. Nunca sospecharon que aquellos amores juveniles y odios familiares que relataba habían sucedido en las rúas brillantes de lluvia, tan parecidos a la peripecia de Romeo y Julieta, no sucedían más que para ellos en la imaginación del Organista. No sospechaban porque lo que más nos gusta son las historias, aunque algunas arruinen vidas.