Ramiro de Quintás casó para casa y los hermanos y hermanas se buscaron la vida. Eso parece una suerte pero lleva consigo servidumbres, cuidar a los viejos, acoger a los hermanos incapaces de hacerse una vida y celebrar todos los años la fiesta del patrón.
Un año tenía planeada la fiesta a lo grande. Todo lo del cocido listo, los garbanzos a remojo, la cabeza de cerdo, la oreja y los morros desalados, la patata pelada, la carne para cocer lista, habían matado y desplumados tres pollos, los chorizos aprestados y la verdura en orden de revista. Tenían bacalao a desalar desde el jueves. Había encargado al horno empanadas, orejas, melindres y tarta de Santiago. De complemento tenían arroz con leche y miel.
Estaba todo a punto para la gran fiesta a celebrar con el mayor despliegue de medios y esa mañana el viejo amaneció muerto en cama. El disgusto fue enorme. Lo que tocaba era avisar al Juzgado, esperar al juez, al forense, al de la funeraria, al cura y organizar el entierro. Eso estropearía la fiesta y, lo que era peor, qué harían con toda aquella comida. El pequeño cónclave familiar resolvió, con buen criterio, que si se echaba a perder todo aquello el viejo volvería del infierno para llevárselos con él. Así que lo envolvieron en una manta, lo metieron en la artesa y continuaron con lo que estaban. Avanzando la comilona y según iban cayendo los vinos se fueron soltando las lenguas al final acabaron enseñando al viejo en su improvisado ataúd y parte de los invitados, las más beatas y los más bebidos, acabaron en la despensa rezando unos responsos. La celebración, con tal ocasión, se alargó toda la noche transubstanciada en velorio y a punto estuvo de faltar comida porque los vecinos, que también celebraban, se fueron acercando a dar el pésame y presentar sus respetos al difunto. A la amanecida Ramiro salió con dos más para el Juzgado de Arzúa a dar el aviso mientras las mujeres trasladaban al patrón a la cama.
Los de Quintás siempre fueron así y cuentan que Eliseo, tío de Ramiro, hermano del muerto de esta historia, estaba en cama dando las últimas bocanadas y sus cinco hijos, alguno venido de Bilbao, alrededor del lecho de muerte cuando de pronto despertó con un espasmo, los miró a todos y se ve que los reconoció que recriminando les dijo: Qué carallo facedes todos eiquí; quén cuida das vacas? Los cinco se cruzaron las miradas, como decidiendo a quien tocaba salir y cuando volvieron a mirar a su padre este ya había palmado.
Esta historia es absolutamente cierta y la cuento tal y como me la contaron, menos lo del bacalao, que es pura invención y lo he metido por medio porque me parece que le da un aire mundano y cosmopolita.
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SIOBAHN, LA SIRENA
Los arroases son delfines mulares, detalle que recuerdo durante unas horas cuando lo miro en Google y luego se me olvida. A mi me gustan porque me recuerdan a las sirenas, que se dan un aire a ellas así a lo lejos si eres miope. Comparten el gracejo al nadar y un espíritu juguetón entre ellos que se torna burlón si se acercan los humanos. Lo digo para que no vaya nadie a creerse que soy de esos que distinguen a simple vista los delfines mulares de los convencionales, los cátaros de los valdenses, los sioux de los apaches y los yanomamis de los guaraníes. Esos son carismas que te da Dios y a mi me dejó calvo. También dejó calvo a Padraigh O’Connor, un tipo taciturno con barba espesa del mismo color que el Tullamore que trasegaba de continuo, pero él tuvo la suerte de encontrarse una sirena en la playa. Paddy quedó soltero porque se corrió entre las mozas que los huevos le colgaban mucho, tanto como cuelgan los misterios gloriosos en un rosario, y el rabo se le retorcía como uno de los cuernos de Satán, cosa que se manifestaba rutilante cuando despertaba el pecador que todos llevamos dentro. Las mujeres, salvo esas que insisten y aún terquean hasta casarse con presidiarios condenados a muerte, vaya usted a saber por qué razón, huyen de ciertos hombres que nacen marcados. Quizá no sólo el tamaño importa, también la forma, lo que viene siendo la sustancia aristotélica y sus accidentes. Por todos es sabido, desde los famosos asesinatos de Inistioge, que el mejor momento de ocultarse o cometer un crimen en Irlanda es el domingo a la hora de la misa porque nadie cruza las calles, pasea por los caminos o trabaja en los campos. Así que esperó y mientras todos escuchaban el sermón del nuevo cura se la llevó a casa, le llamó Siobhan, le enseñó el inglés y algo de gaélico y le hizo el amor muy dulcemente. Pasado un año se acercó a la parroquia, contó al padre Cinneide su historia en confesión y pidió que los casara. El tipo era un jovenzuelo dublinés recién llegado, abstemio y de esos que andan en bicicleta por salud y no por necesidad así que no entendía, aún, cómo funcionan las cosas en los pueblos de mar. Que si el matrimonio es para los hombres y una sirena es un animal, que no tiene la menor importancia que os queráis porque nunca seréis una sola carne y finalmente que sólo si el Obispo lo ordena tras una dispensa del Papa de Roma. Paddy pensó que de ahí había que salir y, con la decisión prestada por dos vasos de whisky que había trasegado y el temor a perder a la bella y complaciente Siobahn le dijo: Son ustedes, los curas, unos cínicos; bien que su antecesor, el padre O’Byrne, cogió las dos mil libras que le di cuando la bautizó y le dio la comunión y ahora resulta que no me puedo casar con ella. El padre Cinneide, que en realidad es la forma antigua del apellido Kennedy, se lo pensó un instante y contestó: Eso es otra cosa, haber empezado por ahí, si está bautizada y es buena cristiana no debería haber problema. Así fue como, por un módico precio, un martes de mayo en Malin Beg se casaron Padraigh, el de los huevos gloriosos y Siobahn, la sirena. Tuvieron muchos niños que ven el fútbol en la tele, gritan, beben y se pelean como todos los buenos irlandeses, con lo que sabemos que las sirenas son carne y no pescado y no le hacen ascos a casarse con un calvo.
OBLIVION
Llevo unos días durmiendo mal y se hacen largas las noches y en estas que divagando entré en pérdida, como las empresas o los aviones. Acabé pensando en la imposibilidad de olvidar cosas que quieres olvidar y dándole vueltas a aquella cosa de Eco sobre el imposible Ars Oblivionalis. Si bien podemos forzar a la memoria a recordar ciertas cosas no somos capaces de forzarla a olvidar nada. Insistir en olvidar fija el recuerdo y tal y tal, lo cual que el olvido es siempre involuntario, una decadencia. De ahí pasé a envidiar a los ingleses que siguen usando oblivion porque es una palabra estupenda, con esas blv así todas seguidas. Los franceses dicen oublier, que pierde la v y con ella toda la gracia. A partir de aquí empecé a mirar en el Google Translate, que no cierra de noche, y descubrí que los catalanes dicen oblit y que los italianos tienen muchos sinónimos y uno de ellos es oblivione, con lo que ya me gusta más el italiano que hace un par de días. También dicen ovlito, que suena un poco ridículo, y dimenticare, que podría ser el nombre de un seguro médico. Con estas temporalmente olvidé y caí dormido. Pero por esas trampas de la memoria he vuelto a acordarme de lo bonita que me parece la palabra oblivion-oblivione y lo triste que resulta que no la tengamos así tal cual en castellano y de ahí, recorriendo el camino en orden inverso, me ha venido de nuevo a la memoria aquello que quería olvidar.
NON SEMPER ERIT AESTAS
Amanece una niebla baja de medio pelo, una niebla molesta pero sin carisma, de esas que se alejan si te acercas. No es tan densa que dé juego y permita chulearte de su solidez aparente, de su eficacia ocultando el mundo y las cosas y de la viceversa de ocultarte a ti de los demás, pero sí lo bastante como para emborronar los alrededores, como una fotocopia mal hecha. La niebla densa, gruesa, varonil, tiene su encanto, su cosa y su aquél, su misterio incluso. Todo queda al otro lado del cristal esmerilado de la puerta de un detective de novela negra, o del baño de la casa de la abuela. Todo es Viena y todos son el tercer hombre, o pueden serlo y quizá lo sean. Una niebla decente, una niebla como debe ser, impone caminar despacio aguzando el oído, alerta la atención e impide ver el bosque, lo cual que tiene su punto de tropezar con algo y aventurar si es la santa compaña, un OVNI o la furgoneta de atestados de la Guardia Civil. Una niebla leve, de medio pelo, permite un andante ma non troppo, un desatento trote cochinero que ni fu ni fa. La niebla de esta mañana es el amor que no conmueve, el malestar que no te encama y la molestia que no es problema. Esta niebla no me dice nada, sólo que se acaba el verano.
CAFÉ SOLO MUY CARGADO
Gerardo Noguerol, homeópata colegiado, flautista autodidacta y poeta sin musa disertaba todas las tardes para quien lo quisiera atender bajo el toldillo del bar El Trompeta. Atendía la barra Luis Ferreira, un tipo moreno, alto y enjuto de mirada salvaje y voz inadecuadamente atiplada. Tan extrañas o más eran sus manos, insólitamente grandes y pobladas por dedos de un grueso amenazador. Ciertas disonancias, no sabría yo decir por qué, resultan siniestras. Ferreira gastaba pinta de asesino a sueldo en año sabático o en un programa de protección de testigos. Las manos, claro, no ayudaban a transmitir serenidad o confianza. Noguerol componía con intensa afición pero sin aparente intención largos poemas a las cosas más variadas, con una querencia, eso sí, hacia lo inmaterial en general y lo espiritual en particular. Aquellos versos difusos y sin medida mantenían no obstante, según mi leal saber y entender, poca relación con la poesía. Declamados en alta voz sonaban a discurso parlamentarios del XIX o quizás amenazantes y severas admoniciones de predicador. El tema, difuso, y el verso, libre, conspiraban con la ausencia de genio de tal modo y manera que los extraños sólo advertían que la prédica era poética por las pausas y cesuras y los silencios calderones. Los propios, por contra, sabedores del asunto, teníamos descartada la locura y dábamos por supuesto lo poético por el dilatado trato y la publicación, ya lejana, de algún verso en el diario local. Ferreira, pese al nombre comercial del negocio que regentaba con poca fortuna ni tocaba la trompeta ni pagaba autónomos a la seguridad social. Ferreira, en la infancia monaguillo y en la juventud cabo primero, en ambos los dos casos por méritos de obediencia, se nos volvió cimarrón y objetor de instituciones y jerarquías, y eso nadie sabe bien por qué pasa. Estas cosas se llevan dentro, la poesía y el instinto asilvestrado, por lo que las cuales ambas quizá compartan profundos flujos y misteriosas oscilaciones, idea que me vino, mira tú, viendo moverse a los gatos. La escasa fluencia y copiosa síncopa de aquellos versos necesitarían un marcapasos literario, si tal cosa hubiere, y la querencia del autor por lo imponderable y nimio, por lo imperceptible y diluido, delataba posiblemente la vertiente profesional de homeópata, influencia de la cual debería huir. El caso es que ser uno mismo y huir de uno mismo es trabajo de una vida, siempre inacabado, nunca debidamente reconocido y jamás coronado por el éxito. Todo en esta vida son dilemas y de ellos, con suerte, no resultan más que bellísimas contradicciones. La más interesante era observar a Ferreira, solícito y servil, llevar en sus manos enormes un minúsculo café solo muy cargado para el poeta de versos diluídos, antítesis de lo homeopático.
RUNRUN, TAMTAM, TICTAC
Pensamos que los libros empiezan de repente, pim pam, pim pam, una palabra, otra, una frase, la siguiente, y en realidad no es así. Los libros empiezan antes, mucho antes de la primera palabra, con un malestar, una ansiedad, un rumor lejano que un día de pronto se concreta en melodía no se sabe bien cómo. Las cosas inevitables son así, no suceden de pronto, suceden porque venían sucediendo imperceptiblemente desde mucho antes, algunas de toda la vida. Una vez imaginé una película de la cual sólo rodé el tráiler, cosa que tiene su justificación que ahora no voy a dar, y uno de los personajes, asesino de niñas, contestaba a la pregunta de cómo se llega a eso: “Al principio, poco a poco; después, de repente”. Esa es la única explicación de lo ineludible, de la repentina manifestación de lo que lleva ahí desde siempre y quizá estará ahí para siempre. Y esto sirve para matar niñas o ir al baño, que igualmente empieza con una molestia difusa y de improviso se encuentra uno en un apuro, girando la cabeza en busca de una puerta rotulada. Quizá escribir, cagar o matar no tengan similitudes aparentes, quizá tampoco la cara de preocupación de Charlton Heston en Cuando ruge la marabunta, pero a todas las preceden signos imperceptibles de que algo inminente, inevitable y espantoso va a ocurrir. Un runrún, un tamtam, un tictac.
ESE PLUS DE MALDAD
Las cosas inanimadas son esencialmente perversas. Eso ya lo sabemos de siempre porque a todos se nos ha estropeado el coche, roto la mina del lápiz o parado el reloj y siempre en los momentos más inoportunos. En ese día y en ese instante del día en el que más daño puede hacer, más desbarata nuestros planes y más nos descompone, fallan. Lo hacen cuando no deberían, cuando más duele una traición. Eso es así de natural, hacen lo que quieren y cuando quieren, resistiéndose a obedecer, contrariando las leyes de la física que los considera y trata como neutrales. Los objetos, esto sí es cierto, carecen de sentimientos o emociones, lo cual no quiere decir que no tengan una mala leche proverbial. Yo tuve un profesor de matemáticas así, insensible, desapasionado, frío, cruel, malvado. Era un pistolero del oeste, un tipo que atacaba a traición sin mediar provocación, cuando menos te lo esperabas te miraba con unos ojos azules de oficial de las SS y señalaba la pizarra con un dedo fino y cerúleo. El tipo era una cosa inanimada a la que le importábamos poco tirando a nada y capaz de pasar de la más absoluta indiferencia a la más refinada crueldad exenta de animadversión. Las cosas se comportan así, como los profesores de matemáticas. Las cosas generalmente no colaboran. Si a tal natural predisposición de los ríos a desbordarse, la nieve caer en aludes, el fuego a extenderse y los volcanes a explotar añadimos la llamada obsolescencia programada, ese plus de maldad que el ser humano instila en los productos manufacturados, no podemos sino concluir que cualquier prevención es poca.
CUTRE Y KITSCH
El Circulo Mercantil e Industrial de Villafranca del Bierzo está en franca decadencia mostrando signos muy ajados de un pasado esplendoroso. Mientras, el Hogar del Jubilado bulle de actividad y suena en su interior música de Raffaella Carra. Estas cosas las sé sin saber bien por qué, lo que viene siendo intuición. Otras no, otras resultan de la atenta observación. Es observación, por poner un ejemplo, el dato de que un hombre vive tres botes de bicarbonato; que un bote de bicarbonato dura dos de talco; uno de talco dos coches; un coche tres novias y una novia dos veranos. Esto, quien haya tenido coche o casa lo sabe. Y novia, que el asunto de las mujeres no es tema baladí. La vida de las mujeres, por seguir con el tema, no se mide así, sino en pares de zapatos. Una mujer vive aproximadamente unos 350 pares, sin incluir en la cuenta sandalias de fiesta, chanclas, alpargatas y zapatillas de casa, a razón de cuatro por año. Yo creo que la parte del cerebro que suma y resta es muy deficiente, y a la vista está, que ya lo dice Calaza, pero la parte estadística funciona de puta madre, detectando desviaciones mínimas que luego llamamos prejuicios. Así la vida, si buena, ha de tener un brillante rojo teja, aroma potente y fino y bien estructurado, de taninos elegantes, armoniosos y, si posible, equilibrados, ha de tener un ataque brillante a flores y frutas rojas y retrogusto a caja de roble, tierra fresca, incienso funerario y agua bendita. En no pudiendo ser, mire usted para cerciorarse que el alcohol suba del catorce por ciento. Eso ayuda. Rafaella Carrá, salvo casos perdidos de almas chabacanas, que son las más, no es consuelo sino que, más bien, entorpece a partir de cierta edad que ya hemos cumplido. En el Círculo Mercantil parece languidecer la vida, latiendo apenas, en un ambiente de tablón de roble que enraíza en un pasado que quizá fue, cuando presente, tan cutre y kitsch como el actual, aluminio y cristal, en el Hogar del Jubilado. Pero, afirmo, esos sillones de cuero y quienes en ellos se sientan y esperan tienen el aspecto y el aroma de la trufa negra mientras las alegres comadres de la competencia no son más que reumáticos remedos de una juventud de la cual no restan más que unas monedas, calderilla para un descafeinado. Todo esto son prejuicios y afirmaciones aventuradas y pensamientos inducidos por el vino que, yo lo creo, es la raíz de casi todo lo bueno y lo malo. En el fondo estas cosas ya las sabemos, pero no prestamos atención y así, como cuando te dicen que roncas, si eres sincero has de reconocerte que ese dato ya lo tenías. Yo soy más de roncar en el hogar del jubilado y su aroma a trufa, madera vieja, café expreso y tabaco negro. Vale.
MANGOS Y PATATAS
Antoine-Augustin Parmentier además de farmacéutico, naturalista, nutricionista y quién sabe qué cosas más, era un tipo listo. Sirviendo al Rey Luis en la guerra los prusianos lo hicieron prisionero varias veces, lo cual podría hacernos dudar de su inteligencia, y todas ellas lo alimentaron sólo de patatas. Una dieta así de monótona me va a matar, debió de pensar, pero sorprendentemente no fue así. Se mantuvo en un decente estado de salud y atribuyó ese milagro a la patata lo cual que se convirtió a esa religión. Al volver a París enfocó todos sus esfuerzos en propagar la buena nueva, poniendo en valor el tubérculo, buscando sinergías con cocineros y agrónomos y dando, donde escucharlo quisieran, una especie de TEDTAlks. Consta que le dio el plomo a Benjamín Franklin, quien estaba ocupado con otras cosas y en ellas siguió. Quizá Auguste no era todo lo elocuente que la empresa requería porque toda esa actividad no se veía coronada por éxito, así que consiguió del gobernador que le cediera, para plantar el tubérculo milagroso, tres mil metros en la “plaine des Sablons”, lo que viene siendo hoy el centro de París. Parmentier ordenó que durante el día una inusual guardia de soldados vigilara los cultivos, retirándolos al caer la noche. Sus convecinos, como previó, de día paseaban del ganchete mirando con desdén parisién las matas, verdes y sanas, creciendo en aquel descampado antes estéril. De noche, también según el plan previsto, acudían a hurtadillas a robar cuantos tubérculos podían. Parmentier, un tipo listo, como sabemos, consiguió que la patata sea casi tan popular como la envidia en Francia, y en todas partes.
Con el mango ocurrió algo parecido pero por distintas razones. Cuando a Mao se le estaba yendo de las manos el asunto de los Guardias Rojos se inventó la Revolución Cultural y mandó 30.000 obreros en una marcha contra los estudiantes en Pekín. Hubo pelea y a los vencedores, en estas cosas siempre ganan los obreros, ordenó que les enviaran de regalo la primera tontería que encontró, que resultó ser una cesta de mangos que el embajador de Pakistán le había dejado a él como regalo el día anterior. Mao, como Bilbo Bolsón y en general los hobbits de la Comarca, regalaba los regalos que le habían hecho a él. Esto aquí es de pésima educación pero en China los trabajadores fliparon en colores, mayormente en rojo. Si el Amado Líder regala mangos, pensó el cardumen, por algo será. Un tipo que pilló uno en el reparto lo llevó de inmediato a la fábrica en la que servía a la revolución y allí, tras un intenso debate asambleario, votaron entre repartirlo a trocitos y comérselo en plan última cena (Opción A), o conservarlo, tipo reliquia (Opción B). Ganó la B y, con la ayuda de los camaradas médicos de un hospital cercano, lo metieron en un frasco de formaldehído. Luego, al fin y al cabo los chinos son chinos, juntaron pasta para encargar una copia de cera para cada uno de ellos. Durante años organizaron desfiles en los que, al son de tambores y fanfarrias, marchaban idénticamente serios, sobrios, metáfora del pueblo como mecanismo bien engrasado del estado igualitario, portando cada uno su mango de cera en las manos, en plan ofrenda. Cuentan que en otra fábrica, menos avisados, viendo que se les pudría el mango, de urgencia, decidieron cocerlo. A cada uno de ellos le tocó tomarse una cucharadita de agua de aquel cocimiento. Agua sagrada del mango revolucionario. Y así fue ocurriendo, con variantes más o menos ridículas o histéricas, en todas las ciudades y pueblos de ese país grande y dizque milenariamente sabio.
En general los seres humanos somos estúpidos y envidiosos y, hasta cierto punto, quien cuente con que actuaremos en consonancia nos tiene calados y hace de nosotros lo que quiera. Hoy lo de las patatas y los mangos parecería impensable, aunque lo de la quinoa no le anda lejos, pero sí que empreñamos con las palabras y los conceptos. Quiérese decir que nos venden el talante como si fuera el bálsamo de Fierabrás y nos tiramos ocho años, casi la década de la revolución cultural, mareando la perdiz con una chorrada. Mi recomendación es intentar actuar en todo caso como si uno fuera una persona decente y racional, libre de envidias y desconfiada de milagros, pero me temo que colectivamente eso no funciona y así que estamos a un tris de comprarle mangos de cera a un vendedor de envidias y patatas, lo cual dice mucho de nosotros.
CARDÚMENES
La sardina es animal gregario pero indócil, de carácter huidizo y poco susceptible de domesticación y menos aún de amaestramiento. Viaja en cardúmenes, colectivos sin destino donde las decisiones sobre velocidad y dirección se toman asambleariamente y por instinto. Se sospecha que padece una miopía congénita y está prácticamente constatada su sordera, pues no obedece órdenes, ignora las insinuaciones y sólo reacciona a las acciones bruscas o violentas. Por tal motivo y dada su inutilidad como animal de compañía carece de interés comercial más allá de su uso como alimento de los pobres. Se comercializa en latas donde, perfectamente estibadas cara-culo en baño de aceite, como engranajes de una caja de cambios, se almacenan para su consumo diferido. Las que no caben en las latas se tiran o, en ciertas épocas del año, se carbonizan sobre tizones en una variante de algarada popular que la plebe llama sardiñada. El olor que desprende la combustión incompleta de las grasas animales reúne alrededor del fuego a cientos de humanos, miles de gaviotas y millones de moscas. Cardumen llama a cardumen.