Decía la madre de Borges que Dios está por todas partes, pero atiende en Buenos Aires. O quizá quien decía eso era el propio Borges y lo que repetía su madre con acento porteño y machaconería argentina es que los niños son anteriores al cristianismo. En todo caso se permitían inventar o reinventar a Dios entre mates y pastas de té, excesos intelectuales de salón, tradición ésta que va perdiendo fuelle y es una pena. Porque nada es más estimulante que opinar sobre Dios e ir creándolo sobre la marcha. En esos momentos en los que estamos saciados de sexo y comida, incluyendo en ésta las muchas variedades de alcohol, es el tema por antonomasia. Y hablar de Dios también se presta a los excesos, porque el placer siempre está en la emoción del límite.
Echo de menos, y es un decir, esos tiempos pretéritos en los que monjes tonsurados, que imagino atiborrados de grasas, vino y placeres culpables, disertaban sobre Dios, inventándolo sobre la marcha. En aquella época Él era un juguete nuevo y todos experimentaban estremecidos. La imaginación y la inteligencia se mezclaban con la soberbia. Ser Santo, Sabio, Padre de la Iglesia, es el ejercicio máximo de soberbia intelectual. Dejemos para los humildes la vida de pobreza del anacoreta contemplativo y entreguémonos a los excesos.
Echo de menos no haber terciado en la polémica, que no fue tanta, de los estercoristas, del latín stercus, excremento. Ese animismo difuso de la cristiandad, viendo a Dios en todas las criaturas y las cosas, se concentra con intensidad de dogma y sacramento en el pan y vino consagrados. Borges imaginaba a Dios en Buenos Aires pero, diletante y porteño, no le ponía dirección -Corrientes 348, 2º piso, ascensor- porque de ciertas cosas un caballero no habla y menos si no las ha visto y sólo sabe de oídas. Los teólogos, amigos de excesos y ávidos de gloria, lo pusieron físicamente en la hostia, en el vino; carne y sangre. Como los abusos se pagan y la tensión competitiva pasa factura, de inmediato hubo quien planteó la necesidad de dilucidar qué pasaba con la digestión de esas raciones de divinidad. ¿Se unen al resto de los alimentos? ¿Se digieren con ellos? ¿Se expulsan con ellos?
Los estercoristas, nunca claramente identificados, nunca organizados, pero siempre flotando su amenaza en el ambiente, como los Sabios de Sión, afirmarían que sí. Nos comemos al mismo Dios y lo evacuamos con el estiércol. Y que arda Troya, salga el sol por Antequera et pereat mundus. Este fantasma estercorista lo identifica primero, avispado pero temeroso, el monje alemán Rábano Mauro, pero sólo para decir «Frivolum est ergo in hoc mysterio cogitare in stercore ne commisceatur in digestione alterius cibi.*» Así que tiró la piedra y escondió la mano, quizá intuyendo que el asunto olía mal. Tanto que Pascasio Radberto, ya en el 831, puso a Rábano a caer de un burro, condenándolo por excesivamente sensual, que era como les decían en aquella época a materialistas y mecanicistas. Más adelante el Cardenal Humberto, 1054, insulta a cuenta de esta polémica a Nicetas Pectoratus en su increpación «O perfide stercoranista..». En definitiva, los griegos acusaban a los romanos de estercoristas, y estos a aquellos, a la mínima de cambio y así pasaron años.
Me temo que la Iglesia, imponiendo el ayuno para la comunión, se coloca en un punto equidistante, temerosa de que se reabra el debate. Alejemos la tentación de indagar en la idea de la mezcla, alejando, siquiera sea poco, su misma posibilidad. Pero entrar en el asunto, de verdad y a fondo, es cosa aún pendiente.
Yo evito conscientemente tener opinión sobre este extremo, y no por falta de ganas, que soy amigo de límites y excesos, sino porque reconozco que mi curiosidad sobre ciertos asuntos es diletante, mis conclusiones frívolas y mi estilo tiende al cachondeo. Temo que, como a Rábano Mauro, se me malinterprete y pasar a la historia como el que inició un cisma o una guerra de religión.
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*Es cosa útil indagar a propósito de este misterio, si se mezcla o no, durante la digestión de los otros alimentos, con el estiércol.
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