Otro obsesivo es Peter Greenaway, sólo que este, que yo sepa, sólo hace cine. Greenaway enumera y ordena las cosas y a sus películas les pone música de Nyman que es igualmente un obsesivo; del orden, de la repetición, de la minúscula variación. Son un poco tal para cual: dos neuróticos. Para escuchar a Nyman tienes que estar de humor, ese humor especial que hace que algunos días te guste el techno de Kraftwerk. Si no estás en esas mejor te dedicas a otras cosas, limpiar el baño o algo.
Greenaway tiene un pequeño corto titulado “H is for House”en el que se cuenta, levemente, por encima, la historia de un naturalista, un hombre de costumbres que todos los días seguía al sol alrededor de su casa, como hace un girasol. Todos los días, nada más amanecer, se sentaba a desayunar con su familia en el porche que miraba al este. A las once en punto se volvía a juntar la familia en la veranda orientada el sureste a charlar y tomar un café. La comida la hacían, siempre todos juntos, en la terraza que miraba al jardín, en la fachada sur de la casa. A las 7 en punto cenaban en el invernadero situado al oeste mirando al sol caer y tan pronto como éste se ocultaba el naturalista se metía en la cama. Cuando la tierra empezó a girar en sentido antihorario el naturalista fue incapaz de cambiar sus hábitos, de adaptarse. Así vivió el resto de su vida a la sombra de su casa y nunca más se sentó a desayunar, tomar café, comer o cenar con su familia. El naturalista, no recuerdo que Greenaway lo haya dicho pero a los efectos que interesan lo doy por supuesto, fue para siempre un tipo triste, más triste de lo que ya era, alejado de su familia y de lo que más quería.
Hay gente así, gente para quien su casa y su familia es el centro de su vida pero que la pierden por tonterías como no adaptarse a los pequeños cambios; que la tierra empiece a girar a contrasentido, por poner un ejemplo sencillo. Yo, en casa, doy vueltas a la finca porque en estos tiempos es necesario tener hábitos, y si son saludables pues mucho mejor. Giro, para que no me pase lo que al naturalista, cinco o seis vueltas en sentido horario y otras tantas en el contrario. Siempre el mismo número en cada dirección, no vaya a quedar pillado. Esto, lo de dar vueltas, es un propósito de año nuevo trasladado al hiato que en conciliábulo familiar nos hemos marcado y que por ahora he cumplido. Comer a las horas y sólo a las horas, trabajar algo, dar esas vueltas diarias al que ahora es todo nuestro mundo, cada día llamar a alguien que queremos para interesarnos por él, escribir unos párrafos, fumar únicamente en el porche. Y así. El hombre es un animal de costumbres, como el naturalista, pero es una buena costumbre ir variando de costumbres.
Yo empiezo girando en sentido antihorario, saliendo desde el porche orientado al SO (238º), en el que tomamos café a media mañana y a media tarde. Si trazásemos una línea perpendicular al porche esta sería también perpendicular al cierre. El primer tramo es atravesar el césped hasta el lindero en el que una pequeña valla nos separa del resto del mundo, de la naturaleza y la barbarie, de la enfermedad. Alcanzada la valla, por fuera de la cual corre una trocha abierta por los jabalíes, giro en dirección SE (154º) afrontando la recta de salida. Primero camino el largo de la piscina, sorprendentemente limpia a estas alturas del año. El hiato permite atender adecuadamente, buscando actividad, a cosas que normalmente uno desatiende y quedan a la buena de dios. A continuación me encuentro con el primero de los membrillos, seguido a inmediatamente del segundo, con el que junta la copa. Los membrillos son, me lo enseñó Ciryl Connolly, la fruta del amor. “El quince, coing, membrillo, marmelata, pyrus cydonia o portugalensis; emblema del amor y la felicidad para los antiguos, era la fruta dorada de las Hespérides y la manzana del amor que las doncellas griegas daban a sus novios. Era también símbolo chino de una larga vida y de la pasión.”. Ahora mismo están floreciendo, quizá un poco prematuramente. Advierto, así en general, un apresuramiento en la cosa primaveral, una urgencia, una ola que se viene arrollándolo todo. Las hojas del membrillo, aún no todas en su sitio, tienen un brillo especial. Son anodinas y hasta tristes, pero su anverso es de un tono blanquecino que las noches de luna brilla con una luz extraña, como de tenue luciérnaga, esos saltamontes con un LED en el culo. Llevan ahí toda la vida, o casi toda, y recuerdo perfectamente cuando se plantaron. Recuerdo, al estilo Perec, que cavé yo los hoyos con una de esas palas planas de jardinero que aquí llamamos palote, acepción que la RAE desprecia y omite como tantas otras cosas. Esas hojas fascinan a X. y le encanta sentarse en el porche en la noche a contemplar ese brillo extraño. Las flores del membrillo, pequeñas y humildes, en modo alguno presagian el fruto, enorme, dorado, compacto, pesado. Su carne tiene una consistencia inesperada, un poco como el jabalí, que en foto parece un cerdo pero de cerca produce la impresión de estar hecho de madera maciza. El membrillo, peludo, cerúleo, y de un amarillo maravilloso produce esa misma sensación. Lo imagina uno jugoso, tierno y leve, con la blandura de un pecho, y en realidad es sólido y pesado. El membrillo es la fruta que elegiría un niño para comérsela para inmediatamente llevarse un chasco.
Si levanto la vista de la pantalla, por donde el mundo durante el hiato entra en casa, ese sitio en donde toda desgracia tiene acomodo, y miro por la ventana, veo los membrillos. Estos días que salen soleados no hay cristiano que los distinga de los buenos de septiembre. Son días quedos, de tardes sin viento ni zozobra, en los que el cuerpo pide beberse despacio un oporto y la vista pasmarse en esos eucaliptos lejanos que a la mínima tiemblan. Son pequeños regalos que a los gallegos, que le tenemos nombre a todas las modalidades de la humedad, nos pillan siempre por sorpresa sin haberlos bautizado. Yo, mirando a los membrillos sé perfectamente si es mayo o septiembre porque ahora están cubiertos de unas flores blancas y pequeñas, humildes, con sólo cuatro o cinco pétalos y sé que en unas horas brillarán con la luna como si tuvieran un algo fosforescente. En septiembre colgarán los frutos de las ramas, venciéndolas, puntuando de amarillo el fin del verano. Fabulo ahora planes para septiembre, ese tiempo tan lejano, pensando en pelarlos y cocerlos con apenas agua, como los mejillones, con otro tanto peso de azúcar para hacer el dulce. Saldrá como siempre un dulce sólido, carnoso, oscuro, exactamente del color que tomarán las hojas del árbol un par de semanas después, justo antes de caer sin ruido.
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