Luis era pintor de brocha gorda y le llamaban El Vietnamita. Apareció de vuelta tras un montón de años sin noticias con una esposa china y once hijos. La mitad chinas como la madre y la otra mitad vagos como él, dicen las malas lenguas, pero esas suelen ser gentes insensibles y a menudo envidiosas. Digamos que la historia venía siendo que en Francia se alistó en la Legión Extranjera y de allí pasó a Indochina y ya de vuelta cuando los americanos estaban en plan de repliegue. Luis, pintor de brocha gorda, era un artista y quizá un filósofo. Pintaba la casa de mis padres y antes de empezar con el blanco de la fachada, vestido con un mono blanco, dio unos pasos atrás y la contempló en toda su extensión. Hoy los psicólogos a estas cosas les llaman técnicas de visualización y se las enseñan a los saltadores de altura o de pértiga. Así los vemos cómo se quedan mirando, a la vista de todos, planeando cada movimiento, recreándolo en su cabeza, perfeccionando la futura acción antes de iniciarla. El Vietnamita, con su pértiga rematada con un rodillo, visualizaba aquella pared gris cemento y la imaginaba, digo yo, cubriéndose de un blanco impoluto y luminoso, con su exacta cantidad de material y la rugosidad exigida a aquel revestimiento pétreo. Luis El Vietnamita, era un tipo entendido en esas cosas aunque su proveniencia de un país en guerra, casi en manos de los comunistas, pudiera a un tipo poco avisado o prejuicioso llevarle a pensar otra cosa. La diferencia entre la simple pintura y un revestimiento pétreo a personas como nosotros, gente acostumbrada a ver sólo blanco donde hay blanco, se nos escapa. Los profesionales, y Luis era un artista, distinguen perfectamente esos detalles que no son menores. Un revestimiento pétreo, explica Luis, no permite errores, un fallo es fatal, no hay margen para la corrección. Allí donde una pintura admite una segunda mano y la enmienda el revestimiento pétreo exige la perfección en una única pasada.
Luis cuenta que los hijos, todos ellos, son mitad del padre y mitad de la madre, algo que tiene muy estudiado por el método de la observación. Discutirle a El Vietnamita en asuntos que tengan que ver con la observación es arriesgado y aún soberbio, más si se trata de sus hijos e hijas. Así, sostiene, calmo pero firme, cada uno de ellos, salvo diferencias propias del sexo, los suyos salen a la madre de la cintura para arriba, es decir, vietnamitas. De la cintura para abajo, por contra y para compensar, salen a él, también salvo las diferencias sexuales. Otros, dice, esas cosas no las ven tan claras porque no están casados con mujeres de otra raza, circunstancia que permite, en su caso, advertir ese curioso efecto con mayor claridad. El Vietnamita, con once hijos, se ve que es aficionado a la procreación como otros a las maquetas o los sellos, así que no es cosa de discutirle de sus saberes.
Luis El Vietnamita saca del bolsillo del mono un paquete de Águila y un mechero Zippo con una insignia de los Marines y prende un cigarro mientras, absorto, visualiza, creo yo, cada mínimo brochazo de revestimiento. Cómo lenta pero inexorablemente se va cubriendo el gris del revoco. Ahora, apoyado en su pértiga, con el rodillo en la axila y el cigarro colgando del labio, se le frunce el ceño y se le mueven imperceptiblemente despacio dos dedos de la mano derecha. Finalmente deja caer la colilla y pisándola comunica que va recoger, que volverá mañana. Ante el pasmo de la parroquia explica, levantando un brazo y señalando un sol alto de verano, que en media hora el sol incidirá de pleno en la fachada y el material secará desigualmente, algo absolutamente inadmisible ya que provocaría diferencias de color. No va a pintar para que se estropee por una curación irregular del material. Luis, El Vietnamita, es un artista en lo suyo y un poco filósofo y quizá algo sabio, cosa que nadie sabe si ya llevaba dentro cuando se fue a oriente o trajo de allí.