Darwin era inglés, que son gente excéntrica, y viajar por el mundo no le sentó nada bien. De hecho le cantaba el pozo a muerto con intensidad y persistencia sobrehumana y su problema de gases, igualmente pestilentes, le llevaba a comer sólo en un reservado en la Royal Society. Posiblemente eso da explicación de su timidez y la renuencia a presentar en público su teoría de la evolución. El caso es que apretado por la urgencia de que otro tipo, tan listo o más que él y a quien los viajes no sentaron tan mal, le arrebatara la primicia se decidió a hacerla pública. A Wallace la naturaleza le respetó el tupé y le dio un desparpajo y una seguridad en sí mismo que le permitió resumir con acierto en sólo unos folios las chopotocientas páginas del Origen de las Especies. Cómo los amigos de Charles azuzaron a éste y pararon a Wallace es otra historia.
Desde entonces el mundo se divide entre los que hacen darwing y los que no. Los primeros, como borregos, aceptamos la evidencia, los segundos, creyéndose libres, se apuntan a enfangar. Estos son muchos, están por todas partes y siempre se subestima su número. Son como los estúpidos de Cipolla, tendentes a infinito, molestos y generalmente perjudiciales para sí mismos y los demás. Son tantos que piensa uno en ocasiones que aceptar la evolución es de tipos que no se adaptan a su ecosistema, que le va a condenar a la extinción. No obstante veo muy conveniente un test de falsos seguidores y el consecuente censo, más que nada por ir haciéndonos una idea del paisanaje que puebla nuestro paisaje.
Podría parecer que aquí son pocos o ninguno, que abundan sólo en las llanuras interiores de Norteamérica, donde pastan en greyes que vagan haciendo de la semana de la creación publicidad y proselitismo, como el Corte Inglés con la de Oriente. Nada más lejos de la verdad. Occidente todo rebosa de gente así, creacionistas camuflados de bienintencionados. Gente que acepta la evolución y con ella la genética sólo para ciertas cosas, el pelo rubio o la piel morena por poner un ejemplo, negando su influencia en todo lo demás. Sustituyen la semana de la creación por la nurture infantil. Profesan la creencia de que hombre, en lo esencial, no lo crea Dios ni la evolución sino sus padres y maestros en ese lapso comprendido entre el parto y las pruebas de la selectividad, año arriba, año abajo. La puñetera verdad es que cualquier rasgo humano, físico o psicológico, tiene su origen en los genes y por tanto es heredable. Ser malvado, inteligente, aburrido, sucio, optimista o triste es tan producto de tus genes como el pelo castaño, las manos grandes o la alopecia juvenil. Con ello llegamos al detalle, no menor, de que el hijo puta nace, no se hace. Si acaso, con algo de suerte y mucho esfuerzo, se manifiesta con menor virulencia. Y así todo.
Contra esa evidencia abrumadora no pueden ya alzarse más voces, lo cual que es una pena porque, mira, tienen su coña. Los unos, que están por la figura de barro, el soplo y la costilla viven su vida practicando el darwinismo; que gane el más fuerte o adaptado. Los otros, que niegan al soplador y apuestan por la biología para explicar al bicho que somos, niegan sus efectos por activa y por pasiva y tor mundo é güeno y el mal son las circunstancias. Así, los argumentos de unos y otros, todo son hermosas contradicciones en los límites del humor.
En definitiva, Darwin, que era inseguro y envidioso, tiene pocos prosélitos entregados de corazón. La mayoría de los humanos son como él, inseguros y envidiosos, pero no tan preclaros, y quieren ver la identidad en donde nunca estuvo; ni en Dios ni en lo que hagan los padres. Y es que, bien pensado, quién querría seguir a un vejestorio calvo con ocena cuya prédica desmitifica inmisericordemente a su target?