El Circulo Mercantil e Industrial de Villafranca del Bierzo está en franca decadencia mostrando signos muy ajados de un pasado esplendoroso. Mientras, el Hogar del Jubilado bulle de actividad y suena en su interior música de Raffaella Carra. Estas cosas las sé sin saber bien por qué, lo que viene siendo intuición. Otras no, otras resultan de la atenta observación. Es observación, por poner un ejemplo, el dato de que un hombre vive tres botes de bicarbonato; que un bote de bicarbonato dura dos de talco; uno de talco dos coches; un coche tres novias y una novia dos veranos. Esto, quien haya tenido coche o casa lo sabe. Y novia, que el asunto de las mujeres no es tema baladí. La vida de las mujeres, por seguir con el tema, no se mide así, sino en pares de zapatos. Una mujer vive aproximadamente unos 350 pares, sin incluir en la cuenta sandalias de fiesta, chanclas, alpargatas y zapatillas de casa, a razón de cuatro por año. Yo creo que la parte del cerebro que suma y resta es muy deficiente, y a la vista está, que ya lo dice Calaza, pero la parte estadística funciona de puta madre, detectando desviaciones mínimas que luego llamamos prejuicios. Así la vida, si buena, ha de tener un brillante rojo teja, aroma potente y fino y bien estructurado, de taninos elegantes, armoniosos y, si posible, equilibrados, ha de tener un ataque brillante a flores y frutas rojas y retrogusto a caja de roble, tierra fresca, incienso funerario y agua bendita. En no pudiendo ser, mire usted para cerciorarse que el alcohol suba del catorce por ciento. Eso ayuda. Rafaella Carrá, salvo casos perdidos de almas chabacanas, que son las más, no es consuelo sino que, más bien, entorpece a partir de cierta edad que ya hemos cumplido. En el Círculo Mercantil parece languidecer la vida, latiendo apenas, en un ambiente de tablón de roble que enraíza en un pasado que quizá fue, cuando presente, tan cutre y kitsch como el actual, aluminio y cristal, en el Hogar del Jubilado. Pero, afirmo, esos sillones de cuero y quienes en ellos se sientan y esperan tienen el aspecto y el aroma de la trufa negra mientras las alegres comadres de la competencia no son más que reumáticos remedos de una juventud de la cual no restan más que unas monedas, calderilla para un descafeinado. Todo esto son prejuicios y afirmaciones aventuradas y pensamientos inducidos por el vino que, yo lo creo, es la raíz de casi todo lo bueno y lo malo. En el fondo estas cosas ya las sabemos, pero no prestamos atención y así, como cuando te dicen que roncas, si eres sincero has de reconocerte que ese dato ya lo tenías. Yo soy más de roncar en el hogar del jubilado y su aroma a trufa, madera vieja, café expreso y tabaco negro. Vale.
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EL AMOR UNIVERSAL
Se recomiendan muchos libros en el ÇHØPSÜEY FANZINË ØN THË RØCKS y pensando cuál podría yo traer a este foro, uno epatante y arcano, he caído en la cuenta de que dormitaba en su estante el ejemplar perfecto.
Un día, de los primeros del 87, a algunos nos llegó un soplo. El Juzgado procedería de inmediato al secuestro de un libro, la edición completa. Un libro censurado tiene su cosa romántica porque de inmediato piensa uno en Galileo y en los Versos Satánicos y sabe dios qué más. Quiérese decir que a un libro la censura lo convierte de inmediato en fruta prohibida, como si el papel en el que está impreso hubiera sido hecho con la madera del mismísimo árbol de la sabiduría. Así que algunos allá nos fuimos y, conociendo de antemano el recorrido que seguiría la comitiva judicial de librería en librería, nos lanzamos a conseguir un ejemplar. Y por 900 pesetas compré
EL AMOR UNIVERSAL
Y CARTAS A SAGRARIO
DE UN FUTBOLISTA
MANGOS Y PATATAS
Antoine-Augustin Parmentier además de farmacéutico, naturalista, nutricionista y quién sabe qué cosas más, era un tipo listo. Sirviendo al Rey Luis en la guerra los prusianos lo hicieron prisionero varias veces, lo cual podría hacernos dudar de su inteligencia, y todas ellas lo alimentaron sólo de patatas. Una dieta así de monótona me va a matar, debió de pensar, pero sorprendentemente no fue así. Se mantuvo en un decente estado de salud y atribuyó ese milagro a la patata lo cual que se convirtió a esa religión. Al volver a París enfocó todos sus esfuerzos en propagar la buena nueva, poniendo en valor el tubérculo, buscando sinergías con cocineros y agrónomos y dando, donde escucharlo quisieran, una especie de TEDTAlks. Consta que le dio el plomo a Benjamín Franklin, quien estaba ocupado con otras cosas y en ellas siguió. Quizá Auguste no era todo lo elocuente que la empresa requería porque toda esa actividad no se veía coronada por éxito, así que consiguió del gobernador que le cediera, para plantar el tubérculo milagroso, tres mil metros en la “plaine des Sablons”, lo que viene siendo hoy el centro de París. Parmentier ordenó que durante el día una inusual guardia de soldados vigilara los cultivos, retirándolos al caer la noche. Sus convecinos, como previó, de día paseaban del ganchete mirando con desdén parisién las matas, verdes y sanas, creciendo en aquel descampado antes estéril. De noche, también según el plan previsto, acudían a hurtadillas a robar cuantos tubérculos podían. Parmentier, un tipo listo, como sabemos, consiguió que la patata sea casi tan popular como la envidia en Francia, y en todas partes.
Con el mango ocurrió algo parecido pero por distintas razones. Cuando a Mao se le estaba yendo de las manos el asunto de los Guardias Rojos se inventó la Revolución Cultural y mandó 30.000 obreros en una marcha contra los estudiantes en Pekín. Hubo pelea y a los vencedores, en estas cosas siempre ganan los obreros, ordenó que les enviaran de regalo la primera tontería que encontró, que resultó ser una cesta de mangos que el embajador de Pakistán le había dejado a él como regalo el día anterior. Mao, como Bilbo Bolsón y en general los hobbits de la Comarca, regalaba los regalos que le habían hecho a él. Esto aquí es de pésima educación pero en China los trabajadores fliparon en colores, mayormente en rojo. Si el Amado Líder regala mangos, pensó el cardumen, por algo será. Un tipo que pilló uno en el reparto lo llevó de inmediato a la fábrica en la que servía a la revolución y allí, tras un intenso debate asambleario, votaron entre repartirlo a trocitos y comérselo en plan última cena (Opción A), o conservarlo, tipo reliquia (Opción B). Ganó la B y, con la ayuda de los camaradas médicos de un hospital cercano, lo metieron en un frasco de formaldehído. Luego, al fin y al cabo los chinos son chinos, juntaron pasta para encargar una copia de cera para cada uno de ellos. Durante años organizaron desfiles en los que, al son de tambores y fanfarrias, marchaban idénticamente serios, sobrios, metáfora del pueblo como mecanismo bien engrasado del estado igualitario, portando cada uno su mango de cera en las manos, en plan ofrenda. Cuentan que en otra fábrica, menos avisados, viendo que se les pudría el mango, de urgencia, decidieron cocerlo. A cada uno de ellos le tocó tomarse una cucharadita de agua de aquel cocimiento. Agua sagrada del mango revolucionario. Y así fue ocurriendo, con variantes más o menos ridículas o histéricas, en todas las ciudades y pueblos de ese país grande y dizque milenariamente sabio.
En general los seres humanos somos estúpidos y envidiosos y, hasta cierto punto, quien cuente con que actuaremos en consonancia nos tiene calados y hace de nosotros lo que quiera. Hoy lo de las patatas y los mangos parecería impensable, aunque lo de la quinoa no le anda lejos, pero sí que empreñamos con las palabras y los conceptos. Quiérese decir que nos venden el talante como si fuera el bálsamo de Fierabrás y nos tiramos ocho años, casi la década de la revolución cultural, mareando la perdiz con una chorrada. Mi recomendación es intentar actuar en todo caso como si uno fuera una persona decente y racional, libre de envidias y desconfiada de milagros, pero me temo que colectivamente eso no funciona y así que estamos a un tris de comprarle mangos de cera a un vendedor de envidias y patatas, lo cual dice mucho de nosotros.
CARDÚMENES
La sardina es animal gregario pero indócil, de carácter huidizo y poco susceptible de domesticación y menos aún de amaestramiento. Viaja en cardúmenes, colectivos sin destino donde las decisiones sobre velocidad y dirección se toman asambleariamente y por instinto. Se sospecha que padece una miopía congénita y está prácticamente constatada su sordera, pues no obedece órdenes, ignora las insinuaciones y sólo reacciona a las acciones bruscas o violentas. Por tal motivo y dada su inutilidad como animal de compañía carece de interés comercial más allá de su uso como alimento de los pobres. Se comercializa en latas donde, perfectamente estibadas cara-culo en baño de aceite, como engranajes de una caja de cambios, se almacenan para su consumo diferido. Las que no caben en las latas se tiran o, en ciertas épocas del año, se carbonizan sobre tizones en una variante de algarada popular que la plebe llama sardiñada. El olor que desprende la combustión incompleta de las grasas animales reúne alrededor del fuego a cientos de humanos, miles de gaviotas y millones de moscas. Cardumen llama a cardumen.
LA PRINCESA SOÑOLIENTA
Cunqueiro, primero y único de su especie, escribía en un papel como era de esperar pero no con estilográfica, como cuenta la leyenda, sino con una olivetti portátil. A Cunqueiro, esto no todos lo saben, las historias le pedían y él les daba un tecleo a ritmo de panxoliña, alalá o muiñeira, eso ya según el tema y el tono. Tacatá tacatá taca taca tacatá. Hay tipos a los que las musas les poseen y escriben al dictado maravillas a caballo de dos mundos, el de la literatura y este nuestro, mas prosaico y en general deslucido. También hay otros que directamente se las inventan, a conveniencia y para el caso, con la facilidad y el desparpajo de quien vive, él mismo, entre esos dos mundos. Estos segundos, por raza y carácter, resultan indistinguibles de los mentirosos compulsivos, de los que inventan los timos y los mitos. Cunqueiro nunca estuvo aquí del todo y pasó casi toda su vida más bien allá, inventando musas que luego le susurraron a otros, y todos tuvimos la suerte de que no le dio por la estafa e hiciera por encauzar esa vena en un río de letras que se le desbordaba en cada recodo.
Hay un cuento de Cunqueiro que se ha perdido y es una pena porque es de los mejores, que son esos que escribía en primavera, mirando desde su ventana cómo los cerezos florecían y las nubes, preparándose para el estío, iban perdiendo el gris invernal y se volvían blancas y nuevas. Como las ropas que las lavanderas, en la ribera del Masma, en el lejano Mondoñedo, ponían a clareo hasta que el sol las hacía molestas a la vista. A Cunqueiro los domingos a la anochecida, a tiempo para que los linotipistas lo enviaran a la rotativa, un mandadero le recogía el artículo del lunes, que siempre era más poético y más lleno de mentiras que los de, pongamos, los miércoles. El fin de semana es tiempo de comer con fundamento y sobremesa, de recibir visitas de amigos, de releer poetas chinos y sagas nórdicas y eso, ya sabemos, pide un teclear optimista y sensual, dulcemente epicúreo. Los domingos por la tarde, esos que De Quincey malgastaba en sueños de opio, los ocupaba el mindoniense en relatarnos ensoñaciones de sirenas, caballeros enamorados, magos artúricos y princesas dulces y delicadas.
En ocasiones, pocas pero relevantes, el encargado de llevar las cuartillas en un sobre a la redacción desaparecía para nunca más volver. Los gallegos son muy de irse, de cambiar el aquí por un allí, unas veces por necesidad y otras por gusto. Anda corrida la teoría, nunca comprobada, de que esos mensajeros ausentes en reparto son los pobres desgraciados que, por una u otra razón, se atrevieron a abrir el sobre que se les había encomendado y, arrastrados por un irresistible influjo, se echaron a los caminos buscando quién sabe qué misterio o portento. Ese secreto no lo sabe nadie, que es cosa que ya para siempre quedó entre el autor y sus víctimas, si así se les puede llamar. Hay muchos que dudan de la veracidad de tal explicación pero yo por buena la tengo porque sé que hay puentes, sólidos y orgullosos, que si el viento les susurra las historias adecuadas y en el tono correcto, pierden el oremus y su alma gris de hormigón se ve embargada por el sobresalto y la agitación que adviene a quien, de improviso, descubre que confundió su vida. A quienes recuerdan de pronto que soñaban vivir en el camino y se dan cuenta de que han acabado siendo camino. Si esto pasa a los puentes no alcanzo a entender por qué nos parece tan raro que pueda sucederles a los hombres, por qué nos extraña que un domingo a la anochecida puedan sentir la necesidad de vivir esas historias, de dejar de ser mensajeros de pasmosas noticias y protagonizarlas.
Uno de esos cuentos perdidos narraba la historia del Caballero Edmundo de Claraval, sobrino de San Bernardo y poeta enamorado sin amada, lo que venía siendo la moda en sus tiempos, cosa que llamaban el amor de lonh o amor de loin. Quiérese decir que los jóvenes caían enamorados de damas nunca vistas y de las cuales sólo habían tenido noticias por oídas de algún poema cantado o por leídas en unos versos manuscritos. A Edmundo, mozo de dulce voz, tañedor de cítara y versificador de delicados sentimientos, una noche de campamento tras una larga jornada en un viaje de Burdeos a Montauban se le apareció en sueños una princesa de bellísimo rostro, ojos oscuros, misteriosos y soñolientos, que le susurraba en un idioma de dulcísimos sonidos que componían una extraña música. La vio caminar hacia él, etérea, como quien no toca el suelo, y pudo observar los extraños dijes y ornamentos y riquísimas sedas que la envolvían, como al más preciado de los presentes. Edmundo cayó, cómo no, irremediablemente enamorado en ese mismo instante y, en plena noche y bajo un membrillo cubierto de flores, cada una de ellas promesa de un fruto, dio de inmediato gracias a Dios Nuestro Señor por haberle proporcionado tan excelente dama de portentosa belleza y elevada cuna, jurando dedicar su vida a amarla incondicionalmente, cantar sus innúmeras virtudes y pregonarlas sin descanso ante cuantos quisieran oírle. Edmundo se echó al camino haciendo, jornada tras jornada, castillo tras castillo, partícipes a cuantos reyes, príncipes, delfines, caballeros y damas pueblan la faz de la tierra de ese su rendido amor.
Ese cuento, irremediablemente perdido, relataba con detalles cómo en un cruce de caminos entre Érmora y Vilouriz, que viene siendo donde hoy lindan los concellos de Toques, Palas de Rey y Melide, en la Serra do Careón, una raposa con el don de lenguas propició el encuentro de nuestro enamorado con la Princesa Li-Po, la menor de las nueve hijas del Emperador de la China, quien un atardecer de septiembre salió a pasear con su séquito y, sorprendida por la caída de la noche, se perdió en el camino de vuelta a palacio. Edmundo, al ver los ojos rasgados y el caminar a pasitos de Li-Po supo de inmediato que aquella era la princesa soñolienta y levemente levitante de su sueño premonitorio. Ambos, con ayuda de la raposa, el más inteligente de los animales y que se ofreció para oficiar de intérprete, se cantaron romanzas y poemas de sus lejanas tierras. Rendidos al amor al siguiente día, tras convertirse ella al cristianismo y serle borrado el pecado original con las aguas santas del bautismo, contrajeron matrimonio en la iglesia de Leboreiro. Los detalles de la historia, agrandados por el boca a boca, corrieron por la comarca y aún más allá e invitados por Cresconio, Obispo de Compostela, admirado por la conversión de tan principal persona llegada de tan lejanas tierras, hasta allí hicieron el Camino. A la entrada a la ciudad los esperaba la curia completa y el Obispo les ofreció aposento en su palacio porque a los recién casados les había precedido la noticia de la piadosa devoción de la Princesa China, quien paró a oír misa, comulgar y dejar generosa limosna en todos los templos que fueron encontrando. Por Santiago, para el banquete del casorio, se dejó caer el mismísimo Emperador de la China y le sirvieron empanada de lamprea, caldo de repollo, pulpo de O Carballiño, merluza del pincho y churrasco a voluntad. Todo ello lo regaron con vinos del Rosal y A Rúa. Cuentan que lo que más le gustó al Emperador de la China fue la morcilla dulce de arroz cosa que, si bien se mira, era de de esperar.
Yo todo esto lo sé porque mi hermano, hace ya unos años, sentado en el pretil del pontigo que hay en el mismísimo Leboreiro, escuchó la historia que una raposa vieja le contaba a una china joven que venía, eso dijo, desde el Lejano Oriente buscando noticias de su pariente la princesa Li-Po. Él pudo sentir el prodigio de cómo, según la raposa iba contando la historia, el puente temblaba, tal que si tuviera ganas de ponerse en marcha, quién sabe hacia dónde.
VOLVER A CASA
Yo estuve en Valladolid para un entierro y me pareció una ciudad muy alegre, quizá por el contraste. Al llegar ya habían incinerado al pobre Manrique, que se paseó por Galicia con nombre de mesnadero del Cid, la sonrisa franca, ese brillo pillo en los ojos que tienen algunas buenas personas y el cuerpo moreno, canijo y enjuto de un banderillero. Un tipo de secano, se mire por donde se mire. No es que llegáramos tarde, que nos plantamos en el sitio y a la hora señalada, es que el plan, y así tenían hecho, era enterrar las cenizas en la que había sido su casa, un chalet igual que otros muchos en una urbanización bajo un pinar a medio camino entre lo que viene siendo el mismo Valladolid y las afueras de Tordesillas, que no sé yo si es villa o ciudad. Una urbanización que es remedo de pueblo de repoblación franquista de cuyo nombre no puedo acordarme. Uno de sus hijos, arquitecto y por ello perito en estas cosas, buscó el lugar adecuado en la finca. Un punto soleado, visible desde el salón y fuera del alcance de posibles ampliaciones urbanísticas. Allí enterró las cenizas del mesnadero enjuto; poca cosa, apenas un tupperware para un almuerzo. Justo encima plantó una magnolia que perfumaba el aire, olor de santidad, pensé. Todas estas operaciones estaban hechas y la cita era para una pequeña ceremonia, que se suponía sencilla. En el comedor de la casa, oscuro y amplio, nos sentaron a la mesa y un tipo que pululaba por allí con pinta de fontanero pero resultó ser sacerdote y moderno comenzó una misa que en realidad fue una última cena en toda regla. En horario anglosajón, eso sí. Bendijo una botella de cigales sin etiqueta, de cosechero, fruto de las vides de allí al lado y el trabajo del hombre aborigen y una barra de pan gramado y sin sal, del que comen en castilla. Un pan horrible, de esos que al día siguiente te caen al suelo y se hacen pan rallado sólo del golpe. Los gallegos, con lo del pan, siempre parece que nos hizo la boca un fraile, pero es que pasando Pedrafita el pan ya no es pan. Lo cierto es que la escena fue llamativamente delirante. Bebimos cigales de un cuenco, ya convertido en sangre de cristo, y comimos trocitos de pan desaborido que fuimos tomando de una fuente de barro. A los funerales y la religión en general, fue mi conclusión, el boato, el dorado, la música barroca y las imágenes de los santos los visten mucho, les dan un aquel que los saca de esa miseria que resulta de hablar de cosas de importancia en los escenarios de la cotidianidad. Quizá haya quien vea a dios entre los pucheros pero más luce en las catedrales, lo mismo que los discursos prestan más en el parlamento que en los mercados de abastos, se pongan como se pongan. Andaba desazonado por todo esto cuando de pronto, en el salón, descubrí una placa grande de plata grabada con una dedicatoria para Manrique. Estaba fechada como unos cuarenta años antes y en ella cinco amigos lo despedían, le reconocían su trabajo y le deseaban suerte en su siguiente destino. Y allí estaba, la primera, la firma de mi abuelo Amador. Cosas extrañas, esos hilos que atraviesan el tiempo. Estoy seguro de que caminamos inadvertidos y estas casualidades, estas conexiones invisibles, las vamos atravesando y rompiendo como telarañas en un desván. A Manrique se lo comió un cáncer en unos meses y yo me fumé un cigarro en la misma ventana en la que él se asomaba a hacerlo a escondidas de su mujer mientras pensaba de qué coño hablarían él y mi abuelo. La ceniza se la llevaba el viento en dirección contraria a la magnolia. Mi abuelo, que también fumaba sus tres paquetes diarios de Ideales a los cuales cambiaba el papel con parsimonia, murió de felicidad. Se lo trajeron a vivir a la ciudad y en seis meses andaba callado, taciturno, malhumorado y despistado. Una tarde se escapó, con su terno y la gabardina al brazo, a coger el coche de línea para irse a su casa. Esperó hasta medianoche fumando en la acera frente a donde, hace muchos años, paraba la Empresa Pereira. Le dieron de cenar en una tasca ya a la hora de cerrar y el patrón le buscó una pensión. La policía nos lo encontró al día siguiente y mi padre decidió llevarlo a casa, como él quería. A mitad del viaje recuperó el ánimo y empezó a hablar y a explicar dónde empezaba cada parroquia, qué nombre tenía cada lugar, cada curva, quién vivía en dónde y qué tierras habían sido de cada uno de los pazos de la zona. Esa tarde y gran parte de la noche estuvo fumando y leyendo con avidez los pliegos del Aranzadi, jurisprudencia y legislación, atrasados de seis meses que se le habían acumulado en montones desordenados y que, venían sin cortar, abría con una plegadera de ébano. Del sueño que vino después ya no despertó. Yo a veces pienso en esa placa que hay en el salón de una casa que no sabría distinguir de otras casas bajo unos pinos entre Valladolid y Tordesillas y en las amistades, las casualidades y el olvido.
MEDIA HORA INSOPORTABLE
Estoy pensando en escribir el guión de una película. Un mediometraje, digamos, porque más de media hora sería insoportable.
Un tipo va a sacar dinero de un cajero, uno de esos que dan a la calle, no una cabina, y de pronto descubre que no puede salir. No me pregunten por qué ni cómo, simplemente no puede. Como quedarse atrapado en un ascensor pero sin ascensor. Digamos que el asunto es una mezcla de El Ángel Exterminador con La Cabina. Un mix Buñuel-Mercero, pero a lo pobre, en la acera. El tipo se sorprende, se desconcierta, se ríe de lo ridícula que es su situación, se preocupa y se tranquiliza porque, piensa, el asunto habrá de arreglarse.
Entonces lo tuitea haciendo broma, sube unos selfies a Instagram y lo pone en su estado de Facebook. Al principio nada, y se siente solo. Luego se hace viral y le llaman de la radio, le hacen una entrevista en la Sexta y vienen los de Callejeros. Pablo Iglesias le manda todo su apoyo en nombre de la gente, que también está atrapada por el sistema. Mariano le manda un SMS, “Fulano sé fuerte”. Albert Rivera hace un llamamiento a una solución dialogada y la regeneración del país. Pedro Sánchez, en nombre de sus compañeros y compañeras, se solidariza con él y culpa a los recortes. Puigdemont lo llama para reunirse y el tipo le explica que muchas gracias, pero no puede ir. Garzón habla de él como el Ciudadano Fulano, poniéndolo como ejemplo de coraje y resistencia, un hombre solo que no se rinde, como IU. El Pequeño Nicolás sube a Twitter un selfie con Fulano pero el ABC descubre que es un montaje con Photoshop. Arcadi Espada critica el modo en que se dan las noticias al respecto del incidente porque en la foto no se ve que la Guardia Civil ha dispuesto un operativo de asistencia y rescate. Ausbanc y Manos Limpias inician acciones penales contra la entidad bancaria por el mal funcionamiento de los cajeros. Jabois y Bustos escriben unas columnas estupendas, sacando a colación el uno cómo la situación de Fulano se parece al amor y el otro a los emparedados de la Edad Media, penitentes con mirilla a la calle. El hashtag #ATMman se hace viral en el mundo entero y vienen los japoneses de la NHK. Anonymous filtra 20 Gb de documentos que probarían que la causa es un virus desarrollado por la NSA que infecta los cajeros y promete desactivarlo. Las de FEMEN no enseñan las tetas porque no es una mujer y Greenpeace, en un comunicado larguísimo, luego de reconocer que efectivamente es un mamífero, le recomienda que no le de mucho el sol por lo del agujero de ozono. The Sun titula a cuatro columnas recomendando a los ingleses que no vengan a España y que se alcoholicen en UK, aunque sea algo más caro. Otegi, en Anoeta, pide el acercamiento, kutxazain kalera o algo así. Jiménez Losantos empieza todos los días su programa recordando que “x días y el ministro de economía aún no ha dimitido ni el vago de Mariano lo ha cesado.”
De pronto a Fulano se le acaba la batería del móvil y se despierta en su cama para descubrir que se llama Gregorio y se ha convertido en una cucaracha. Respira profundamente aliviado. Gregorio no está tan mal. Fundido final. Créditos de salida.
CORISANES, CURASANES Y CROISSANTS
Hay tres clases de bares en los que se puede desayunar y se distinguen por la bollería. En los primeros te dan, si lo pides, mayormente señalando con el dedo, corisanes. El corisán es industrial y esponjoso, como el pan de molde pero en dulce. Viene en tenaces envoltorios monodosis de plástico transparente que se comportan como el celofán de las cajetillas. Hay cosas cuya resiliencia, su tendencia a volver una y otra vez a un estado de original perfección, debería estudiarse en las escuelas de psicología, de negocios y de padres. Nadie puede vencer al envoltorio de un corisán, al plástico de una cajetilla o al envoltorio de un condón. A la que te descuidas han vuelto al prístino estado que el creador para ellos quiso. Es el triunfo de la voluntad, el «Triumph des Willens» del objeto inanimado. Los corisanes son un poco así, como la gomaespuma de un colchón, e igual de secos, insípidos y de una color semejante. La ventaja es que, al no estar hechos de materia orgánica, son inodoros e insípidos y además duran para siempre.
Los curasanes, por contra, intentan imitar el original pero, como los bolsos de Loewe del negro atlético de la calle peatonal, son fácilmente distinguibles. Es mérito a reconocerles a quienes los perpetran que no intentan engañar con la seriedad que pone en el empeño quien, por ejemplo, falsifica billetes. Son, más bien, una parodia pringosa, una metadona de la grasa animal. Y es que, me malicio, si bien se hacen con harina y no con yeso, como los anteriores, la grasa empleada para hacerlos jugosos es aceite de automoción reciclado o el petróleo que antes ensuciaba los mares al limpiar las sentinas. Esto a simple vista no se advierte, sino que es impresión que asalta los sentidos al primer mordisco. La sinestesia, esa percepción que entrando por un canal misteriosamente activa otro, es asunto muy ligado a la ingesta de curasanes. Hay quien los muerde y le saben a negro, o les viene a la nariz el olor que desprenden, lejanas, las fábricas de sulfato para el escarabajo de la patata. Los ejemplos son múltiples y, por conocidos, no nos extenderemos, bastando decir que, para que la gente se vea obligada a comerse los que empieza, los untan de un algo brillante y pegajoso que impide desprenderlos de los dedos. Yo creo que ese producto es el mismo que venden para atrapar ratones, una pasta transparente que untas en un cartón y metes debajo del fregadero.
Los croissants, el original, están hechos de harina y manteca de vaca, que viene siendo mantequilla cocida lentamente para quitarle el agua y que decante otras porquerías. Son suaves, de un hojaldre esponjoso, levemente crujientes en el exterior, del color dorado de las mozas al final del verano y grasientos de una grasa leve, sabrosa, nutricia, puro condensado de vaca. Una persona normal podría comerse media docena, uno detrás de otro, lo cual que tampoco es sano. Ese es el motivo por el que los cobran caros y, además, rarean: política sanitaria. Hay sitios en los cuales, el mesonero truhán es un clásico, intentan hacernos pasar el curasán por croissant poniéndolo a la plancha muy untado de margarina. Cuidado con esto.
Cuando encuentro un bar en el que ponen croissants, sonrío. Luego saco mi libreta de ciudad, trasunto de las de campo de los naturalistas, y en ella, como un Attemborough emocionado, anoto día, hora y coordenadas UTM del feliz avistamiento.
COM’È GENTIL
Celebro el 14 de abril, día de la república, por la misma razón que Vizcaíno Casas celebraba el 23F, nos coincide con un evento ginecológico de relevancia. Estas conjunciones cósmicas ocurren o no, y con ello hemos de vivir, como ZP sin la de Obama. Estos días, los aniversarios, aclaro, son muy de pensar en la muerte y, al tiempo, también muy de olisquear en el ambiente la alegría de la vida, los de la primavera, digo. Yo soy mucho de darle vueltas a la cosa de la muerte, buscar razones para que vivir valga la pena y, también desde siempre, de buscar las palabras que las expresen. Quizá de ahí el hábito de leer. Si de la muerte hablamos las palabras que me gustan son las de Cortázar, porque ahí está todo lo que de ella se puede decir:
“Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca”.
No obstante hoy estoy más primaveral y las palabras que explican el impulso por la vida al tiempo que, siempre ahí un ojo puesto, jugueteamos con la idea de la muerte, son las de Ernesto en Don Pasquale.
EL BENÉFICO INFLUJO
Más escaso que el loco alegre, espécimen que rarea, es el tonto comedido y circunspecto. El tonto tipo salta al ojo por un ansia no contenida de expresión y la efusividad del gesto. El tonto, sabemos, de ordinario raya en lo imprudente cuando se muestra precavido y cae en un temeraria indiscreción cuando en el ánimo le bulle ese júbilo atolondrado de cándido explorador de la realidad. En su hábitat, léase los pueblos, los tontos traen noticias siempre nuevas y sorprendentes, noticias que no darían para sueltos en las gacetas y los boletines, por ínfimas o frecuentes, pero que tienen su aquél y su porqué. Ellos caminan por el mundo como nosotros quizá lo hicimos un día de verano en la infancia, o como Adán y Eva en su primer día en el Paraíso, con los ojos abiertos a las maravillas. Encuentran, por ejemplo, un botón dorado y te lo muestran con orgullo. ¿Será de un Capitán? ¿Valdrá mucho dinero? ¿Estará preocupado por la pérdida?
El tonto comedido es por ello rareza cuadrifolia, hallazgo insólito que pone a prueba la regla. El tonto prudente baja las cuestas con paso marcial, viste terno de entretiempo y abrigo loden verde heredado de un hermano corpulento, un primo funcionario o un tío comerciante. Suele mirar al suelo y saludar al cruce con todo gusto y fina voluntad, que en algo se ha de notar que lo criaron unas tías, siempre por parte de madre. Está generalmente aceptado que el tonto comedido, no confundir con el tonto taciturno o melancólico, lo es por crianza, que su trabajo cuesta amansarles el ánimo para que vayan por la acera y crucen en verde. Lo que es poco sabido, y aquí se deja reseñado por si fuera de auxilio a quien en tal caso se viera, es el benéfico influjo de la mecanografía. El tonto mesurado adquiere la paciencia y contención como las señoritas se templaban en la espera de un adecuado pretendiente, uséase, entregándose a ocupaciones minuciosas y reiterativas. Las unas con pequeñas puntadas en un lienzo de panamá, los otros haciendo series de letras aparentemente al azar en una Olivetti Lettera 75. Asdfg asdfg hjkl hjkl. Todo es parte de un mosaico del que conocemos, simples mortales, ciertos detalles mientras el conjunto se nos escapa.
El tonto contenido es amigo de las artes, especialmente las escénicas, y acude a conciertos y tiene abono de temporada, que son los zaguanes amplios de los teatros muy de zapato brillante y charla de frases hechas, un poco como los tanatorios. Allí saluda a otros devotos, quizá igualmente retrasados y circunspectos, y hace apreciaciones sesudas acabando las frases con un “¿Verdad?” o un “¿No te parece?” excesivamente enfático. Allí, por qué negarlo, el leve desaliño de alumno aplicado que lo envuelve, tan masculino a la par que tierno, tiene su público de solteras y siempre hay quien le atiende con impostado interés y se apena cuando, acabado el espectáculo, marcha presuroso a casa, a cenar con su madre.