Carmela nació Carmen, que a todas las bautizan así. A ella en la misma maternidad, aunque llegó a casa, a dos manzanas, ya como Carmiña. Luisito no, fue Luis hasta la mili, donde le pusieron con mala leche el diminutivo. Los hipocorísticos es lo que tienen, que lo mismo llegan con gracia y alegran una biografía como todo lo contrario. El bar La Centella pone los mejores callos y está donde antes la maternidad. En su época hubo muchas, que la gente follaba con aplicación y acierto, pero las han ido cerrando. Cualquiera diría que en este país no se folla. Aníbal, El Cubano, acodado en la barra del Leopoldo, con una parrochita tiesa entre los dedos, te mira y a la mínima te lo explica. Mira chico, antes los pitcher eran pitcher y los catcher eran catcher, y yo con eso estoy un poco de acuerdo. Él vino de La Habana cuando lo de Fidel y habló mucho de mujeres hasta que un día empezó a hablar mucho de hombres, así que hay quien dice que Aníbal prefiere atrapar que lanzar. Luisito no mantiene conversaciones banales, sólo habla de quebrados e integrales. También habla de fútbol y tiene un método estadístico para las quinielas que no ha dado grandes resultados pero va refinando. Ginés, que regenta La Centella y hace los mejores callos, fue legionario y luego futbolista, que llegó a estar fichado por el Atlético, pero eso finalmente no pudo ser. Carmela y Luisito, sentados desde siempre en la mesa del fondo, fueron novios y seguramente aún lo son. Hay cosas que no caducan, aunque tengan fecha de consumo preferente. Ella quería ser monja hasta que las monjas la llevaron a ver a unos pobres. Salieron en fila del colegio con el pichi azul y capa de enfermera caminando hasta la casa de los pobres donde esperaban la madre y los dos hijos y, en fila, como llegaron, entraron con recogimiento a curiosear aquella humilde morada de una pieza, retrete aparte. A la salida se fueron santiguando por orden ante un crucifijo que colgaba del mismo clavo que el almanaque. Todas las niñas, debidamente aleccionadas, miraron las cosas de los pobres pero no a ellos, para que no se sintieran de menos. Carmiña, desobediente, los miró mucho de reojo, sobre todo al mozalbete moreno de enormes ojos verdes. En la barra de El Leopoldo te ponen una parrochita frita con cualquier cosa que pidas y, como tienen truco, que añaden a la harina del rebozado algo de pan rallado, salen estupendas, doradas y tiesitas. Santiago, el tapicero, siempre está en la barra, bebe despacio y no toca las parrochas, que se le acumulan. Como cuando llegas lo encuentras y cuando marchas permanece, uno podría pensar que los sillones orejeros y los tresillos Chester se tapizan solos. Es un tipo alegre, servicial y hasta premioso, que de tan amigo de todo el mundo hunde el negocio a descuentos. La razón de no comer sólo la sabe Carmela, que es Farmacéutica porque, puesta a elegir entre una mercería o una farmacia eligió irse a Santiago unos años. Luisito apareció cuando estudiaba y era apuesto y callado y llevaba Caminos con un expediente brillante. Al acabar le ayudó, con planos y una rueda al extremo de un bastón, a medir los doscientos cincuenta metros mínimo que ha de haber entre oficinas. Con eso y algo de suerte el punto perfecto cayó entre La Centella y El Leopoldo, exactamente equidistante, por lo que reparten su tiempo, equitativamente, entre ambos. Al Centella va mucho Higinio, que fue Coronel de algo aerotransportado y traía de Canarias televisores en color y tocadiscos. Llegó a traer un Peugeot 505 nuevecito para una hermana, sin impuestos de matriculación. Higinio nunca trabajó la línea blanca, mariconadas de cocinillas. Antes pasaban estas cosas. El Coronel cojea de una pierna y de carácter. La pierna la rompió cuando los tiraron en paracaídas en Sidi Ifni, total para nada, y lo del carácter viene de familia. Higinio no putea a Luisito porque es ingeniero de caminos, que si no de qué. Hay carreras que infunden un respeto, aunque luego uno se gane la vida dando clases particulares. Un día Luisito acertó una de trece, ciento setenta y cinco mil pesetas, pero no dijo nada. Eso sí, compró un anillo que llevó en el bolsillo más de un mes. Ginés hace los callos con mucho fundamento y los corta en trozos bien pequeños, del tamaño de los garbanzos, que no es lo mismo el callo de plato que el de tapa. Cuando El Cubano se va Higinio busca algo que decir usando la palabra bujarrón y Ginés dice Sí, mi Cocoronel. Estuvo en el Tercio y aunque por tartaja llevó mas de una somanta es un caballero legionario. Hay cosas que causan estado, como el matrimonio o el sacerdocio. Carmela sabe lo de Santiago porque le vende las pastillas, pero es la única y jamás diría nada. Desde que se le suicidó la mujer no entra en casa y vive en el taller y pasa las noches claveteando o llorando, según un patrón que podría tener algo que ver con algo, pero es caótico. Veinte años y un mes tarde Luisito juntó el valor y le dijo a Carmela, con voz zalamera de profesor particular, no será hora de que vayamos pensando en casarnos. Hay quien no tiene el don de la oportunidad y eso Salamanca no presta. Carmela le dijo, míranos, Luis, a nuestra edad quién nos iba a querer. Él no supo que contestar y bajó la mirada. Esa noche Carmela se la pasó masturbándose, más de dos y de tres veces, y entre medias llorando desconsolada, todo el tiempo pensando en los ojos verdes de un muchacho pobre.
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EL VERANILLO DEL MEMBRILLO
Si levanto la vista de la pantalla, por donde el mundo entra en casa, en donde toda desgracia tiene acomodo, y miro por la ventana, veo los membrillos. Estos días de septiembre que salen soleados no hay cristiano que los distinga de los primeros buenos de mayo. Son días quedos, de tardes sin viento ni zozobra, en los que el cuerpo pide beberse despacio un oporto y la vista pasmarse en esos eucaliptos lejanos que a la mínima tiemblan. Son pequeños regalos que a los gallegos, que le tenemos nombre a todas las modalidades de la humedad, nos pillan siempre por sorpresa sin haberlos bautizado. Cuando digo bautizado me refiero a verdadero bautizo, porque a estos días les llaman el Veranillo del Membrillo, que no es un nombre, como no lo es decirle a San Miguel el arcángel de la espada.
Yo, mirando a los membrillos sé perfectamente si es mayo o septiembre porque en primavera se cubren de unas flores blancas y pequeñas, humildes, con sólo cuatro o cinco pétalos y que brillan con la luna como si tuvieran un algo fosforescente. Ahora los membrillos frutos cuelgan de las ramas de los membrillos árboles, venciéndolas, gordos, peludos y pesados, puntuando de amarillo el fin del verano. Hay ya muchos por el suelo, montones de ellos. De van dejando caer de sus ramas con un sonido sordo, dando un golpe seco al chocar con la tierra. Siempre digo que como un cadáver pequeño, el cadáver de un enano, pero un cadáver dulce y festivo. Me han dicho que los venden a euro en el súper y desde aquí veo cien pavos tirados en la hierba, a ojo y tirando por lo bajo. Pienso esto y me avergüenzo, al recordar que Connolly habla de los membrillos con cariño y ternura, porque para los griegos eran la fruta del amor y la felicidad, la larga vida y la pasión, y yo los tengo tirados por el suelo y pienso en dinero. Dice también que las vírgenes griegas se los daban a los muchachos, así que algún mérito han de tener.
Justo al lado de los membrillos o, siguiendo al Cyril, quince, coing, marmelata, pyrus cydonia o portugalensis, manzana del amor y fruto dorado de las Hespérides, es donde cayó del cielo el cordero, quizá por eso lo de los cadáveres. Esto, que parece un milagro de Las Cantigas, tiene su explicación, que consiste en que el águila lo robó del cercado de un vecino no tan vecino y, de camino a dondequiera que pensara zamparlo, le flojearon las garras. La hostia que se llevó el lechal fue de concurso pero nos las arreglamos para reintegrarlo al rebaño bajo la atenta mirada del pájaro, que nos sobrevoló, a nosotros y los membrillos, durante toda la tarde.
Si tiene usted la suerte de tener membrillos, amarillos como estos días de septiembre, sepa que basta con pelarlos y cocerlos con apenas agua, como los mejillones, con otro tanto peso de azúcar para hacer el dulce. Le saldrá marrón oscuro, exactamente del color que tomarán las hojas del árbol en un par de semanas, justo antes de caer sin ruido.
LAS OSTRAS
Hay lugares comunes que no se explica uno de dónde salen, como, por ejemplo, lo de las ostras. Más aún, la manía de asociarlas con el champán. Personalmente opino que la presencia de ostras en la misma habitación que el champán le quita a éste gran parte de su atractivo, si no todo. Es decir, me sitúo en el polo opuesto a la corriente del gusto dominante. Esto no pasa de ser una opinión personal como otras muchas, también absurdas, que sostengo; que el salmón ahumado te deja los dedos oliendo a coño de sirena o que el Lagavulin huele a sentina y sabe a naufragio. Al respecto de las ostras hay, no obstante, razones que me he callado con las que sustento y apuntalo esta opinión, que concedo parece extrema porque en realidad lo es. Durante años la he guardado para mí porque no encontraba ventaja alguna al hecho de hacerla pública. Al fin y al cabo, igualando la sabiduría popular las opiniones al trasero, ir expresándolas por ahí no es más que pasearse enseñando el culo.
Una es el aspecto de las ostras, que resulta desagradable, puesto que parecen piedras y no cualquier piedra. Es inevitable la comparación de su color ceniciento, grisáceo y ocasionalmente verduzco, con el de esos viejos sepulcros que pueblan esquinas sombrías en camposantos descuidados. Abrir ostras es una suerte de profanación de sepulturas. El convencimiento de que esa funeraria tristeza exterior no es casualidad lo confirmo al examinar su actitud ante los problemas. La ostra, una suerte de Roomba del mar, siempre filtrando porquerías, cuando no es capaz de expulsar una simple molestia reacciona como un poeta romántico de provincias, empeñándose en convertir un contratiempo en belleza. Ambos se obstinan en nacarar una tontería, sea ésta una un arenita o un secreto amor adolescente, y convertirla en perla o poemario. Esta tristeza evidente de las ostras, húmeda y llorona, hace que me resulte imposible entender a aquellos que se regocijan con la idea de comerlas.
Otra es el supuesto parecido a un coño, con todos los elementos anatómicos femeninos, que sería la causa de una extraña fascinación que recorre la literatura y se ha convertido ya en lugar común. Creo que quien en este lejano parecido percibe erotismo es un enfermo. Ver coños en las cosas, esa pareidolia genital, no es infrecuente ni patológico. De hecho el test de Rorschach, en mi humilde opinión, no es más que una suerte de colección Panini de coños. Ver en ellos otra cosa denotaría algún tipo de subterránea vesania. No obstante, verlos en según qué cosas, es insania. Verlos en las orquídeas, barrocas y coloridas, celebración de la vida, no es lo mismo, por mucho que me lo razonen, que hacerlo en las ostras. Podría uno encontrarse paseando por un invernadero y, cerrando los ojos, imaginar por un instante ser un sultán en su harem. Esto, en un embarrado estuario de agua estancada, mirando piedras tristes colgando de postes carcomidos, resulta cuasi imposible.
Algo que con el tiempo he advertido es que en el asco siempre interviene la temperatura, como bien sabrá quien se haya sentado en un wáter y, en lugar del esperado frío sepulcral de la blanca loza, lo haya encontrado templado por efecto las nalgas de un anterior usuario. Un escalofrío recorre el espinazo, se empotra en la base del cráneo para descender luego por el esófago hasta la boca estómago. La causa de tanta subida y bajada, de esa abrumadora sensación física, no es otra que la inadecuada temperatura. Es de buen tono traer en auxilio de opiniones rarunas alguna cita clásica, que exima de más explicaciones y permita, en su caso, hacerse pasar por simple mensajero. Así diré que de ese asco por lo térmicamente inadecuado habla ya el Apocalipsis (3, 15-16) diciendo, tonante y concluyente: “¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.“ Es de destacar que se trata del libro del Apocalipsis, y no otro, el que encierra esta cita, dejando las posibles derivaciones a la discreción del lector.
El asco, digo, es cosa muy de temperatura. Así, mutatis mutandis, lo mismo con las ostras, antonomasia de lo gélido que supuestamente han de recordar a lo caliente, empresa imposible. Si aquellas han de ser trasunto de éstos, lo son de muertas, cosa que habrá quien, con alma de necrófilo, sea capaz de gozar. Que tales gustos, en los que lo erótico forense se solapa con lo gastronómico, se hayan generalizado es prueba de ese vacío existencial que Cioran rellenaba rumiando el suicidio y la mayoría de los mortales colmamos con soplapolleces. Vale.
CHOCAR CON LA REALIDAD
Razonar sobre el nacionalismo es como hacerlo sobre el amor. Podemos saber cosas, incluso científicas, sobre el fenómeno, pero para cualquier enamorado serán las tonterías de un diletante. El amor es para enamorados y poetas. Los de las soluciones prácticas se sitúan a medio camino e intentan usar el raciocinio para encauzar el sentimiento y acaban legislando el matrimonio.
Los humanos hacemos grupos porque de ellos derivan beneficios, lo que lleva a que la evolución haya primado a los que sienten emociones fuertes por el grupo al que pertenecen. Todos somos nacionalistas. Pero también resulta que todos somos racionales. La razón consigue que veamos beneficios en un vinculo sentimental (diluido y muy abstracto) con millones de personas desconocidas, a las que llamamos nación. Esto ya es jodido, porque lo sencillo es agarrarse a la familia, al pueblo, al clan e incluso a la raza. Trascender esas categorías primitivas exige raciocinio y educación. Volver a caer en ellas es tan fácil como dejarse llevar por el instinto o el prejuicio.
El estado es sólo un instrumento práctico, una construcción jurídica, que combina los beneficios de la racionalidad con el sentimiento de pertenencia. Las variantes de nacionalismo que se explicaron aquí hacen hincapié en una de las tres patas del asunto, según yo lo veo. La simple forma, que sería la constitución; la racionalidad, que sería la evidencia de que los grupos se producen y son ventajosos; el sentimiento, es decir el orgullo atávico de formar parte de un grupo y la propia sensación placentera de pertenencia que aporta identidad y seguridad.
Un estado sin una mínima cohesión sentimental es un desastre. Es la fuente de todos los conflictos; basta repasar la historia europea. Un estado desbordado de sentimentalismo es igualmente un desastre y aboca en cosas como la bendición democrática de totalitarismos y, finalmente, la agresión al vecino. A los sentimientos desbocados hay que darles salida, primero hacia adentro, luego hacia fuera. Pongo a Maduro como ejemplo, por no mencionar la Alemania de la primera mitad del S XX. La paz en Europa desde la Segunda Guerra se debe en una parte muy importante a los masivos desplazamientos de poblaciones para que dentro de las las fronteras físicas no tuvieran que convivir grupos étnicos y culturales no homogéneos. Millones fueron desplazados. Donde eso no se produjo al acabar la guerra, por ejemplo en Yugoslavia, simplemente se demoró. Es por esto importante que coincidan las fronteras con las etnias o culturas. Y que las emigraciones sean de individuos asimilables.
¿Hay en el caso catalán alguna de las diferencias que permitan concluir que la secesión resultaría en ventaja para todos? Yo creo que no. En general se dividen territorios por conflictos graves de las poblaciones o diferencias culturales o religiosas evidentes, que impiden la convivencia. En este caso nunca las hubo. La cultura es absolutamente homogénea. Que se produzca en catalán es una nimiedad. Tergiversan lo de 1714 porque, o siguiendo un plan o intuitivamente, perciben la necesidad de que sus aspiraciones sean una recidiva de un conflicto enquistado. Sólo eso justificaría la secesión. Por otra parte huyen como de la peste del conflicto, abocado a la ruina y el descrédito.
Al nacionalista los argumentos racionales se la soplan, como al enamorado. A unos y a otros sólo los detienen los hechos. El obstáculo insalvable. Un obstáculo insalvable es, por ejemplo, la ley. Digamos que aunque estés locamente enamorado, aunque ella parece una mujer adulta y además es muy madura, como tiene 16, es mejor que te contengas porque de otro modo la contención será externa y traumática. La Ley, tal cual está ahora, es obstáculo suficiente para la independencia. No descubro nada a nadie si digo que casi todas las normas prevén una pérdida como retribución a quienes las desoyen o desacatan. El pero es que las leyes de los hombres no son como las de la naturaleza, que se las ingenian para aplicarse ellas solas, exigen la intervención del hombre.
El asunto es que en algún momento alguien, por intervención de otro alguien que aplique las leyes, ha de empezar a perder algo. Para que el obstáculo se vea. Alguien relevante perdiendo algo muy valioso podría servir, pero en este mundo posmoderno sería mucho más eficaz e instructivo que muchos desconocidos perdieran cosas relevantes. Los sindicatos de funcionarios, atentos a estos detalles, ya han advertido que sus miembros no deberían verse involucrados en asuntos dudosos referidos a independencias unilaterales. Se juegan empleo, sueldo y pensión. Artur Mas en la cárcel sería un héroe. Dos o tres mil funcionarios y/o adláteres secundarios enfrentándose a multas elevadas, a la pérdida del empleo o la inhabilitación para seguir ganándose la vida en la política podría ser más eficaz. Los Mossos, en esto, están en primera línea.
Para evitar ese choque con la realidad, que conocen y del que huyen, sufrimos esta constante matraca, con acciones que son toreo de salón. Como mucho se acercan a zonas grises de ilegalidad, en las que las leyes, aún incumpliéndolas, no prevén castigos. Así el fraude de ley del referéndum suspendido y el posterior de urnas de cartón. Pero en algún momento tendrán que salir de ahí, porque de facto resulta que la mitad (?) de los catalanes son secuestradores que se han encerrado con la otra mitad como rehenes. O alargan las demandas artificialmente negándose a la rendición, algo que agotará a los rehenes y a los propios secuestradores, o salen y se enfrentan a la policía. Lo primero es la muerte por inanición o por la rebeldía interior. Lo segundo es enfrentarse a la realidad y sus desagradables consecuencias. Si hay menos votos independentistas, aunque saquen mayoría en el parlamento y afirmen que seguirán adelante, el asunto queda herido de muerte. Se desmorona la ficción de que hablan todos a una sola voz. Se descubre el secuestro.
La independencia, con el marco legal que tenemos, es imposible. Hablar de qué pasaría si se produjera “de hecho” es tanto como hablar de qué hacer para aplicar la ley española a españoles que se niegan a cumplirla. Eso ocurre todos los días, la gente incumple todo tipo de normas, administrativas y penales, y se les imponen castigos. No suele ocurrir a gran escala y de modo coordinado. Éste sería un caso extremo de represión de la delincuencia. Pasa, si todo se encona, por el uso de la fuerza. En última instancia, a los rebeldes, las leyes se les imponen a palos, porque no se ha encontrado otro medio. Qué ocurrirá exactamente, qué medios se emplearán para hacer cumplir la ley y qué resistencia opondrán quienes la violen, no se sabe. Sólo cabe esperar y exigir que los medios que la ley prevé para conseguir su cumplimiento se apliquen racionalmente. La ley es el lado práctico de la racionalidad y prevé racionalidad para imponerse. Los sentimentales la desprecian porque la ley huye de la venganza y por tal motivo nunca satisface plenamente el sentimiento de «justicia». Por el lado nacionalista de los sentimientos desatados saldrá lo que salga, previsiblemente cosas poco racionales; posiblemente provocaciones y violencia. En este supuesto hablar de la nacionalidad de los residentes en Cataluña, cómo ganan una, cómo pierden otra, no tiene sentido. Españoles todos.
Cabe que se llegue a una situación absurda de independencia de facto. Si el estado renuncia a imponer la ley o habiéndolo intentado fracasa sin que Cataluña realmente consiga vencer. Ahí quién sabe. Palestina ni es un estado ni se puede afirmar que no lo sea de facto. Esa situación es la nación sin estado. La exacerbación del sentimiento y la renuncia a la racionalidad. La peor de las situaciones.
Si se cambia el marco legal, es decir, la constitución, para una secesión negociada, tampoco se sabe qué puede pasar con la nacionalidad de los que caigan del lado de allá de la nueva frontera. Resulta evidente que estarán a lo que resulte de la negociación previa a la secesión y de lo que se legisle luego a cada lado de la frontera. Aventurar es complicado, pero lo lógico sería que eso, dado que estaríamos caminando por el lado de la racionalidad práctica, es decir, de la ley, se contemplase de tal modo que los individuos afectados pudieran elegir. Empezaría el asunto por definir quienes son los que pueden optar por ser catalanes o no dejar de ser españoles. No sólo los habitantes del territorio que se separa, sino que podría haber muchos que viviendo en la Nueva España y siendo de origen catalán quisieran la nueva nacionalidad.
Hace unos años preguntamos a Aranzadi, la base de datos jurídica, sólo por curiosidad para mencionar el dato en una conferencia, cuantas normas tenían indexadas en España. Alrededor de 240.000, sumando a las estatales las autonómicas. Añádanse reglamentos, ordenes ministeriales y sentencias que los interpretan. Añádanse las derogadas que, muy frecuentemente, son imprescindibles para establecer los efectos de hechos ocurridos en el pasado. Añádanse tratados internacionales y convenios de los que España forma parte. La Cataluña independiente iba a ser España por muchos años. El asunto de la nacionalidad quizá sería uno de los menores. Un estado moderno es de una complejidad inimaginable.
LOS EXALTADOS
A mi los exaltados me gustan. De pequeño ya quería ser un exaltado, sin saber que existían ni que tenían nombre. Hay quien nace con vocación y luego todo se tuerce, en mi caso por vago. Digo vago para decir gandul y también impreciso, todo lo cual se puede apreciar en el ahorro al usar al tiempo los dos significados y dejar la frase imprecisa. También es verdad que en ocasiones me esfuerzo, véase la explicación anterior, pero ya soy viejo para cambiar.
Los exaltados de los que hablo, el que yo quería ser, no son todos los exaltados. Aquí, cuando digo exaltado, estoy acotando mucho y arbitrariamente, como las mujeres cuando hablan de hombres. Ellas dicen quiero un hombre cariñoso que me haga reír y, claro, los feos, bajos y pobres que se consideran tiernos y divertidos protestan. No se dan cuenta de que cada uno llama hombre a lo que le da la gana. Todos lo hacemos y yo, confieso, cuando pienso en ir a la playa veo arena blanca, agua cristalina, una morena al sol y el menda a su lado con veinte años menos y mucho pelo. Así es que, aclaremos, ni todos los hombres son hombres ni todas las playas son playas, razón por la que no me quejo de estas arbitrariedades a las que todos somos muy dados. Con los exaltados esta arbitraria y desconcertante disminución también se produce.
Los exaltados de los que hablo, que no son todos, son esos que llevan los argumentos al límite, hasta que todo se les desmorona. Son saltadores de pértiga y agarrados a frases trenzadas con palabras prietas toman carrerilla, hacen palanca y saltan las veces que sean necesarias hasta que acaban tirando el travesaño. Siempre tiran el palito, y quizá ahí está la gracia; ahí y en el aspaviento, el gesto y la resolución de la zancada. Y en los adjetivos de la pértiga, claro. Los imagino delante de la máquina de escribir tecleando con fuerza el adjetivo perfecto que hace de una frase un golpe inapelable, aunque aboque a la idea, que suele ser buena, a empotrarse contra la realidad, ésta aún más inapelable, y que se joda la realidad. Son esos tipos que se sientan y con desparpajo preternatural escriben schadenfreude, flaneur o spleen, que otros tenemos que mirar en los diccionarios, y, para pasmo de propios o extraños, no resultan cursis o amanerados. Son esos que se pierden en la palabra y rebozan en la idea llevando una y otra hasta el límite con el entusiasmo de un poeta poseído por musas de saldo, el desgarro de un amante agarrado por los huevos y la dignidad de un sumiller ebrio de garrafón.
Un exaltado, mi exaltado, no obstante, nunca llama a la acción, esa mediocridad. La acción libera la tensión y el exaltado es sólo esa tensión, la crea, acumula y la manosea. Es un diletante de la palabra que demora la tracción que encierra y que otros no resisten. Un exaltado nunca es un profeta pero puede, eso sí, sin menoscabo, ser tan malhumorado como ellos. Un exaltado, mi exaltado, habría comido la manzana, follado a Eva, hecho una hoguera con el árbol de la sabiduría, salido del paraíso antes del alba dando un portazo y, moribundo, escrito una Biblia celebrando la vida y no la muerte. Un exaltado, mi exaltado, si las musas traviesas, ese día, dictaran caprichosas otras frases, otros adjetivos, podría haber follado a Eva, hecho sidra y esperado a que lo echaran riendo a carcajadas.
Lo que quiero decir es que con veintitantos habría dado un brazo por una vida veloz y una prosa exagerada garrapateada en servilletas y márgenes, en barras y moteles. A los treintaitantos me conformaba con una prosa legible y un coche rojo, viejo y fiable, una carretera larga y una morena especial. Ahora subrayo frases rojas y hago anotaciones veloces y nostálgicas en cuadernos exagerados. Es decir, que yo quería ser un exaltado y esa es una cosa que no fue y que no echo mucho de menos porque, en realidad, muy posiblemente, no soy un exaltado, aunque a veces me guste recordar con nostalgia que hubo un tiempo en que quise ser lo que, posiblemente, no soy. Para casos como éste, que son graves pero no desesperados, después de mucho leer a los verdaderos exaltados, recomiendo frotar fuerte el weltschmerz, ese hueco grande en el alma, con buenas palabras bien escogidas, porque que de lo contrario el spleen te lo recubre todo de una sucia costra negra.
NUNCA MÁS JAMÁS NADA
Hay días que las palabras se juntan solas, sin mayor esfuerzo, y van dejando frases redondas y con un ritmo misterioso que ayuda a entenderlas mejor, a captarles el sentido. No son muchos pero compensan por esas tardes en las que las ideas, esas cosas con aristas, se niegan a convertirse en las olas suaves que uno desea ver en el papel. Esos días, que son muchos, por el medio de los pensamientos que quieres ver escritos, se desliza la duda de si va ser siempre así, y que si nunca más jamás nada va a encajar. Pones atención y quizá es peor, porque parece que la cosa va como el tetris y se trata sólo de buscarle el sitio a lo que va cayendo, girando ideas y palabras, pero que va, todo empeora.
EL CULO DE LA MUJER INVISIBLE
El culo de la mujer invisible es invisible, como la mujer misma. Se discute sobre su existencia con agudos e imaginativos argumentos a favor y en contra pero, como con el sexo de los ángeles o la tumba de Jimmy Hoffa, finalmente, cuando la polvareda se posa, queda al descubierto que nada cierto se sabe. El acuerdo de los acalorados polemistas sobre la inexistencia de prueba sólida alguna suele suceder ya rebasado el límite temporal de lo razonable o sensato y más o menos a la hora de comer. Aprendiendo de la experiencia ajena, y saltándonos así estériles diatribas que nada aportan, podemos decir ya, sin más preámbulo, que el culo de la mujer invisible no existe. Este es un sólido comienzo y posiblemente un adecuado final para una indagación científico-técnica. No obstante, a los solos efectos polémicos y a los fines de este estudio, que advierto carece de seriedad y aún de intención alguna, podemos, muy al contrario, afirmar rotundamente y siguiendo a Wittgenstein que todo lo pensable puede ser expresado, ergo sobre el culo de la mujer invisible podemos hartarnos a hablar.
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HACER LISTAS
Un hombre debería saber planchar una camisa, construir un iglú, afilar un hacha, bailar un tango, doblar un mapa, cazar un venado, mandar un regimiento, componer un soneto, tocar un arpa, requebrar una moza, retejar una cabaña, improvisar un plan, segar un campo, rechazar un ataque, anudar una corbata, enviar un telegrama, andar en moto, programar en java, perder el tiempo, escribir un libro, sonreír sin causa, montar un caballo, cavar un pozo, educar a un hijo, aceptar un castigo, reparar un coche, salvar a un amigo, pasarse tres pueblos, fumar un puro, romper el hielo, mentir con aplomo, encender una hoguera, cantar una nana, limpiar unas botas, ordenar sus pensamientos, huir a la carrera, defender lo indefendible, alertar de un peligro, perder la cabeza, aceptar un halago, formular una hipótesis, negar un saludo, caminar sin rumbo, formatear un disco, regalar unas flores, dar un pésame, beber un whisky, aceptar una derrota, abandonar una novia, catar un vino, bajar la guardia, perder la cabeza, dar la lata, saltar la banca, arriar una bandera, llorar sus penas, avivar un fuego, fundar un imperio, enterrar a un padre, ver las estrellas, saltar por la ventana, estar sin blanca, dormir a pierna suelta, despejar incógnitas, matar dos pájaros de un tiro, conquistar a una dama, pasar una noche en blanco, morder el polvo y comer un coño.
Y hacer listas.
ARRASTRANDO LOS PIES
Al final, todo lo que puede ocurrir, acaba ocurriendo. Dales tiempo, me decía un amigo, y verás. Así a todos nos llega el día, el instante de flaqueza y andando yo necesitado de ese calzado especial y llegado el tiempo de las segundas rebajas me fui a comprar unas zapatillas de deporte. Contra ellas no tenía nada, dios me libre, pero sí ciertos reparos contra su abuso. Todos las visten siempre, como si de pronto nos diera por ir a todas partes con casco de moto. Elegir zapatillas, he descubierto, es una tarea ardua por exceso de estimulación de los sentidos. Están expuestas en un largo, larguísimo pasillo de colores lisérgicos y, en consecuencia, la impresión resulta abrumadora. Uno tiene la sensación de que el tiempo se ha detenido en una pajarería especializada en ejemplares exóticos. No se mueven, no cantan, pero ahí están loros, tucanes, papagayos, cacatúas y agapornis, pájaros paralíticos de colores excesivos, de esos que a uno no le vienen a la cabeza cuando piensa en la naturaleza. El pasillo incluso huele parecido, un indefinido entre guano y caucho. La iluminación de fluorescentes contribuye a agudizar la sensación de irrealidad, de nave espacial o universo alternativo. Huyendo despavorido de los ejemplares naranja salvamento acuático, de los verdes subrayo apuntes de selectividad y de los grises perla reflectante en la oscuridad me vi abocado al negro. Sé que elegir por defecto no es un modo adecuado de actuar, pero no encontré otro. Yo, que soy ese que tiene opinión sobre cualquier cosa, confieso mi fracaso.
Ahora soy el orgulloso propietario de unas zapatillas negras con unos adornos en gris perfectamente apropiadas para salir, ojeroso, y hambriento, de prisión preventiva un jueves a mediodía. Esas aplicaciones que llevan todos los modelos, grisáceas en mis ejemplares, además de evidentemente innecesarias, me recuerdan, cada vez que me miro los pies, a las paradas de autobús. Sólo en esos no-lugares y en los baños de los after se pueden encontrar grafismos parecidos que los entendidos, todos menores de 18, llaman tags. Por no preguntar, por comprarlas con sensación de vergüenza, clandestinamente y en metálico, creo que siendo pronador, voy supinando. O quizá no, quizá es que ahora tengo flow y swag y morty is in da jaus, ya no sé. Con ellas puestas caminar derecho me exige demasiada atención y no pienso con claridad. Creo que es lo que le pasa a todo el mundo en la calle, se las ponen y les cuesta pensar. Soy el típico individuo que chapotea en prejuicios, defecto que, si no ha sido causado, sí se ha visto agudizado porque, desde pequeño, tengo cara de sospechoso. Es mi cruz y cada puesto aduanero una estación de mi vía crucis. Ahora que camino con ellas sé que el negro es muy de sospechosos, de traficantes pasando desapercibidos, de sicarios albaneses y mafiosos rusos. Me miro con ellas puestas y me detendría por algo. Por eso me he buscado una gorrilla de John Deere y camino cabizbajo arrastrando los pies, por ver si saco más pinta de Bruce Dern en Nebraska, entrañable e inofensivo. Debería, pienso ahora, de haberme decidido, como la gente decente, por unas cacatúas reflectantes que me permitieran caminar orgulloso, a paso flexible, con la cabeza bien alta.
ATENTO A LA JUGADA
Estuve atento al fútbol por ver si le encontraba el aquél al juego, pero en realidad estuve mirando la lavadora, cosa que advertí al llegar al centrifugado, instante en el que se perdió la magia de esa monotonía adormecedora. La cosa tiene delito porque es de las que se cargan por arriba y no tiene esa ventanilla como de avión para ver los calzoncillos girar mezclados con las bragas. El momento interesante, el centrifugado, lo acompaña con un jadeo que creo no es propio de todas las máquinas sino particular de la mía. Ahí parece que la ropa interior realmente interactúa en el sentido bíblico. Estas, las de carga superior, en los instantes álgidos de la coyunda, se dan meneos de adelante hacia atrás, al contrario de las aeronáuticas, que menean de izquierda a derecha. El vaivén en el eje correcto acentúa, cómo negarlo, la ilusión erótica del jadeo, del follar, en castellano antiguo, de la máquina. Cómo no humanizarla si parece viva. Eso me recordó que, por una de esas casualidades de la vida, estuve hace muchos años en un pequeño estudio de radio en Les Halles justo el día y la hora en que retransmitían, para escándalo de propios y extraños, un polvo en directo. Los comentaristas, un chico y una chica, con estilo deportivo, iban narrando el encuentro. El menda, que de francés ni papa, se guiaba únicamente por la entonación de los locutores y los jadeos de los esforzados contendientes para vencer en el encuentro. La imaginación rellena huecos, tapa grietas, alisa asperezas, lo recubre todo con una capa de brillante barniz y enlaza una lavadora con un recuerdo de los ’80. Con esto, digamos, queda más o menos claro que yo, de fútbol, ni idea y que mis intereses no van por ahí. Tampoco de lavadoras, la verdad sea dicha, que me parecen aún más sutiles y complejas las reglas para separar la blanca de la de color que las del fuera de juego.