El tonto sublime o superlativo es el tonto egregio en su sentido etimológico. El que destaca y se separa, adelantándose, de la grey de tontos, del rebaño de retrasados. Es apreciado por escaso, como la trufa blanca, la moza virgen y el vino bueno, y quienes lo disfrutan lo cuidan con esmero y obsequio. El tonto sublime es propio de pueblos de segunda, con censo de entre cinco y diez mil almas, consistorio de mampostería, botica con tarros, juzgado de distrito, puesto de la benemérita e iglesia con retablo completo. En lugares más densos pasan tristemente desapercibidos por el tráfago de la vida moderna con sus vaivenes y requerimientos; en los más despoblados no tienen contra quién destacar, que por algo pintores y poetas, y en general los artistas y cabareteras, acuden a Madrid. Lo bueno, aún la tontería, exige para brillar la fricción de una cierta competencia, ni mucha ni poca, la justa, y el calor del público cultivado.
Martiño ocupó plaza de tonto egregio hasta el día que el Señor lo llamo a su lado. Martiño allá se fue pero mucho contra su voluntad, que le duró la última enfermedad y agonía toda la primavera y ocho días del verano. Se conoce que era hombre de poca fe y sólo a la tercera unción de los óleos rindió el alma y dio el último suspiro, si bien con el recelo reflejado en esa mirada mansa que gastan los de su categoría. Martiño fue tonto de mucho lucimiento y galanura, que andaba bien vestido y calzado y en los meses fríos gastaba chapeu. Una tarde de primavera con tiempo revuelto, esas en las que pasamos sin aviso de un sol nuevo a una lluvia alegre, a Martiño la Benemérita le tundió los lomos. Salió a la puerta del café al inicio del chaparrón y, cuadrándose, levantó el brazo derecho con la palma extendida, en perfecto saludo falangista, al tiempo que gritaba, con voz sonora y marcial ¿Llueve? Obtenida la atención del respetable levantó de inmediato el izquierdo, brazo en ángulo y puño cerrado, para decir ¡Tengo paraguas! A nuestro tonto superlativo le hizo mucha gracia su ocurrencia y desde lo más hondo le salió una carcajada de irrefrenable pura felicidad, una carcajada costo-diafragmática-abdominal, larga, sonora y operística. La benemérita, allí presente en la persona de su comandante de puesto, el sargento Longueira, tomó de inmediato cartas en el asunto. El deber es el deber y, pese al mucho aprecio que le profesaban en el puesto, de allí salió con más cardenales que un cónclave y un diente a faltar, lo cual que fue en parte por mantener el orden público y en parte porque la cosa no pasara a mayores, caso de correrse la voz.
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REGUSTO AGRIDULCE
El debate de investidura me ha dejado un regusto agridulce que, por decirlo todo, ya tenía antes de que empezara. Las cosas importantes que ya se malicia uno cómo van a acabar suelen ser así.
Sánchez es anodino, aburrido y, en su papel, se dedicó machaconamente a repetir su mantra pedigüeño, a implorar a todos los que se mueven a su izquierda cariño y comprensión, que amor verdadero ya sabemos que no lo tiene ni en casa. Dispuesto a aceptar todo lo que le quisieran dar aceptó con fina voluntad los abundantes pitos, abucheos e insultos de los barras bravas, que se mofaron de él, de sus ancestros y de sus amigos. Diferenciar entre quien pone la otra mejilla y quien deja que le meen y dice que llueve es, en ocasiones, asunto que lo mismo puede ser espinoso que resbaladizo. No le cortaron las orejas porque salía su nombre en el cartel como torero y no tocaba, pero ganas tenían todos.
Mariano aprovechó, por si acaso, para darse el gusto de largar lo que estos días como Presidente, en funciones al ralentí, se tuvo que callar. Irónico, socarrón y borde se lo habían puesto fácil y, como tablas tiene e iba relajado, le dio a Sánchez hasta en el carnet de identidad, hasta el punto que lo mismo tiene que renovarlo. Digo fácil porque se limitó a ponerle ese humor que gastamos los gallegos, y que quizá no es ni siquiera humor, a unas cuantas obviedades, pero de enjundia, nada. Puede que no fuese el día, pero se echó de menos. Digamos que darse el gustazo suena más a brillante despedida que a futuro venturoso.
Iglesias, en su línea de profeta de la gente, abundó en ese su discurso y ademán que le ha rendido tanto fruto y que quedó plasmado en los puntos que le dejó muy claritos en su día a Sánchez. Él anda a la busca de establecer una relación directa entre él y la gente, que es el nombre políticamente correcto del pueblo, cosa ya muy vista y que sabemos propia de dictadores. Las instituciones son, hoscas e híspidas ellas, siempre rémoras cuando no obstáculos para que esa historia de amor florezca. La Libertad guía al pueblo sobre unas ruinas sacando una teta y ése fue su juego, sólo que esgrimiendo ideas rancias hace ya setenta años. La teta no la sacó, quizá por respeto a Carolina, pero se morreó con otro Señoría, algo improvisado para escandalizar a las viejas de los pueblos que no ven los debates, y se dedicó, como todos los que se empoderan rebozándose en la libertad, a dinamitar todo lo que se le puso a tiro. Tiene el verbo fluido de Blas Piñar o Federico Jiménez Losantos y las ideas igual de claras, pero todas antidemocráticas y aún así estuvo bien el revival porque ya era hora de que en el Parlamento se sentara alguien a representar ese personaje tan español que es el predicador martillo de herejes.
Rivera estuvo bien, porque es cínico, práctico y pragmático. Saludó a la afición, invocó muchas veces el espíritu de la transición y, tal como a Mariano lo han motejado persona non grata en su pueblo, lo deberían nombrar hijo adoptivo del de Suárez. No sé quién manda en Cebreros pero están tardando. Si Sánchez tendió la mano a Podemos Albert le pidió educadamente al Partido Popular que se rindiera, cosa que los enfureció. A la propuesta, que debió sonarles a aquello de si es inevitable, relájate y disfruta, le contestaron a gritos que no es no. Albert habla bien en plan de hombre de estado, sólo que es un estilo que no se lleva y queda algo ridículo, y también se defiende bien en la tele en distancias cortas. Lo que lleva mal son las transiciones del modo A al modo B, que aún le falta pillarles el truquillo, cosa extraña siendo él tan de transiciones. Cuando pasaba de lo serio pero vacuo a lo distendido lo hacía con torpeza y trompicón, como si no se hubiera bregado ya unos años en el parlamento catalán. En general compuso el gesto de próximo presidente con altura de miras a base de darse palmadas en la espalda por su altura de miras y reprochar a los demás la falta de aprecio de tal gesto.
Finalmente, sin sorpresas, a Sánchez lo quisieron lo justito y no llegó para salir Presidente y quedamos a la escucha. En definitiva, que esperando más de un debate de investidura, no esperaba más de éste debate de investidura. Y del de hoy me malicio igual regusto, con el añadido de haberlo probado antes.
A + B
Hay dos clases de tontos, que podríamos llamar tontos Tipo A y tontos Tipo B. También podríamos decirles tontos Número A y tontos Número B, como una profesora de derecho penal que me torturó en su día y que nos vendía los apuntes de la asignatura rotulados con esa maravillosa numeración. Uno, en su inocencia juvenil no piensa que todos los mayores son tontos, máxime si ocupan ciertos puestos que se presuponen resultado de algún tipo de mérito, aunque en qué consista éste sea cosa que, hasta adquirir más conocimientos, permanezca un poco en la nebulosa. Pronto llegué a la conclusión, quizá fruto de mi soberbia, de que si no le entendía nada no era por algo que yo hiciera o no hiciera, sino por causas ajenas a la voluntad de ambos. Ella quería pero no podía y yo, y otros conmigo, la seguíamos voluntariosos a ninguna parte. Finalmente le dio algo al cerebro y quedó definitivamente tonta. Su ayudante, muy parecido en fondo y forma, servidumbres de la cooptación propia de los departamentos universitarios, nos explicó que no volvería porque un virus le había producido “reblandecimiento cerebral”. Aun hoy dudo si es que los médicos dieron tal explicación porque no lo creyeron capaz de entender más o la eligió él por darle la categoría de sufrir el mal que supuestamente mató a Nietzsche.
EL VIETNAMITA
Luis era pintor de brocha gorda y le llamaban El Vietnamita. Apareció de vuelta tras un montón de años sin noticias con una esposa china y once hijos. La mitad chinas como la madre y la otra mitad vagos como él, dicen las malas lenguas, pero esas suelen ser gentes insensibles y a menudo envidiosas. Digamos que la historia venía siendo que en Francia se alistó en la Legión Extranjera y de allí pasó a Indochina y ya de vuelta cuando los americanos estaban en plan de repliegue. Luis, pintor de brocha gorda, era un artista y quizá un filósofo. Pintaba la casa de mis padres y antes de empezar con el blanco de la fachada, vestido con un mono blanco, dio unos pasos atrás y la contempló en toda su extensión. Hoy los psicólogos a estas cosas les llaman técnicas de visualización y se las enseñan a los saltadores de altura o de pértiga. Así los vemos cómo se quedan mirando, a la vista de todos, planeando cada movimiento, recreándolo en su cabeza, perfeccionando la futura acción antes de iniciarla. El Vietnamita, con su pértiga rematada con un rodillo, visualizaba aquella pared gris cemento y la imaginaba, digo yo, cubriéndose de un blanco impoluto y luminoso, con su exacta cantidad de material y la rugosidad exigida a aquel revestimiento pétreo. Luis El Vietnamita, era un tipo entendido en esas cosas aunque su proveniencia de un país en guerra, casi en manos de los comunistas, pudiera a un tipo poco avisado o prejuicioso llevarle a pensar otra cosa. La diferencia entre la simple pintura y un revestimiento pétreo a personas como nosotros, gente acostumbrada a ver sólo blanco donde hay blanco, se nos escapa. Los profesionales, y Luis era un artista, distinguen perfectamente esos detalles que no son menores. Un revestimiento pétreo, explica Luis, no permite errores, un fallo es fatal, no hay margen para la corrección. Allí donde una pintura admite una segunda mano y la enmienda el revestimiento pétreo exige la perfección en una única pasada.
Luis cuenta que los hijos, todos ellos, son mitad del padre y mitad de la madre, algo que tiene muy estudiado por el método de la observación. Discutirle a El Vietnamita en asuntos que tengan que ver con la observación es arriesgado y aún soberbio, más si se trata de sus hijos e hijas. Así, sostiene, calmo pero firme, cada uno de ellos, salvo diferencias propias del sexo, los suyos salen a la madre de la cintura para arriba, es decir, vietnamitas. De la cintura para abajo, por contra y para compensar, salen a él, también salvo las diferencias sexuales. Otros, dice, esas cosas no las ven tan claras porque no están casados con mujeres de otra raza, circunstancia que permite, en su caso, advertir ese curioso efecto con mayor claridad. El Vietnamita, con once hijos, se ve que es aficionado a la procreación como otros a las maquetas o los sellos, así que no es cosa de discutirle de sus saberes.
Luis El Vietnamita saca del bolsillo del mono un paquete de Águila y un mechero Zippo con una insignia de los Marines y prende un cigarro mientras, absorto, visualiza, creo yo, cada mínimo brochazo de revestimiento. Cómo lenta pero inexorablemente se va cubriendo el gris del revoco. Ahora, apoyado en su pértiga, con el rodillo en la axila y el cigarro colgando del labio, se le frunce el ceño y se le mueven imperceptiblemente despacio dos dedos de la mano derecha. Finalmente deja caer la colilla y pisándola comunica que va recoger, que volverá mañana. Ante el pasmo de la parroquia explica, levantando un brazo y señalando un sol alto de verano, que en media hora el sol incidirá de pleno en la fachada y el material secará desigualmente, algo absolutamente inadmisible ya que provocaría diferencias de color. No va a pintar para que se estropee por una curación irregular del material. Luis, El Vietnamita, es un artista en lo suyo y un poco filósofo y quizá algo sabio, cosa que nadie sabe si ya llevaba dentro cuando se fue a oriente o trajo de allí.
UNA NUEVA RELIGIÓN
No creo en Dios, su existencia no me ocupa y si me influye es a mi pesar.
Creo, sin embargo que el ateísmo no es para todo el mundo, como las drogas. Si Escohotado se mete de todo no pasa nada malo y, por contra, acabamos con un libro estupendo. Por el contrario la mayoría de los que intentaron, están intentando e intentarán ese camino fracasaron y fracasarán miserablemente. Con el ateísmo está ocurriendo lo mismo. Creo evidente que el ateísmo se ha transformado de un vivir sin dios a un vivir contra un dios. Es decir, de facto, en una nueva religión que compite con las que oficialmente llevan ese nombre. La gente, ese ente sin cabeza, incapaz de vivir sin creencias, se ha apuntado a un mix de banalidades entre las cuales destaca el atacar a las otras religiones desde el apriorismo de que todo será mejor si se eliminan de lo público las prácticas y el discurso de los fieles de la competencia. Ese ateísmo activo y activista en realidad persigue a los infieles, que son los fieles de otras fes. Se disimula de laicismo, cuando sus manifestaciones son propias de la persecución religiosa. No se limitan a mirar para otro lado, a ridiculizar de palabra la fe o a sus creyentes, a obviar sus ideas o intentos de influencia, a criticar de palabra lo absurdo de sus prácticas. Se empeñan en el desprecio público, en el acoso a los fieles, a intentar eliminar lugares de culto y a amenazar o coaccionar a quienes practican o se confiesan fieles. En definitiva, se han convertido en una religión compitiendo por el espacio público con otras religiones. Esto es evidente si se advierte que no intentan reprimir prácticas aberrantes o ilegales. En eso los ateos -llamémosles clásicos- estaríamos todos de acuerdo. En realidad lo que existe es una batalla de ideas y valores que en la práctica se concreta en el deseo confesado de que las de los infieles al ateísmo sean completamente eliminadas, prohibidas. No me gustan muchas de las ideas de las religiones pero jamás se me ocurriría que un tipo del Opus no pueda decir lo que piensa, ya sea que se lo haya inventado él solito o se lo haya susurrado el mismo ángel anunciador. Un ateo militante no soporta eso, al igual que no lo soporta un ayatollah, siendo la única diferencia que, por ahora, los ateos intolerantes no dictan todas las leyes. Entre otras razones a la fe se la alejó del estado porque paraliza la sociedad al imponer una escala de valores estancada al reprimir a los disidentes, algo que ocurre donde los ayatollahs ordenan y mandan. Ahora mismo el estado no está reprimiendo adecuadamente la represión de ciertas ideas y prácticas por parte de lo que aún no ha sido identificado como una nueva religión que pone en peligro el fluir de las ideas. En definitiva, el ateísmo no es para todo el mundo. La mayoría de la gente no soporta vivir sin creencias y han acabado sustituyendo las clásicas por una moderna, que disfraza de ateísmo y laicismo lo que en realidad es competencia religiosa. Simplemente han sustituido una escatología ultraterrena por una terrenal. Esa gente debería organizarse adecuadamente e inscribirse en el registro de confesiones religiosas del Ministerio del Interior. Para que todo quede más claro para ellos mismos y para nosotros.
NEOFARMISMO DEMOCRÁTICO
He escuchado en la radio que Podemos exige en sus papeles para la negociación el reconocimiento del “Derecho a la Verdad” como parte de la tríada “memoria, verdad y justicia”. Igualmente plantean que la elección de jueces y otros funcionarios se funde en criterios de adhesión a ese programa político o, en su caso, reeducarlos. Igualmente serán objeto de reeducación en derechos humanos y “restitución de una memoria plural, colectiva y democrática de nuestro país” los estudiantes y los medios de comunicación. La competencia profesional es de suponer que se les supone, como el valor a los quintos, el machismo a los hombres y la bondad al pueblo. Lo cierto es que la fijación de la verdad desde el gobierno, promoviendo políticas que fijen unos hechos y eliminen otros y reeducando a los sectores de la población que han de cacarearlos, es la definición de una dictadura. A mi al menos, desde mis limitaciones, no se me ocurre una mejor, así que me quedo con esta.
Es un lugar común que ya hace mucho tiempo Orwell lo vio venir, así que hacer la comparación de lo que quieren con lo dejó escrito no tiene mayor interés. La corrección política, la neolengua, reescribir historia, el ministerio para fijar la verdad, los medios de comunicación al servicio de un relato impuesto. Y seguramente las coincidencias se produzcan en muchos más detalles. Lo que me tiene intrigado es si en realidad esta gente habrá leído algo de teoría política y tienen un plan propio, si han leído algo de socialismo, comunismo, parlamentarismo y otros conceptos discutidos y discutibles, o solamente han leído 1984 y Rebelión en la granja. Porque la sensación es esa, que se han limitado a leer a Orwell. Y es que en realidad éste, intentando denunciar las técnicas del totalitarismo, lo que escribió fueron dos libros de instrucciones condensando técnicas y trucos para llevar a la práctica cualquier dislate en nombre del pueblo, dos libros sencillos con todo lo que es necesario saber. Orwell escribía bien y uno lee sus textos con gusto, carisma del que adolecen esos sesudos filósofos y pensadores que compiten por la atención en la academia y son a menudo citados, para adornarse, por quienes se presentan como cabezas pensantes. Lo cierto es que suele ocurrir así. La Biblia es un libro bastante más ameno que los insoportables tochos petados de conceptos abstrusos que producen los teólogos. Mucho mejor, para una mente sencilla y práctica, una parábola o una fábula que un ensayo.
A lo anterior se añade el rasgo, ya endémico, del victimismo. Hay quienes, y son los arriba citados, se presentan siempre y en todo momento como víctimas, aunque estén actuando como verdugos. El perfecto revolucionario, en el instante en el que aprieta el gatillo, es victima del malvado al que se ve obligado a neutralizar en nombre del pueblo. Otra inversión.
Por todo ello el cacareado socialismo del siglo XXI, en honor a Orwell, autor de sus verdaderos textos seminales, debería ser llamado neofarmismo democrático, nombre que coincide con las siglas NFD, del Need For Drama del cual hablaba Calaza hace unos días.
CINCUENTA O MENOS
A mi, los Payasos de la Tele, Gabi, Fofó y Miliki, siempre me parecieron unos retrasados. Sé que muchos otros niños tenían la misma opinión, lo cual me hacía sentir menos culpable. Con sus narices de goma colorada, las camisetas gigantescas y, especialmente, aquellas canciones con mímica, me parecía imposible que los otros adultos no actuaran de inmediato y ordenaran su internamiento psiquiátrico. Eran los tiempos de la Ley de Vagos y Maleantes y se podía hacer. Sorprendentemente los adultos no sólo no tomaban cartas en el asunto sino que los promocionaban de manera activa. He de decir que no mis padres, que en la mayoría de las cosas me dejaron en paz, permitiéndome circular por la vida a mi aire, pero sí mi abuela que era maestra y muy fan de las influencias en la infancia que marcan para toda la vida, es decir, de la educación. Si eso fuera cierto hoy sería un retrasado, cosa que no descarto al ciento por ciento, si no me hubiera resistido, pasivo y enfurruñado, a repetir los gestos de aquellas canciones y contestarle a gritos a la tele. ¿Cómo están Ustedes? Más adelante me di cuenta que en la escala del retraso los payasos de la tele se situaban más bien de la mitad para abajo. Pero eso fue años más tarde, al descubrir el culmen de la idiocia, dígase Charlie Rivel. Luego de mayor uno descubre el horror, las cámaras de gas y a Dario Fo. La vida pone las cosas en perspectiva y otro vendrá que bueno me hará.
Es una evidencia que la inmensa mayoría de los adultos piensan que los niños son retrasados y así la práctica totalidad de los espectáculos infantiles presuponen un público con CI de 50 o menos. Esto es muy triste, incluso más que de robar. Los niños son inocentes, en el sentido de que no tienen, aún, la confirmación de sus sospechas, es decir que el mundo es una mierda, pero en modo alguno los niños son tontos. Los adultos en general y los actores en particular no han asimilado que CI no se hace, se nace y que de Salamanca no te llevas lo que no traes al llegar.
El espectáculo teatral se fundamenta, dicen, en la temporal suspensión de la incredulidad. Este sintagma cursi se resumen en: voy a hacer como que me lo creo para que me sorprendas. Lo cierto es que funciona y en ocasiones permitimos al actor que, durante un rato, se enamore locamente, sufra lo indecible u odie lo inimaginable. El asunto no es tan fácil ni se produce siempre. Es un pacto, que se sella o no, entre el autor/actor y el público, y ahí está el quid, en que es un pacto. A no ser que seas un retrasado no sellas un acuerdo con quien, al proponerlo, te considera y te trata como un retrasado. He visto algo del cacareado espectáculo de títeres y, en mi opinión, está pensado para un público infantil que apenas existe y que suele estar ya a tratamiento en instituciones adecuadas. Es burdo, maniqueo, simple y poco inteligente. Exige lo que no da. Es un fail en toda regla, lo que se dice una mierda como un piano. Es que pensar Mulan o Buscando a Nemo, no digo hacerlos, no está alcance de un retrasado. Rebajarse, metafóricamente, a la altura de los niños para proponerles el pacto no consiste en hablarle a idiotas, sino en darles esperanzas, explicarles que sus sospechas aún siendo fundadas, eso de que el mundo es una mierda, no abocan a lo inevitable. Incluso los Payasos de la Tele, mira tú, pasando el tiempo han resultado ser individuos respetuosos con los niños.
NINGUNA DE LAS ANTERIORES
No sé bien cuál era la intención de quien formuló el Teorema del Mono, ese que afirma que un mono con una máquina de escribir, si dispusiera de tiempo infinito, tecleando aleatoriamente llegaría a escribir las obras completas de Shakespeare. Puede que esa intención fuera hacernos ver que determinados eventos, aún siendo extremadamente improbables, no son imposibles. Pero también podría ser que su intención fuese escribir una fábula, transmitirnos una enseñanza a los humanos usando personajes animales. Hay esperanza, cualquier humano, por idiota que te parezca puede darte una maravillosa sorpresa, aunque sea por puro azar, sería la amable moraleja. Lo cierto es que en la Universidad de Plymouth en el 2002 hicieron la prueba, sólo unos días, por curiosidad. Y supongo que por cachondeo. Lo cierto es que los monos en un mes escribieron cinco páginas, la mayoría letras S y alguna q; también golpearon el teclado, se cagaron y mearon en él y gran parte del tiempo simplemente lo ignoraron. Los monos, Elmo, Gum, Heather, Holly, Mistletoe y Rowan, a pesar de cagarse en la máquina, han visto su libro publicado como “Notes Towards The Complete Works of Shakespeare”, con ISBN 0-9541181-2-X.
He recordado esto de pronto, hace diez minutos, viendo en Tele5 un programa que quizá se llamaba Sálvame (lo he pillado empezado) en el que unos ejemplares de humanos hembra con pinta de dueñas de burdel en suspensión de pagos discutían entre ellas y con otros humanos macho con la apariencia de policías corruptos de serie B. Como Elmo y sus colegas con su libro, disponible en la British Library, cualquiera, sin necesidad de un infinito, puede ver su libro publicado o su programa de televisión emitido. Y si me apuras, ser Presidente. La moraleja no sé cuál puede ser: que hacemos las cosas con prisas, sin darle tiempo a los monos; que Shakespeare está sobrevalorado; que a esas horas hay que apagar la tele y dormir una siesta; que todo importa una mierda; ninguna de las anteriores.
LA CONTENCIÓN DE UNA SEÑORA
Encarnación llegaba a las diez y pedía un croissant y un café. En realidad no lo hacía, simplemente entraba, más estirada que alta, arreglada, repeinada y repintada, dejaba el abrigo y el paraguas en el perchero de la entrada y se sentaba en la mesa de la ventana. Miraba la vida y la gente pasar y hojeaba el periódico y sus dominicales. A Encarnación se le echaban ochenta, como poco, y era de esas viejas que no se rinden, que pelean contra el tiempo, el del reloj y el atmosférico. Esas que llevan peleando toda la vida porque quizá la vida es eso y saben que se nos va la vida en ello. El peinado, el lazo, los pendientes y pulseras, los cubiertos perfectamente cruzados cuando acaba su croissant, son su forma de estar y resistir, posiblemente de ser. Encarnación, un día triste y frío, uno de esos días de lluvia fina que parece será eterna, lloró en silencio. Bajó la cabeza y su espalda se curvó un poco. Las lágrimas le corrieron el rimmel y, como una marea negra, mojaron los cristales de las gafas de leer, esas que lleva colgadas de una cadenita dorada mientras repasa la prensa. Digna, la dueña, le preguntó que qué le pasaba y resultó que Encarnación, aquel día triste, lloraba porque su mamá no venía a recogerla. Dio avisos, pero muy sutiles, apenas perceptibles, de que el tiempo la estaba venciendo. Por fuera lo mantenía a raya pero él, insidioso y ruin, se la estaba comiendo por dentro. Pensando, uno puede recordar que eso estaba pasando, ahí, delante de nuestras narices. Un día Carmen, acalorada, se abanicó con fuerza y ella le dijo, con esa desinhibición e inoportunidad que sólo puede ser aura de senilidad o de idiocia, Ay! Hija! También yo, cuando me quedé menopáusica sudé como una puerca, tanto como la época en que tuve que dejar el opio. Le reímos la gracia, por extemporánea y absurda, pero esos días ella ya llevaba una cara impasible que no era la contención de una señora, sino la inexpresividad de una enferma. Haciendo memoria poco a poco la vimos caer en un descuido leve en el vestir, con manchas en sus camisas blancas o pendientes desparejados. Ya no cruzaba perfectamente tenedor y cuchillo y dejaba la mesa blanca plagada de migas y churretes del café que Digna limpiaba con su bayeta húmeda. Encarnación, viuda joven, completó su pensión dando clases de piano y a veces de ballet en el salón de su casa. Antes, mucho antes, fue bailarina sicalíptica de cabaré, de renombre súbito pero breve en la capital, hasta que enamoró a un apuesto militar que la llevó al altar de blanco para morir meses después en el frente sin hacerle un hijo ni dejarle capital. Los arquitectos del local de enfrente, con sus barbas, sus pantalones chinos y sus pisamierdas beige, le tenían admiración y cariño, ya ves, y sólo dos semanas después de que una sobrina se la llevara a una residencia trajeron un retrato a plumilla. Ahora, desnuda y enjoyada, tumbada en una chaise longue en un escenario chinoise, sonríe para siempre, anciana y enigmática, encima de la máquina tragaperras.
BESOS INCONCRETOS
Perder el tiempo es, como fumar, levemente autodestructivo, sutilmente autocrítico. Perdemos el tiempo como rebeldía contra la imposible carga del vivir, que se manifiesta en la necesidad de actuar. Si lo definitorio de estar vivo es esforzarse en persistir en el ser, en seguir siendo, el perder el tiempo es abandonarse. Cosas así dice Gabriel, en la terraza, mirando llover, con un cigarrillo que no aspira y se consume entre sus dos dedos. Gabriel es un diletante, como tantos otros, pero con una voluntad estética de serlo. Fuma, cuando fuma, como los rusos en las películas de blanco y negro, sosteniendo el cigarrillo entre el corazón y el anular. Al llevarlo a la boca el gesto es el de quien recoge un beso y te lo envía con un soplido, que en su caso es humo de Ducados. Alto, enjuto, con barba descuidadamente recortada y una gorra azul de franela saca pinta de marino mercante o nihilista de novela barata. Disfruta perdiendo el tiempo y eso se le nota porque o habla de esas cosas esenciales, vivir, morir, libertad, justicia, o se calla. Hablar de lo esencial, que es invariablemente difuso e inconcreto, no es más que la voluntad de huir de lo importante, que es siempre pura apariencia y forma. Eso te lo reconoce, pero no con esas palabras. Aún lo complica más, que quien tiene tiempo para derrochar perdiéndolo elabora frases redondas, suaves y rítmicas, como el andar de un gato. Gabriel, que vive con su madre en un piso de renta antigua, tiene las preocupaciones leves de un tipo de su edad que tiene tiempo, son afanes pequeños, minúsculos, que jamás llegan a ser agobios o urgencias. Recoger en la farmacia un medicamento para su madre, comprar una cajetilla de tabaco, leer los editoriales y artículos de opinión y, antes de subir a comer, comprar el pan. Esa vida sencilla, contemplativa pero urbana, de anacoreta de acera y terraza, lejos de todo y cerca a la vez, lo convierte en un agradable conversador. Muestra sobre cualquier tema un interés aparentemente sincero pero distante que hay quien confunde con hipocresía y desgana y seguramente lo sea. Gabriel te saluda si lo saludas y se alegra si lo encuentras, pero nunca te buscará porque eso no está en su ser. Gabriel deja que el tiempo gotee lentamente, mientras fuma y lanza besos inconcretos a la gente que va y vuelve de sus preocupaciones mientras piensa en sus cosas. Va dejando que el tiempo lo destruya, como a todos nos hace, pero sin oponer resistencia. Gabriel no se gusta, él sabrá por qué, pero no se hace mala sangre y deja que el tiempo, que a todo problema da adecuada solución, termine lo que hace mucho ha empezado.